miércoles, septiembre 30, 2009

El secreto de sus ojos.

El domingo, pese a todas las congojas y resacas (una llegada precipitada de México el sábado y a la media hora una boda hasta las tres; un entierro a media tarde del domingo) hubo cine. La normalidad hay que encauzarla rápido y saborearla con tazas bien repletas. Pero nos equivocamos de sala y entre dimes y diretes llegamos al Secreto de sus ojos cuando ya llevaban algunos minutos de proyección.

Ya he confesado otras veces que me encanta el cine argentino, sobre todo el que cuenta historias y esta película de Campanella, que se acaba de estrenar en España el día anterior, es una estupenda película. Está basada en una novela de Eduardo Sacheri, que se desarrolla en forma de narración medio policíaca medio romántica pero muy dinámica y que te mantiene en tensión durante las dos horas que dura. También tengo debilidad por Darín, este actorazo que borda todo lo que interpreta. Y me quedé encandilado con Soledad Villamil, guapa a rabiar, sensible, pero, sobre todo, con unos ojazos y una mirada que te encandila cada vez que le enfoca la cámara.

En una película de gestos muy medidos, muy intensos. Todos los actores lo hacen muy bien, como si lo fueran de teatro. Te hacen ver la desesperación, el dolor, el abismo de la pérdida, la intensidad de una búsqueda policial, de una amenaza o de un interrogatorio. Y todo ello a través de las miradas, esas miradas largas y definidas que definen el mundo interior de la persona que expresa en ellas todo el torbellino de emociones que vive en su interior.

La historia está muy bien construida. Un oficial del Ministerio Fiscal que se jubila y decide dedicar su tiempo a la reconstrucción de un crimen que vivió y le dejó traumatizado (ésa es la parte que me perdí, así que no sé si esto lo cuento bien). El, jubilado con vocación de escritor, va construyendo la historia a la vez que la película reconstruye lo que fueron aquellos días. Cómo aparece muerta y destrozada una chica, cómo se sume en la desesperación su esposo, cómo la policía pierde la pista del sospechoso y cómo a través de fotografías (la fuerza de su mirada) los dos secretarios de juzgado llegan a descubrirlo y a perseguirlo. Y entre medias tres historias de amor que se cruzan y que le dan alma a todo el film: la del viudo con su esposa asesinada que conmueve hasta las lágrimas; la del asesino con la asesinada, un amor imposible con un final trágico; la del secretario del juzgado con su jefa, un amor lleno de vericuetos, de desencuentros pero profundo y potente. Más allá de la frialdad y tensión comedida de la historia policíaca, este amor casi imposible pero real y contagioso te permite salir de la sala con buen sabor de boca.

Y lo demás, todo perfecto. Las imágenes perfectas (con muchos primeros planos de esos que de dejan seco), la fotografía (con unos juegos de cámara increíbles), la música, el ritmo con momentos de enorme tensión y otros relajados, excesivos, incluso. Y para aliviar la densidad de la historia, aparece la figura de Guillermo Francela, colega de trabajo en el Juzgado y un tipo humano magnífico, simpático y medio borrachuzo. De descojonarse cada vez que toma el teléfono para no responder a una llamada y se identifica con grupos imposibles: el club de donadores de sangre; la oficina de recolección de esperma. Un cachondo mental pero un gran colaborador y buen amigo. Y, como perro viejo en el estudio de casos, un buen psicólogo. Me encantaron sus consideraciones sobre las personas y nuestras pasiones. Hay cosas en las que no podemos cambiar, dice Francela: en las pasiones. Esas se mantienen. Puedes apasionarte por cosas o por personas pero las pasiones no cambian. Se mantienen, nos dan continuidad, nos delatan.

En fin, el juego entre el presente (cuando escribe la historia) y el pasado (cuando sucedieron los hechos) les permite a los guionistas contraponer lo que los protagonistas son y lo que fueron, lo que hicieron en su momento y lo que sienten que debieron hacer. “A veces me miro (entonces) y no me reconozco”, dice Darin. Está bien. Debe ser lo que nos pasa a muchos. Pero es, sobre todo, la mirada lo que cambia, el poder que transmite, la sinceridad, la emoción contenida, el brillo, los secretos. Había secretos en la mirada del asesino, pero había emoción y mucha en la mirada de todos los demás. Y la mirada de ahora les permitió ver los mensajes de las miradas de antes que en aquel momento fueron incapaces de interpretar.

martes, septiembre 29, 2009

San Miguel

Bueno colega, ¿qué puedo decirte? ¡Felicidades por tu santo! Hoy me toca escribir a mi la entrada al blog no vaya a ser que te dé un ataque de melancolía o que se despierte tu volcán narcisista. Por este año ya te llega de disfrute personal y de autobombo con la cosa de los 60. Esto de hoy es fiesta menor aunque no tan leve como para pasar desapercibida. Un San Miguel es siempre un sanmiguel.
"Semejante a Dios", en hebreo. “El jefe de la milicia divina”, dicen los cánones y, por tanto el jefe de los ángeles. Ya ves, no paso de ser parte de tu tropa. Y el primero de los siete capitanes generales o arcángeles, con una estrella más que Gabriel o Rafael. Y lo es en todas las religiones desde la judía a la islámica y, por supuesto, en la católica, la ortodoxa, la copta y la anglicana (Wikipedia dixit). Todo un personaje. La verdad que se le ve siempre agarrado a su espada y en actitudes bien poco amistosas con los demonios con los que se lleva fatal. Supongo que con los amigos debe comportarse de otra manera (de hecho, me encanta la pintura de Gaston Bussière donde le sitúa seduciendo a Juana de Arco; tampoco harían mala pareja los dos tan guerreros salvo que se enfadasen y cada uno echara mano de sus espadas y su mala leche).
Además, según las escrituras (1ª a los Tesalonicenses 4, 16) va a ser el encargado de tocar la trompeta el día del fin del mundo y quizás hasta sea el que vaya pasando lista. Está claro que hay que llevarse bien con él. Supongo que en eso, los migueles, llevais alguna ventaja.

Pero dejando de lado la cosa religiosa, ¿sabías que el nombre “miguel” tiene toda una serie de connotaciones para la gente que se dedica a leer las manos y a hacer interpretaciones de los signos astrales? Yo se lo pregunté ayer a una tipa que sabe de eso y en cuanto le conté dos cosas de ti, enseguida me dijo que, sin duda, eres tauro. Bueno, le dije, para decir que tú eres un tauro no hace falta ser adivino. Se nota a las primeras de cambio. Pero me dijo otras cosas que te van a extrañar. Se diría que te conocía. Me dijo que los migueles "no sois buenos diplomáticos, os creéis más fuertes de lo que sois y que eso os lleva a un desgaste terrible porque tratais de imponeros a base de coraje y voluntad". Bueno no le dije que eras navarro, sino en lugar del coraje y voluntad que suena demasiado fino, habría dicho lo de imponerse “por huevos”, que suena más racial. Dijo cosas interesantes que seguramente ya te suenan porque te las decimos muchos: "Que os gusta apropiaros de las personas y las cosas que amais, pero que sois amigos fieles". Y luego siguió describiéndote como si leyera tu diario: “no les gusta expresar lo que sienten y suelen tragarse sus propios marrones, así que acumulan mucho secreto personal y eso acaba estresándoles”. Te juro que yo no creía en estas cosas, pero la tipa me iba metiendo en su rollo por lo bien que te describía. Y mientras le miraba estupefacto me soltó la guinda final: “ están siempre dispuestos a meterse en toda clase de aventuras e iniciativas, pero al final son más emprendedores que perseverantes”. Después de eso, macho, ya ni le discutí el precio y hasta le dejé una propina. Clarividente la tía, oye. Espero que nadie le pregunte por mí.

Bueno, chaval, pues eso. Muchas felicidades en tu onomástica. Que pases un día divertido y jaranero. Pero sin hacer nuevos planes. Escucha a la pitonisa.
Ángel Saigós

domingo, septiembre 20, 2009

La furia

El domingo (13.09.09) pasado apareció un artículo en el País Semanal (pags. 24 y 25) que me hizo pensar mucho. Tomé unas notas en un papel suelto que va pasando de bolsillo en bolsillo hasta que definitivamente se pierda. Así que voy a aprovechar esta madrugada de domingo en Sao Paulo (estoy en un piso 22, a no más de 200 ms. del aeropuerto de Congonhas, como si fuera la torre de control: veo entrar y salir a todos los aviones y hasta puedo distinguir a los operarios que se afanan por tenerlo todo a punto) para retomar ese tema interesante de la furia.


El artículo hablaba, como se puede suponer, sobre las relaciones humanas y cómo a veces acciones incontroladas que duran poco, que no tenían por qué darse, que surgen así, casi sin darte cuenta porque se te llena la boca, acaban generando problemas insolubles. "La furia provoca daños que luego hay que reparar. Unos segundos desafortunados pueden destruir una confianza que se ha tardado años en edificar", decía el autor. Y citaba aquella frase de Schopenhauer: la ira no nos permite saber lo que hacemos y todavía menos lo que decimos. Estoy de acuerdo. ¡Cuántas veces pasa eso! Estás tan tranquilo hablando o discutiendo de algo y, de pronto, comienza a elevarse el tono de la conversación y se desata la caja de los truenos. Y con ese rollo moderno de la asertividad, mal entendida claro, te quedas hecho polvo. O eres tú quien deja hecho polvo a quien esta contigo. Un desastre.

Siempre me ha llamado mucho la atención lo vulnerables que son las relaciones. Lo que parecía que iba viento en popa, con una compenetración a prueba de bombas, llega un tropiezo y parece que nada de lo anterior cuenta. Como si se abriera una cuenta nueva y hubiera que comenzar de cero (o de menos de cero, porque la furia te lleva al infierno del sótano -3). Recuerdo de hace unos años haber escuchado en la cafetería de la Facultad una conversación entre varias estudiantes. A lo que pude entender, el novio de una de ellas había estado tonteando con otra en la fiesta del día anterior. Las otras la miraban condolientes y como esperando que tomara una decisión drástica. Pero ella, muy sensata y segura de sí misma, les vino a decir que después de estar tanto tiempo con ella y conocerla bien no podía preferir a otra que acababa de conocer. Y que si lo hacía, pues no merecía la pena continuar. Un poco ingenua la suposición, pensé para mí, pero muy sensata. Podría haber reaccionado con ira y romperlo todo sin más. Pero así las cosas dejaban una puerta abierta.

Esta historia de la furia tiene, además, un segundo inconveniente, sobre todo para los tímidos que no nos podemos permitir ese lujo de cabrearnos y exteriorizarlo. Quedas perdido, sin armas. O te aguantas o, si la cosa se pone fea, te agrarras a esa cosa íntima y asequible que es el odio. Pero aún es peor el odio que la ira, penetra más dentro y te destruye y destruye la relación de manera más inmisericorde. También mencionaba el autor (debería haber tomado su nombre pero no lo hice, algo imperdonable en un profesor que sabe que referenciar sus citas es obligatorio; lo siento de veras) un viejo dicho oriental: "aferrarse a la ira es como agarrar un trozo de carbón candente con la intención de arrojarlo contra alguien. Al final quien se quema eres tú".

Otras cosas que decía también eran interesantes. Esa idea de Vitorio de Sica de que "la Biblia enseña a amar a nuestros enemigos como si fueran nuestros amigos, probablemente porque son los mismos". Y, con frecuencia es verdad. Al final con quien tenemos las grandes agarradas es con nuestros amigos. Los que no lo son, ni merecen el esfuerzo que supone el enfadarte. Uno desearía que sus amigos lo fueran de forma constante, que resaltaran tus méritos y cualidades, pero no suele ser eso lo normal. A veces, las peores críticas (merecidas o no), las que más teduelen las recibes de ellos. Debe ser por eso que en toda amistad se produce un juego de amor-odio que fluctúa. Lo mismo que en las parejas. Cuando predomina el amor todo funciona bien, cuando acaba predominando el odio las cosas acaban de mala manera.

Tampoco estuba mal la idea de que no hay defectos que molesten más en los otros que los que nosotros mismos tenemos. No sé si será verdad. Me tendría que poner a pensar en cuáles son los defectos que más aborrezco en los otros, cosa compleja para estas horas de la mañana. Pero me queda como tarea pendiente. Y lo que no deja de ser verdad es aquello otro de que "cuando nos enfadamos de forma desproporcionada con alguien es posible que estemos enfadados con nosotros mismos". De esto puedo dar fe. No hay peor cosa que estar mal con uno mismo (en un sentido genérico eso de estar mal: porque estás jodido de veras, porque estás deprimido, porque has dormido mal, porque llevas una tensión dentro que pareces una olla exprés, cualquier cosa vale) para que lo veas todo mal en los otros y todo te cabree intensamente. A mí me suele bastar con dormir bien para que los nubarrones vayan disipándose.

Bueno, este soliloquio mañanero se está haciendo demasiado largo y reiterativo. Pero aún hay otra idea que me gustó, porque la siento casi como mía. Hasta pensé que me la habían copiado. Ya he escrito en el blog sobre "las conductas paradójicas" y su interés para poder sobrevivir a un conflicto. Pero el autor del texto cita a Jaume Roselló que dice eso mismo con una hermosa frase: "lo contrario es lo conveniente". Y el texto que sigue lo explica muy bien: "si en los momentos de conflicto aplicamos la misma energía (negativa) que nuestro opositor sólo lograremos duplicar la negatividad. Si decidimos apostar por la emoción contraria quizás podamos revertir la situación". Es decir, en lugarde iniciar una escalada simétrica en el conflicto (esto es, pelearse a ver quién es más borde, quién grita más, quién dice las cosas más hirientes, quién hace más daño), caminar en la dirección contraria. Claro que te gustaría ganar la batalla de la ira y joderle bien jodido (eso es lo que te pide el hígado a gritos) pero justo ahí buscas el camino contrario: lo contrario (de lo que te apetecería hacer) es lo conveniente. Sin bajarselos pantalones (o lo que sea) por supuesto, sin darle la razón al otro, al menos en eso en lo que estais discutiendo. No es que te rindas, es que quieres cambiar el sentido del enfrentamiento. Tú empiezas a alabar en él o ella ciertas cosas que encuentras valiosas (no estoy de acuerdo en esto pero me gusta mucho cómo planteas...). La cosa puede resultar chocante. Incluso puede que, en lugar de menguar la ira del otro, la incrementes porque sienta que le estás tomando el pelo. Pero en fin, merece la pena intentarlo. Por eso son situaciones paradójicas.

En fin, qué rollo, por Dios. Casi parece el sermón del domingo (bueno, hoy es domingo, así que descontextualizado no está). "¡Ya, ya!, estoy oyendo que murmura el blog que debe estar despertándose después de tantos días sin escribir nada, ¿y se puede saber todo esto a qué viene? ¿Algún cabreo soterrado de estos días que tratas de superar?". No seas bocazas, anda. Ya sabes que ésta es una de mis obsesiones de siempre. No es que me dé mucho resultado, pero al menos, me entretengo. Y, además, ¿quién es el guapo que no tiene un conflicto que desee superar?

Y aquí va la última guinda del texto. Un proverbio chino que dice " cuando te inunde la alegría no prometas nada; cuando te domine la ira, no escribas ninguna carta". Del blog no dice nada.

lunes, septiembre 14, 2009

Ser uno mismo


Era la hora de la siesta. Entre que tomas el café, que te adormeces un poco, que pasas de las noticias malas del telediario a los deportes y después al pronóstico del tiempo ya había llegado al momento propicio para la cabezadita del pomerigio. Entre sueños advertí que empezaba una peli de sobremesa con algo que tenía que ver con las Vegas (Algo pasa en la Vegas, supe después que era su título, una película del año 2008 dirigida por Tom Vaughan y protagonizada por Cámeron Díaz y Ashton Kutcher).
No es que pasara mucho en Las Vegas, la verdad. Las típicas situaciones tan manidas de que se cogen una melopea y acaban casados (acaban de retomar una locura parecida en la reciente Resacón en Las Vegas). En fin una película que se deja ver en esa duermevela de la sobremesa pero que, con seguridad, no optará a un oscar. Tiene cosas divertidas, como las visitas a la terapeuta de familia, pero poco más. Y sin embargo, me dejó pensando.
Al acabar la historia, a través de meandros previsibles (aproximaciones y separaciones intermedias que ya se sabe concluirán en un reencuentro final), el protagonista quiere que una amiga de su novia le diga a dónde se ha podido escapar ésta después del último desencuentro. La amiga le dice que no lo sabe pero añade algunos comentarios interesantes. Por ejemplo, le asegura, que ella (la escapada) había combiado mucho desde que se había encontrado con él. Y aquí viene lo grande: “que por primera vez desde hace muchos años, ella había vuelto a ser ella misma”. Ser uno mismo, dije para mí, cuántas veces lo repetimos pero que poco claro queda lo que significa. ¿Cuándo se es uno mismo?

Más adelante, él va a buscarla al lugar donde ella le ha confesado que se sintió feliz, plenamente feliz, por última vez. Y en ese encuentro final, y feliz como era de suponer, ella vuelve a lo mismo. Durante muchos años ella había estado tratando de hacer lo que otros le pedían, de responder a sus expectativas, de ser lo suficientemente buena para ellos (sus jefes de trabajo, sus padres, sus novios, etc.), pero cuando se encontró con él, como lo odiaba, había adoptado la distancia necesaria, ya no tenía que resultar interesante y valiosa, ya no tenía que pretender nada. Había vuelto a ser ella misma. Y eso le llevó a romper con su trabajo, con su ex novio, con todo aquello que la obligaba a ser como no quería ser.
Y la idea me quedó colgando de las telarañas del sopor de esas horas difíciles. ¿Será que ser uno mismo es eso, no tener que responder a las expectativas de los otros? ¿Y es eso posible puesto que esos “otros” siempre están ahí de una manera u otra?
Hace unos años una amiga que hacía el Camino de Santiago me contó su propia versión de este “ser uno mismo”. Al poco de comenzar el Camino, quizás en la tercera o cuarta jornada, no lo recuerdo, conoció a unos chicos que también iban haciendo el Camino. Le cayeron simpáticos y desde entonces hacía lo posible por caminar cerca de ellos o, cuando menos, por verse durante el Camino y también por las noches en los albergues. Así que estaba constantemente pendiente de si ellos iban por delante o por detrás para no perderlos de vista. Procuraba organizar sus jornadas para que coincidieran con las de ellos y hacer las paradas de descanso con ellos. Pero llegado un momento, tanta tensión se le hizo menos llevadera. Ella se planteó a sí misma: “no estoy haciendo mi Camino, estoy haciendo el Camino de ellos”. Y se decidió dejarlos marchar y, también, según sus palabras, “volver a ser ella misma, volver a su propio Camino”.

“Ser tú mismo”. Algunos lo han relacionado con la necesidad de renunciar a ser perfecto (ésa era la posición de la Cameron en la peli), otros con la necesidad de no querer deslumbrar a los demás, sobre todo a nuestros padres o parejas. Pero pudiera ser que algunas personas sean justamente eso: buscadores de la perfección, o conquistadores profesionales del aprecio de los demás. Quizás ésa sea su vida. Supongo que permitirles a ser imperfectos no les haría más felices. Otras recetas tampoco son claras. Los que te dicen que para ser tu mismo lo primero que tienes que hacer es conocerte bien, tus fortalezas y debilidades, tus valores tus capacidades… La cosa es que eso no lo descubrimos nunca del todo. Y además todas esas virtualidades de cada uno dependen mucho de tus circunstancias, de tu momento, de las personas con las que estés, etc. Es muy curioso cómo personas que se han separado y se han vuelto a unir a otras parejas se transforman y parecen otras personas: les gustan cosas que antes no les gustaban, se visten de manera distinta, se les ve distintos y distintas. No es fácil saber si es ahora cuando son ellos mismos o era antes cuando lo eran. Pudiera ser que antes y ahora. O, también pudiera ser, que ni lo eran antes ni lo son ahora. En fin, un lío, como decía.
Por otra parte, a mí eso de “ser uno mismo” me parece, a veces, echarle mucho morro a la vida. A mí me desesperan las personas que te dicen después de hacerte alguna barrabasada o de montarte un cirio, “disculpa, es que yo soy así”. Pues, coño, no seas así. Es como si dejar salir el ser primitivo y menos presentable que llevamos dentro pudiera justificarse por el mito ése de “ser uno mismo”.
“Ser uno mismo”; “realizarse como persona”; “ser empático y, a la vez, asertivo”; “ser honesto y non fingir ni traicionarte por quedar bien con los demás”; “saber decir que sí y saber decir que no”. ¡Tantas cosas! Es como un cruce de carreteras con muchos indicadores. Y como te entretengas a ver cuál te conviene, enseguida empiezan a pitar los que vienen detrás porque les estás interrumpiendo el paso. ¡Qué presión!

lunes, septiembre 07, 2009

Y no era doncella

Aunque se la vendieron (y cobraron, supongo) como si fuera una pobre criatura de pocos meses, pues resulta que no. La cabra tenía 7 meses (que debe ser mucho en la particular biografía de una cabra). Y si hacemos caso al experto que la sometió a una minuciosa revista, ya había conocido varon y hasta había parido. Muy precoz. Hay que mirarles a los dientes, nos dijo. Y a las ubres. ¡Claro!, pensé, ¡cómo se les pasaría por alto a mis amigos una cosa tan obvia! Y eso que se pasaron un buen rato intimando con ella antes de subirla al coche. Los dientes y las ubres, por Dios. Es que es de cajón...
Bueno, el desvelamiento del fiasco fue casual, he de reconocerlo. La cabra primero lo pasó mal y estaba deprimida. Prefería el pienso a la hierba (algo contranatura en una cabra) y siempre que veía una puerta de la casa abierta marchaba corriendo a buscar refugio dentro (lo que contradice aquello de que la cabra siempre tira al monte; ésta tiraba más bien al salón). Eso ya nos debió hacer sospechar algo, pero como estábamos convencidos de que era una pobre cría de biberón, nos pareció una manía típica de tan corta edad. Todavía se está socializando, pensamos.
Todo cambió cuando empezó a relacionarse con una peña de ovejas. Ella empezó a cobrar confianza y a sentirse más relajada, más cabra. Buscando hacerle la vida más agradable, Antonio que era quien le cuidaba, fue a ver a un cabrero. No tenemos mucha idea de cabras pero a todos nos pareció que nuestra cabrilla precisaba de un novio. Su amistad con las ovejas podría provocarle alguna confusión de identidad sexual. El cabrero fue amable y nos dio algunos consejos. Dijo, entre otras cosas, que las cabras entran en celo cada veinte días. Y se nota en que mueve mucho el rabo y mira constantemente hacia atrás. Bueno, le dijimos, está bien saberlo, pero la nuestra es aún una niña. Eso, si llega, será más adelante.
Como una cosa lleva a la otra, estábamos equivocados también en eso. A los pocos días, el sobrino de Antonio, un chaval perspicaz, le avisó al tío que la cabra andaba nerviosa, que movía mucho el rabo y miraba ansiosa para todas partes. ¡Coño, dijo él, a ver si va a estar en celo! Pues sí. ¿Quién lo iba a decir, tan joven…?
A los pocos días se fue con ella al cabrero. Lo primero que le dijo es que la cabra no era tan joven, que pasaba de los 7 meses y que ya había parido una vez. ¡Joder!, se sombró Antonio, si parecía una cría. ¡Leches, una cría!. En cuanto vio al castrón (así se le dice aquí al macho, que somos finos y no queremos insultar al pobre cabrón), nuestra dulce cabrita se fue a por él y se puso en posición. Ni unas palabritas para intimar ni nada de nada. Al asunto sin subterfugios ni esperas innecesarias. La pobre debía venir muy necesitada. Yo creo que fue la influencia de las ovejas que nos la malearon.
Y ahí está, preñada. Ya han pasado los veinte días sin que mueva la cola ni mire ansiosa para atrás. Cinco meses de embarazo, nos han dicho. Y luego cabritillos.
En fin, a los amigos de la metieron doblada. A la cabra también. Y dentro de nada tendremos cabritillos. O cabritillas quien sabe, y todo comenzará de nuevo. Pero esta vez les miraremos los dientes.

domingo, septiembre 06, 2009

Mapa de los sonidos de Tokio


No han sido misericordiosos los críticos con ella. “Nada es creíble” (El Mundo), “Me parece una tontería” (El País), pero a mí me ha gustado. Quizás la historia deja qué desear en cuanto a credibilidad, pero es cine en estado puro. Y eso que los sonidos de Tokio son bastante menos impresionantes que sus luces, que su estructura, que la belleza formal con que la Coixet la retrata. En realidad es una película destinada a la exaltación de los sentidos. Le pega mucho a la Coixet.
Japón, creo yo, ha sido siempre una especie de mundo idealizado por muchos occidentales. Ahora mismo mi hijo anda por allí y cuenta que está alucinado. Tan lejanos a nosotros, con una estética tan diversa, con una cultura tan rica e indescifrable, con una comida tan endiablada. Lo que tal para que se conviertan en una especie de mundo de hadas. En mi curso en Londres de este verano tenía un compañero de clase japonés. Asesor de empresas. No era muy simpático, quizás por las dificultades para comunicarnos (su inglés era bueno gramaticalmente pero no había hijo madre que le entendiera lo que decía), pero sí muy buen compañero. El caso es que tuvimos que hacer una presentación en Power Point y él la hizo sobre Japón. Lo hizo muy bien y nos convenció de que merecía la pena conocer Japón, el turístico y el que está fuera de las rutas. Me quedé con muchas ganas, así que ya iba muy bien predispuesto al cine esta tarde.
Lo dicho, me encantó. Estamos muy acostumbrados a ver New York en las películas y se nota cuando un director quiere hacerte disfrutar con la ciudad en la que está rodando. A veces las películas son un homenaje a una ciudad. Ésta, sobre todo al principio, es un auténtico homenaje a Tokio: qué hermosas imágenes navegando bajo los puentes; impresionantes las tomas desde el aire recogiendo la hermosura de los rascacielos y las calles repletas de luces y coches; preciosos los primeros planos del trabajo en el mercado o la entrada automatizada en el Motel. Todo muy sugerente, con una fotografía fantástica. Un virtuosismo de la directora y de sus fotógrafos.
Y luego está la historia que se cuenta. Esa que los críticos tachan de poco creible. No me gustan mucho los directores que escriben y dirigen sus películas. Es difícil ser bueno en ambas cosas. Sería suficiente que supieran rodar bien historias escritas por buenos escritores. Pero da lo mismo. Quizás, lo importante en este caso no es tanto la historia sino los personajes que aparecen en ella, la forma que tienen de vivirla y representarla.
Lo que más llama la atención es la aparente inexpresividad de los japoneses. Los primeros personajes son como palos hieráticos: casi no hablan, sus sentimientos son tesoros guardados bajo siete velos. Se hacen difíciles de entender las relaciones vistas desde nuestra óptica: personas que son amigas (o lo aparentan) pero no se hablan ni saben nada del otro, caras serias sin ninguna expresión o con reacciones exageradas. Todo muy en plan cliché. Pero poco a poco, la película va adentrándose en los personajes, nos aproxima a ellos, les va dotando de vida: un empresario destrozado; un amigo fiel y platónico; una asesina enamoradiza; un vinatero que va de latinlover displicente. Es como si se nos abriera una ventana para poder mirar a su interior. Y allí hay mucha movida. Ya se parecen más a nosotros, a todo el mundo, con sus pasiones, sus celos, su angustia, sus deseos.
En el fondo, la película, sobre el escenario de los millones de luces de Tokio es una historia de amor. De varios amores cruzados. Con mucho erotismo. El inicio de la película es ya de shock: con ese restaurante en el que la comida se sirve sobre el cuerpo de preciosas mujeres desnudas. Una pasada. La película es muy sugerente con momentos de un erotismo de alto nivel. Me ha gustado mucho seguir el discurso de una directora mujer sobre el sexo. A veces se escuchan comentarios despectivos en películas con fuertes cargas eróticas: “Bah, se nota que la ha dirigido un hombre”. Esta vez quien llevaba la batuta era una mujer y, la verdad, ha metido una caña que pa qué. Las escenas en el hotel (una cosa muy extraña esa habitación de motel que más parecía un vagón de metro con sus asientos, sus barras y sus agarraderas: quizás estuvieran allí a propósito para facilitar posturas especiales) han sido de lo más excitante. Uff!
En fin, un canto a los sentidos, como decía. A todos ellos, desde la vista (esas hermosas imágenes de Tokio) al oído (una preciosa música a lo largo de todo el film, los sonidos de la ciudad que se van recogiendo), desde el gusto (esa pasta sorbida con ruido, el vino) al olfato (el mercado con su bacanal de olores que casi llegas a percibir de próximo que estás a ellos).Y, por supuesto, el tacto que lo puedes vivir hasta el orgasmo (primer dedo, segundo dedo…).

Todo muy Coixet.

Los momentos



“¿Sabes lo que te digo? Que todo en la vida tiene su tiempo y su momento”, eso oí que le decía la señora al señor que caminaba a su lado por el Paseo Marítimo de la Coruña. Ella, ya mayor, hablaba toda cargada de razón, él, de edad similar, escuchaba impasible. Ignoro de qué estarían hablando, aunque por echarle un poco de pimienta y ajo a la ocasión, me dio por imaginar que el señor le había pedido algo a la señora que ella no estaba dispuesta a concederle. Luego pensé que eso que yo pensaba era harto improbable en aquella distribución de roles. Quizás si fuera el señor el que lo dijera…
El caso es que me quedé pensando en esa historia del tiempo que pasa. No es la primera vez que la oigo en estos días y me tiene un poco harto, sobre todo porque hay poco que hacerle: el tiempo pasa, da lo mismo cómo te lo tomes. Y no solo pasa, tiene un pasar que se hace cada vez más agresivo. Y al final pasa arrasándolo todo. Hace una política de tierra quemada. Los momentos duran cada vez menos, lo que puedes hacer en ellos se hace cada vez más fútil porque tienes menos sosiego. Al final, el tiempo se acaba convirtiendo en el gran protagonista de tu vida. Y eso que él no hace nada, sólo pasar. Una pesadilla.
Así que a cada esquina te vas tropezando con los “Uy, yo no ya no estoy para esos trotes”; “¡Estás loco!, ¿qué edad crees que tengo?”;”¡Qué más quisiera, pero ya no…!” O sea, que el tiempo no sólo te destroza las vértebras o te enloquece la tensión y el colesterol, además va inoculando su virus del “nunca más”. Y, como somos obedientes, vamos tachando cosas que hasta ese momento nos habían hecho la vida más agradable aunque fuera sólo como expectativas (esas cosas que uno, en los momentos vivos, sueña hacer aunque no sepa cómo ni cuándo). Pero si las tachas ya no tienen esa capacidad de movilizarte, te vas quedando sin energías. Y todo por culpa de ese tiempo insensible que a la chita callando te va agostando los ánimos y los proyectos.
Por eso me dan mucha envidia las personas que son capaces de burlar al tiempo, de romper con sus corsés rígidos y paralizantes: quien tiene un hijo a los 70 años, los abuelos que ves corriendo la maratón municipal de cada año, las viejitas que se hacen el Camino de Santiago entre sonrisas y antiinflamatorios; el sesentón que se enamora de una chavala de 35; los que olvidan sus años y se pasan bailando en las fiestas del pueblo hasta las 4 de la mañana; los rebeldes que hacen cosas raras al margen de las décadas con las que tengan que cargar; las parejas mayores que tiran de autocaravana y se van recorriendo el mundo. Romper la tiranía del tiempo y de sus condiciones.

Hay que echarle huevos y más cosas pero es que esto de que “cada cosa en la vida tiene su tiempo y su momento” es muy deprimente. Y además ni siquiera tiene por qué ser verdad.
Deberíamos respetar menos al tiempo. Incluso volverlo del revés como el Señor Button de la película (“El extraño caso del señor Button, EEUU, 2008). ¿Quién no sería feliz muriendo, como él, en el medio de una gran mamada? Aunque solo fuera para dar por el saco al tiempo.