lunes, noviembre 29, 2010

18 COMIDAS

El título despista. Que en Galicia se come bien es algo bien sabido, pero el equívoco reside en que, en realidad, ésta no es una película sobre comida. Aunque lo parezca, yo creo que no hay películas sobre comida. Se utiliza la comida como momento de especial comunicación entre el dentro y el fuera de los seres humanos. En la comida se negocia, se discute, se corteja, se enamora, se habla, se ríe y se llora. En el fondo, la comida sólo es el fondo de las cosas que van pasando como figura. Y así sucede, también, en este último film de Jorge Coira que se estrenó hace una semana.
Como vivo en Santiago, ése era el principal aliciente de la historia: que transcurre en Santiago, que se recrea en sus rúas y plazas, en sus restaurantes, en sus historias. La fotografía está bien aunque nunca llega a colmarte porque siempre piensas que se podría haber hecho mejor, que podría haberse explotado más la hermosura de esta ciudad, sus rincones, su luz, su pálpito.
La película es un conjunto de historia tejidas y contadas en torno a la comida. Como si la vida se desarrollara en tres actos: el desayuno, la comida y la cena. En torno a esos tres momentos, y situando en paralelo diferentes historias y personajes, se va trenzando una historia de historias. En el desayuno vas conociendo a los personajes y sus vidas; en la comida se plantean las historias y en la cena se van concluyendo. Unas mal y otras bien, como en la vida misma.
Los personajes están muy bien diseñados, aunque hay alguno de relleno. Una pareja de ancianos que sólo comen en su casa viejiña, con su vajilla viejiña y representando todos los tópicos (salvo que resulta difícil concebir al abuelo tomándose un licor Caroline después de comer, quizás un chupito de aguardiente de hierbas, pero no un licor tan chic). Se diría que es a través de ellos que se pretende dar continuidad a los tres momentos de la historia: desayuno comida y cena. Pero desentona.
Las historias que se cuentan son graciosas y dramáticas, a la vez. El tipo que se mata preparando una comida romántica para una chica que siempre le da plantón a última hora. El homosexual que se ve forzado a salir del armario ante su hermano mayor al que ha invitado a comer. La chica que se siente en un impasse en su matrimonio y que invita a comer a quien fuera su enamorado de jovencita. El médico maduro que sale a cenar con su amante jovencita que quiere irse a vivir con él. Todas son historias interesantes.
Una de las cosas mejores de la película es el manejo de los tiempos y el cambio de ritmo que introduce en función de cómo va la historia. Esos silencios prolongados y medias palabras equívocas de la esposa y el antiguo pretendiente (Esperanza Pedreño y Luis Tosar) que no sabe si le está pidiendo que se acueste con él o simplemente le está tomando el pelo. Te figuras en una conversación como ésa y te sientes igual de perdido que ellos. Igual de impresionante es el tiempo demorado, lento, de malos presagios del enamorado optimista impenitente que espera a una amiga para pasar con ella una noche tórrida. El pobre infeliz te va llevando paso a paso en la preparación de la comida y después de la cena hasta el último segundo y cuando debiera sonar el timbre de la puerta porque llega la chica esperada, o bien quienes llegan son amigos en busca de farra que se le zampan lo que había preparado o bien lo que suena es el móvil para decirle que la chica que espera no puede acudir. Imposible no sentir la misma frustración que él y las ganas de mandarla al carajo. Más dramático es el tempo del gay que sale del armario y que en el corto espacio de los tres platos de la comida pasa de la alegría del reencuentro con su hermano mayor y la relación amañada con su compañero de piso al reconocimiento de su homosexualidad. Cada historia va encontrado su propio climax, va jugando con los ritmos y los tiempos. Incluso el movimiento de la cámara te va provocando esa sensación de lentitud en unos casos y de precipitación en otros.
En fin, se pasa un buen rato. Se ríe uno con la figura de los borrachines que abren el día con cubatas y siguen en ello hasta que acaba el día y la película. Excelentes actores, aunque uno se pierda parte de lo que más que decir, balbucean. El sonido es un problema en la película. Supongo que es difícil grabar bien las conversaciones en un contexto tan dinámico, pero cuesta a veces seguir las conversaciones. Algunos pensarán que es porque no entienden el gallego, pero ¡qué va!, incluso quienes lo entendemos lo pasamos mal para seguirles.
Y con todo, pese a que la crítica culta pone por la nubes esta nueva creación de Coira, yo salí con una sensación agridulce del cine. Es cierto que se trata de un film ágil, original y divertido (entretenido), pero tiene algo que no deja de preocuparme siempre que veo películas que se ubican en Galicia. Es verdad que la ciudad está muy presente, pero más como postal y como encuadre que como una ciudad viva. Se ven las rúas, la plaza de la Quintana, el restaurante del Tránsito de los gramáticos, en fin, que deberíamos estar satisfechos. Pero yo, al menos, no salí contento.
Tengo la impresión, ya de antiguo, que la Galicia que está en la cabeza de alguna gente (cineastas, literatos, cómicos, etc.) es una Galicia cutre, oscura, húmeda. Y no es así. Hay una Galicia llena de luz, rica, intelectual, industriosa, avanzada. Incluso la comida que se ofrece en el film tiene muy poco que ver con la comida que aquí se hace. El plato más sofisticado que se ve es una lubina a la sal que ni siquiera es un plato típico de Santiago. Todo lo demás podría ser de cualquier parte y, desde luego, de ser de aquí estaría mejor cocinado.
Incluso la estética de la película me resultaba chocante: tonos oscuros, personajes pobres, ropas de escaso glamour, situaciones pelín absurdas. ¿Qué tiene eso que ver con Santiago? Seguro que si la hubieran rodado en Coruña todo hubiera tenido otro tono, otra alegría. Y si no fuera así, los coruñeses habrían puesto el grito en el cielo.
Pues Santiago tampoco es así. Uno se ríe porque las historias tienen su puntito gracioso. Pero, al final, sales con mal cuerpo. Les cuesta entrar en la belleza luminosa de esta ciudad. Una pena.

lunes, noviembre 22, 2010

IDIOTA


Eso, idiota, idiota,idiota, idiota, idiota. Ni sé cuántas veces debí decírmelo a la largo de aquella hora horrible. ¡Idiota más que idiota!
Estábamos en el hotel Torremar, en una reunión de la REDU. Un lugar precioso en Sitges, rodeado de mar. Acabadas los Jornadas aún me quedaba una tarde de sábado en la que pretendía andar un poco después de tanta reunión y tanto trabajo intelectual. El organizador que era de la zona, nos había estado tentando a varios con un paseo hasta Vilanova por la orilla del mar. Contó maravillas del paisaje. Una hora, nos dijo. Nadie se animó pero yo sí. Y me fui solo. ¡Idiota!
El caso es que se hizo un poco tarde, porque tenía que cerrar con él algunos asuntos finales. Acabamos a las 5 y pico de la tarde. Nos despedimos, dejé el computador en la habitación y me dispuse al paseo vespertino. El atardecer era precioso y me prometía un paseo feliz para cerrar el día. ¡Idiota!
La cosa es que el paseo marítimo se acabo a los 100 ms. y eso me extrañó. Le pregunté a un señor y me miró un poco suspicaz. Me dijo que se sí se podía ir paseando a Vilanova pero no por un paseo.Que había subidas y bajadas y, a ratos se iba por la playa. Vaya pensé, no voy demasiado bien vestido. Menos corbata llevaba todo lo que se lleva a un Congreso, incluidos mis zapatos negros de vestir. El trozo de playa ya me pareció un exceso para aquel calzado, y para el pantalón y la cazadora. Pero luego fue peor porque el camino, un sendero de senderismo exigente que subía directamente al monte. Me armé de paciencia y seguí. A los 15 minutos de camino el sol comenzaba a ponerse. Hice unas fotografías preciosas como se puede ver. Pero me dejó un poco mosca la rapidez con la que se iba ocultando en el horizonte. A los 20 minutos yo estaba en pleno monte. Pensé que al otro lado se vería Vilanova. Pero sólo se veían más montes. ¡Idiota!
A la media hora me empezé a asustar. Me tocó andar rozando las vías del tren que pasaban cada pocos minutos y a una velocidad endiablada. Los senderos se iban estrechando y salvo el mar que llevaba a mi izquierda yo solo veía montes. Cada vez más densos y oscuros. Sólo me crucé al principio con dos parejas que iban en dirección contraria y después nada, La soledad más absoluta. Y ya sin sol, sólo la luz tenue que deja al ocultarse tras el horizonte. Yo subía y bajaba montes entre pedregales.Y subía y bajaba. Me recordó el Camino de Santiago. Y me empecé a asustar. Volver atrás no tenía sentido porque sería tremendo después de todo lo andado. Yo creía que no debía faltar mucho ya, pero a cada repecho que subía sólo veía otro, y después otro. Y cada vez más de noche.
En esas situaciones uno empieza a pensar mal. Sólo en mitad del monte, con acantilados que dan al mar a tu izquierda, las vías del tres a tu derecha y oscuridad cada vez más profunda alrededor te figuras comido por alimañas, asaltado por yonkis, tirado en el camino con un esguince. En fin, decía yo para animarme, seguro que mañana por la mañana pasa gente por aquí y me encuentran.
Con aquelllos zapatos tan poco aptos llevaba los pies y las pantorrillas hechas trizas. Yo quería poner el piloto automático, como hago en Coruña cuando salgo a caminar, pero era incapaz. La cabeza no dejaba de dar vueltas y el grifo de la angustía seguía con el chorro abierto. Pensé que no era bueno pensar en llegar sino en superar cada trozo de camino que veía delante de mí, daba lo mismo que fuera llano o cuesta arriba. Como cada vez se veía menos, resultaba fácil conseguir esos pequeños objetivos. Afortunadamente el camino estaba claro, con mucha piedra y mucho desnivel pero no tenía desviaciones que pudieran equivocarte. Yo creo que eso me salvó. Cuando ya llevaba más de una hora andando por el monte pasé cerca de una urbanización y eso ya me tranquilizó un poco. Aunque la verdad, casi no había luces, así que es probable que si quería pedir ayuda no encontrara a nadie. La sobrepasé y seguía el monte. Vi a lo lejos la carretera pero había que andar mucho y dar una vuelta enorme, así que me decidí por internarme de nuevo en el monte pensando que aquel camino que apenas veía ya, era mejor opción, siempre que no hubiera un brazo de mar en alguna de las colinas que me cortara el avance, claro.
No la hubo. Pero el camino se hacía cada vez más largo y más negro. Y en esas llegó una bifurcación, con un poste en el medio en el que ví unas flechas. Pero no había luz y era demasiado alto para poder ver lo que decía. Así que tuve que arriesgar de nuevo, dejarme guiar por el mar y la intuición e iniciar otro trayecto monte a través. Ya era de noche completa. Supuse que Vilanova no debía quedar lejos, pero como poco fueron otros dos o tres kilómetros. Luego llegaron algunos chalets pero muy perdidos en el monte y con caminos de tierra. Los fui siguiendo como si fuera una estela de salvación. Y al final, llegué a algo que se parecía a un polígono industrial. Con tan mala suerte que debía ser el estercolero, o el tratamiento de aguas porque olía fatal y estaba todo asqueroso. En fin, pasó la angustía del monte y el miedo y sólo quedó e cansancio y la distancia. Vilanova seguía estando lejos o, al menos, yo no notaba indicios de que estuviera llegando.
Al final, después de mucho andar todavía, llegué al puerto deportivo. Enorme aquello. Y le pregunté a una señora dónde quedaba el centro. Ah!, dijo, tiene que subir mucho. Este es el barrio del mar, coja aquella calle. Y eso hice. Estaba agotado. No sé cuánto tiempo demoré en hacer el recorrido. Una hora y media quizás. Bastante más de la mitad a oscuras. Un susto.
Supongo que no vi la parte interesante de Vilanova y la Geltrú porque me pareció horrorosa. Así que decidí ir directo a la estación (que estaba también en el quinto infierno) y volver en tren a Sitges de nuevo. 0,85€ me costó el trayecto de vuelta en tren. Y lo comparé con la angustia y el cansancio que me costó llegar. ¡Idiota!
La verdad es que, en buenas condiciones, con calzado de paseo, con tiempo y con luz, el paseo puede ser estupendo. Pero en mis condiciones fue una de esas experiencias que no se la deseas ni a tus peores enemigos. En el tren ya recobré el aliento y el humor. Hasta me dio en pensar que si hubiera muerto esa tarde en el monte, lo hubiera hecho el mismo día que murió Franco. ¡Vaya manchón en mi curriculum!.
En fin, está visto que no se puede ir de sobrado por la vida. Y que conviene conocer mejor los horarios de la puesta del sol. En medio de ninguna parte y sin sol, sólo se hace el idiota.

miércoles, noviembre 17, 2010

Volar es un placer. A veces, no.

Lo tengo que contar en el blog. Fue lo primero que se me ocurrió a medida que avanzaban los sucesos del regreso aciago desde Chile. No se lo van a creer.
Ya estábamos en el avión. Iberia, por supuesto, por la cosa de los puntos, aunque esta vez me sirvieron de poco pues venía Bussiness lleno y con mucha gente peleándose por un upgrade. Ya habían cerrado las puertas. Ya habíamos comenzado a rodar cara a la pista de despegue. Entonces algo pasó. Yo estaba en la primera fila de turista y vi de pie en el pasillo a un tipo que hablaba alocado por el teléfono. Enseguida se le acercó un azafato para echarle la bronca pues debía tener ya apagado el móvil. Pero él seguía hablando y cabreándose cada vez más. Ha debido quedarse sin asiento, pensé y le van a obligar a bajar. Pero eso no cuadraba con su conversación a gritos: no me pienso sentar. Era difícil enterarse de qué pasaba, pero algo grave tenía que ser pues los tenía un poco nerviosos a toda la tripulación que ya habían ido a hablar con el comandante. Y el avión parado, claro.
Se quiere bajar,le entendí que decía una azafata. Después le hicieron pasar a la cabina de los pilotos para hablar con el capitán. Pasaban los minutos y aquello no se movía. Le preguntamos a la azafata de nuestra zona qué demonios pasaba. Ni me atrevo a decírselo, nos dijo, porque parece una broma. Dice que quiere bajarse porque iba a jugar un partido de fútbol y se lo han suspendido. Así que no quiere viajar 14 horas para nada. Pero ahora no se puede bajar, ¿no?, le preguntamos. Pues ya ven la que está montando. Él dice que se baja y hay que localizar su maleta y bajarla también. Al rato sonó la voz del capitan por los altavoces. Señores pasajeros, les habla el capitán, tenemos un pasajero que se ha amotinado y no atiende las instrucciones de la tripulación. Nos dice que es palestino y que tenía que jugar un partido que han suspendido, así que se quiere bajar. He llamado a la policía que vendrá a ocuparse de él. Regresamos al finguer.
Pero no regresamos al finguer. Nos llevaron a una punta del aeropuerto, como cuando se secuentra un avión y allí estuvimos esperando etérnamente hasta que trajeron una escalera y apareció la policía. Nunca había visto eso, pero parecía una situación de guerra. Con la policía en el avión la tripulación deja de ejercer su papel, tenían que sentarse cada uno en su puesto y no se podía mover nadie de su asiento. La policía se demoró un buen rato hablando con el comandante. Luego se fueron al fondo del avión para tomar al chalao del fútbol al que unos pitaban, otros insultaban y alguno se quería lanzar sobre él porque con todo aquel rollo seguro que perdían sus enlaces en España. Y allí se fueron, el tipo, los policías y el comandante que por lo visto tenía que poner una denuncia.
Mientras tanto iba pasando el tiempo pero la desazón estaba servida. Habían dicho que era palestino y eso hizo saltar todas las alarmas de la gente. Nadie se creía la historia del fútbol. Y más bien comenzó a correr la sospecha de si sería un terrorista que había dejado una bomba y se quería bajar. Había un grupo de unos 100 italianos de una orquesta y un grupo de teatro que eran los que más bronca armaban. Montaron un comité en representación del grupo, hicieron una asamblea y decidieron que ellos así no seguían y que también querían bajarse y que cada uno tomara sus maletas y que se revisara a fondo todo.
Entre dimes y diretes nos fuimos enterando de más cosas. El tipo no era palestino sino chileno. El capitán, quizás por los nervios entendió mal o se excedió en sus interpretaciones. Y eso casi nos cuesta un motín. Por lo visto era un jugador de la primera división chilena. Algunos de preferente hasta lo conocían y decían que él era así, un caprichoso indecente. Y era verdad que iba a jugar un partido a Israel (ni siquiera era Palestina, era Israel) pero se había muerto el portero del equipo contrario y habían suspendido el partido. Se enteró de eso una vez que el avión había cerrado las puertas. En esas condiciones él se negaba a hacer un viaje tan largo para tener que regresar al día siguiente. Le importaba un bledo si su deseo importunaba a 350 personas que íbamos en el avión. El quería bajarse y nadie le iba a convencer. No le importaban las consecuencias, aunque eso le supusiera días de cárcel o el pago de una multa millonaria.
Y así fue pasando el tiempo. Y lo que comenzó siendo un problema (el gilipollas) y luego pasó a ser dos problemas (el gilipollas y los italianos amotinados) estaba a punto de convertirse en tres problemas (los pilotos y las azafatas estaban próximos a cumplir sus horas de vuelo, y si se superaban nos teniamos que quedar en Chile). Más nervios.
Aquello era un caos de nervios y órdenes contradictorias de unos y otros. Nos hicieron sacar todos los bultos de mano e identificarlos, mirar en cada rincón de los asientos y los altillos del equipaje. Mucho nervio. Y los pasajeros eran más papistas que el papa en eso de revisar y controlar. Los italianos seguían insistiendo en que ellos habían tomado la decisión de bajarse y que se revisaran todas las maletas. Pero eso significaba que el avión no volaba ese día. Un cristo.
Al final, habían pasado más de dos horas y media de follón, regresó el comandante con más policía. Una pareja de policías de investigación se paseó por el avión (quizás mirando los servícios o algo así aunque parecían de lo más tranquilos) y tras un rato salieron del avión y todo comenzó a restaurarse. El capitán dijo dos palabra para tranquilizar a la gente. Era verdad lo que habíamos ido sabiendo. Mencionó que era futbolista de primera división pero no dijo su nombre.
A los italianos los tranquilizaron diciendo que ya se había revisado todo lo revisable y les prometieron que tendrían su avión esperándoles en Madrid. Ellos volaban a Roma y desde allí debían tomar otro para Nápoles. En la negociación querían conseguir que ya los llevaran directamente de Madrid a Nápoles. Las azafatas les decían a todo que sí, supongo que para quitárselos de encima. Y salimos.
El resto de las 12 horas de viajes (ya llevábamos 3 horas parados) fueron normales. Salvo que las azafatas se desesperaban porque los italianos eran incapaces de quedarse sentados en su sillón y llenaban los pasillos, lo que convertía en una epopeya cualquier tipo de movimiento por allí. La comida los relajó un poco aunque echaban pestes de la pasta que les pusieron y del café. Y después de una tarde-noche eterna llegamos a un Madrid colapsado por la niebla. No se veía un carajo. El comandante nos lo avisó pero insistió en que para nuestro avión eso no era tan gran problema. Pero lo fue, porque nos tuvieron más de media hora sobrevolando el aeropuerto para hacer una aproximación más exacta. Vamos que tenía que aterrizar palpando la pista. Pero parecía tranquilo y lo logró.
Nunca he visto salir tan deprisa del avión y ponerse a correr con tanta insistencia. Todos hacia los mostradores de atención al cliente de Iberia porque tenían que cambiar sus vuelos.
Yo tenía 4 horas de intervalo y eso me vino bien. Pero los problemas llegaron de inmediato con la niebla. Muchísimos vuelos cancelados y prácticamente todos con horas retraso. El mío traía dos, así que me armé de paciencia. Dormí un poco, comí, me leí 4 periódicos y ni así llegaba la hora. Al final llegó. Resulta que el avión que volaría a Santiago venía de Mallorca. Desembarcaron y después de la limpieza y recarga del avión nos embarcaron. Finalmente, dije para mí, y me dispuse a dormir. Pero tampoco esa vez sería la buena.
Ya habían cerrado las puertas, ya nos habíamos movido unos metros del finguer y volvimos a oir la voz del capitán: señores tenemos un problema hidraúlico. Vamos a regresar a la puerta para que los técnicos lo arreglen. Espero que no sea mucha cosa. Pero sí era cosa y después de otra media hora de espera nos avisaron de que deberíamos cambiar de avión y nos remitieron a otra puerta. Pero allí no había ningún avión. Así que tuvimos que esperar a que llegara uno, quién sabe de dónde, que bajara la gente (parece mentira lo que nos demoramos en bajar del avión; cuando parece que ya han salido todos, aparece de nuevo alguien tranquilo con su maletica como si ya hubieran comenzado sus vacaciones), que lo limpiaran, lo cargaran de combustible, subieran las maletas, a que viniera la azafata que llegaba de mala leche y sin saber qué era lo que tenía que hacer. Y allí se fue otra hora o más.
Bueno pues subimos, nos sentamos (no sin recelo), se procedió al cierre de puertas y comenzamos a rodar. Ahí me quedé dormido. Me despertó la voz del comandante diciendo que comenzábamos el descenso al aeropuerto de Santiago donde la temperatura era baja, llovía a mares y había rachas de viento fuertes. Un huevo de fuertes, la verdad. Mira que llevo aterrizajes en Santiago, pero nunca había tenido uno como éste. El avión se bamboleaba de un lado al otro. Las oleadas de viento lo hacían inclinarse y temblar. Tampoco se veía nada porque debíamos estar atravesando la nube. Fue un milagro, pero dio con la pista, y aunque se le encabritó un poco al tocar tierra, controló bien el aparato y nos depositó felizmente en tierra. ¡Chapeau!
Habían pasado 27 horas desde que comenzó la aventura. Quizás tenga que replantearme esto de viajar tanto. Me cuesta un dineral en tranquilizantes.

martes, noviembre 16, 2010

Herminio Barreiro

Y en pleno viaje americano me llegó la triste noticia del fallecimiento de Herminio Barreiro. Otro colega y amigo que nos deja. Es terrible esta sensación de transitorio que lo empaña todo. Es como en una de esas películas de terror en las que se va hundiendo el suelo y todo el mundo intenta escapar despavorido. Pues sí, se nos va hundiendo el suelo. Y desespera ver cómo cada vez es gente más próxima a ti la que desaparece, como un terrible augurio de la fragilidad en la que nos encontramos.
Herminio fue durante muchos años el más antiguo y venerado de los profesores que formábamos parte del claustro de nuestra Facultad de Educación en Santiago de Compostela. Pertenecía a aquella generación de grandes pedagogos que se formaron en la Institución Libre de Enseñanza y vivieron de sus esencias. Un pensador, un lider, un enamorador. La gente se enamoraba de él y de sus clases. No me ha extrañado nada ver algunas cartas al director en la prensa gallega de antiguos alumnos suyos. “Foi o prefesor que me aprendeu máis en toda a miña carreira”, decía una exalumna en su carta homenaje. Muchos deben pensar eso. Otros tenemos estudiantes, Herminio tenía alumnos y alumnas fervientes. Era increible cómo conseguía enamorarlos de la Historia de la Educación que él convertía en historias, en detalles, en convicciones. Sabía como nadie combinar ideas políticas, sociales y pedagógicas. Procedente del Partido Comunista de los buenos tiempos y convencido marxista, había ganado, sin embargo, una madurez equilibrada con los años. Mantenía su capacidad de convicción y no renunciaba a su magia populista ni a un cierto estilo anarquista y de relativización de lo convencional, incluidos los estilos académicos clásicos. Eso le hacía grande ante los estudiantes. Llegó a tener más de 400 estudiantes provenientes de todas las carreras porque sabían que sus clases eran atractivas y que no prestaba excesiva atención a los controles y evaluaciones. Probablemente algunos se aprovecharon de ello pero, sin duda, fueron muchos más los que descubrieron con él que la Educación es un campo de estudio muy interesante y que la historia de la educación nos ayuda a entender buena parte de lo que ha sido la historia de la humanidad. Y de lo que puede llegar a ser.
Y si el Herminio profesor fue siempre grande, el Herminio hombre y compañero no le anduvo a la zaga. Llevo más de 30 años en la Universidad de Santiago y en todo ese tiempo jamás presencié un mal tono por su parte, una pelea con alguien, una ruptura o un enfrentamiento personal. Pese a que nuestra Facultad, como otras, es un fácil caldo de cultivo de frustraciones y recelos, de filias y fobias entre compañeros, de episodios que enturbian las relaciones por mucho tiempo, él siempre estuvo por encima de esas pequeñas miserias humanas. Nunca se sintió tentado por crear su grupo de adeptos. Y podría haberlo hecho pues le sobraban méritos y capacidad para ello. Pero él era él. Tenía sus criterios, hacía sus valoraciones, idolatraba su discrecionalidad y la capacidad de poder decir y hacer (o votar) lo que le viniera en gana.
Alto. Guapo, según los comentarios decibles y los indecibles de nuestras estudiantes. Buen conversador. Poeta y escritor de textos enormemente bellos. Hizo sus pinitos como periodista de una columna invitada que procurábamos no perdernos nunca. Encantador de serpientes con ese lenguaje alegre y mordaz que sacaba a relucir cuando lo consideraba preciso. Amigo excelente y mal enemigo (en mis tiempos de decano se convirtió, para mi desesperación, en un aladid de los estudiantes en huelga). Perspicaz y empático, con esa mirada profunda y tierna que te hacía sentir próximo a él. Sabía ponerse en tu lugar y sentir contigo aunque él mismo estuviera en otro frente distinto al tuyo. Buena persona, en suma.
Como vivíamos muy cerca, muchas veces nos cruzábamos. Unas veces de regreso andando a casa desde la Facultad. Entonces podíamos hablar más. Otras veces de paseo por las calles de la ciudad. Él casi siempre agarrado al brazo de su mujer. Entonces nos cruzábamos saludos cortos. Los últimos meses comencé a verlo un poco más triste, más ensimismado. Llegamos a cruzarnos sin que me viera, sin que se le viera con ganas de hablar, pero jamás pensé que estuviera tan mal. Creí que, desde la jubilación como emérito, echaba de menos sus clases y a sus estudiantes. Y quizás fuera eso. Alguien como él, no podía sobrevivir mucho tiempo sin aquello que había sido su fuente de energía, su placer vital.
En fin, amigo Herminio, otra vez nos ha tocado perder al perderte. Tú no creías mucho en estas cosas de la eternidad, pero ahí debes estar disfrutando de ella. Si hay algún lugar reservado a la buena gente, seguro que tú estarás ahí. Disfrutando de ese mirador con perspectivas infinitas, viéndolo todo con la lucidez de quien posee buenos fundamentos, conversando con quienes fueron tus referentes y padrinos. Ojalá sigas siendo en ese otro lado de la vida el mismo Herminio alegre y socarrón, buen gallego (en la mejor expresión del término), buen amigo y excelente profesor. Y a ver si, también ahí, consigues tanto fervor de quienes te escuchen hablar del poder transformador de la Educación. Nosotros hemos perdido a uno de nuestros mejores profesores, de los más queridos por los estudiantes. Pero la historia de la Educación en Galicia ha ganado un nuevo protagonista. Ayer presentaban en la Facultad el Diccionario Galego de Educación. En la próxima edición tendrán que incluir otra entrada que hable de ti. Te lo has merecido de sobra.
Te recordaremos siempre, amigo Herminio.

El Congreso de Lima y sus honores

Después de tantos días de zancandil por tierras americanas necesito ponerme al día, sobre todo porque las emociones han sido intensas. Comenzaré por el Congreso de Lima que ha sido estupendo. Era nuestro VI Congreso Iberoamericano sobre Docencia Universitaria que ésta vez organizábamos desde AIDU en consorcio con la Universidad Católica de Lima. Es verdad que llevamos un año de organización y que el Prof. Uldarico, que lo ha coordinado desde allí, ha sido insistente y minucioso hasta la pesadilla. Ni se sabe cuántos cientos de e-mails nos hemos intercambiado y cuantas consultas y decisiones hemos tenido que ir resolviendo día a día (y noche a noche porque lo suyo es el insomnio, un insomnio hiperactivo). Pero, al final, se ha notado su mano y la del resto de los organizadores que lo han llevado todo con una perfección intachable.
Con todo, quizás no haya sido eso, la pulcritud de la organización, lo que más ha llamado la atención en este Congreso. Lo que más ha calado en la gente ha sido el buen ambiente que ha reinado allí desde el inicio. Mérito mutuo. La gente peruana es de una amabilidad exquisita. Te saludan a cada rato, se interesan por cómo estás, te miran con afecto, te tratan bien. Nunca parecían cansados. Al contrario, los encontrabas siempre dispuestos a resolverte el problema que tuvieras, por muy personal que fuera, por lejos que quedara de sus obligaciones como anfitriones de un Congreso Internacional. Y un poco, también mérito nuestro. Al menos de quienes representábamos a AIDU allí. Felipe Trillo y yo mismo hacemos un tandem atípico pero equilibrado. Y nuestra buena sintonía, incluso cuando parece desafinada, está siempre ahí, serenando los ánimos y creando buen rollito. Los peruanos son cariñosos, pero también los gallegos lo somos. Y ha sido la suma de ambos cariños lo que ha generado un Congreso especialmente sensible y cercano. Y luego ahí están Carlos Moya, un gran conversador y showman permanente; Alicia Rivera con su energía mejicana y dulce; Aurelio Villa, que aunque venía acompañado se ha sentido en su salsa y hasta casi ha logrado hacernos un lavado de cerebro ecológico para que nos liberemos de las piedras que obturan nuestros canalillos a base de ácido málico. En fin, lo hemos pasado muy bien juntos.
Además se nota que hay gente que lleva muchos años acudiendo a los encuentros. Y eso deja poso. Se genera una complicidad alegre y distendida entre los antiguos que se va extendiendo como una valsa de aceite a todos. Acaba notándose mucho en el trato. También es mérito de la gente que traemos y de la gente que se matricula. Todos ellos de una valía intelectual a prueba de tests de resistencia. Y la mayor parte con muchas ganas de disfrutar y sacar el máximo partido a un viaje caro y largo pero muy satisfactorio. Probablemente ha sido el Congreso con el elenco de expertos más amplio y de mayor calidad del que hayamos disfrutado hasta ahora. Y aunque a algunos los hemos tenido medio perjudicados por una gripe traidora que se nos coló en forma de constipados y alergías, todos han dejado el pabellón del Congreso por las nubes. El científico y el de las relaciones humanas. Con gente así merece la pena todo el esfuerzo que lleva la organización de estas cosas.
Bueno, y para guinda, el título pomposo que me dieron al final: la ORDEN AL MÉRITO del Consejo Mundial de Educación (World Council for Curriculum and Instruction). “Por su valiosa contribución a la PAZ MUNDIAL, A LA COMPRENSIÓN ENTRE LOS PUEBLOS Y A LA ELEVACIÓN CULTURAL Y EDUCACIONAL DE LAS NACIONES”. Así se dice en el Diploma que acompaña la medalla. Así que fue una clausura emocionante para mí. Tenía que hablar para cerrar el acto pero no sabía si ponerme a llorar o liarme a abrazos con Horacio Marín, colega chileno, Decano de la Facultad de Educación de la Univ. Mayor de Santiago de Chile y Presidente del capítulo chileno del Consejo Mundial de Educación.
Bueno, está claro que yo no me merezco tamaño reconocimiento y así lo dije. En todo caso, nos lo merecemos conjuntamente la gente de AIDU que en unos pocos años hemos sido capaces de aglutinar a gente muy valiosa de ambos lados del Atlántico creando lazos afectivos e intelectuales entre gente de muchos países iberoamericanos. Pero está bien pasar por estas experiencias. Te eleva la moral, lo que no viene mal en los tiempos difíciles que uno transita. Hace unos pocos años, una revista brasileña me señalaba entre los 20 mejores pedagogos del siglo XX, algo que hace gracia por su desmesura. Estas cosas tienen aspectos positivos y otros negativos. Ya decía Felipe González (y también lo repetí yo en Lima) que “¡Dios nos libre del día del homenaje!” porque se supone que se está anticipando tu final. “Nada de eso, me contestó Horacio, la recibes en tu mejor edad”. Bueno gracias, le dije. Ojalá sea así. Pero está bien. Igual que los infartos, aunque los superes, dejan su huella, esperemos que estas cosas, aunque inmerecidas, signifiquen una nueva inyección de vitalidad y de ganas de seguir haciendo cosas. Que se conviertan en estrellas polares a donde puedas mirar cuando te sientes mal.

jueves, noviembre 04, 2010

La boda de Michel y Elena

Parece que tendría que ser más fácil porque ya estás entrenado, pero no sucede así. Llega el día y te coge igual de inseguro, nervioso y lleno de temores a que haya cosas que no vayan a salir bien. Las bodas son fenómenos abigarrados en los que se juntan demasiadas cosas, muchos detalles. Y todo eso envuelto en las emociones internas, en los roces externos que provocan los preparativos. Estás, a la vez, loco de contento y cabreado, entusiasmado y apático, eficaz e inseguro, con lágrimas en los ojos y la sonrisa puesta para los saludos. Mucha mezcla de cosas. Y menos mal, que en este caso, el más tranquilo era el novio, aunque yo calculo que lo conseguía sólo porque había logrado poner una gran tapadera sobre su volcán interior. Por eso, a veces, como en los pucheros del fuego, cuando las burbujas del herbor levantaban un poco la tapa, se sobraba y chisporroteaba. Pero gracias a su contención todo fue saliendo muy bien y recorrimos las sucesivas etapas sin grandes incidentes ni descomposturas.
Y cuando llegó el día todo estaba a punto. Los invitados ya habían ido llegando el día anterior. De mil lugares. Y ni siquiera eso nos descompuso, aunque había sido uno de los huesos difíciles de roer en la preparación: ¿cómo haríamos para atender todos los frentes?. Pues vaya, resultó fácil, al final.
Curiosamente teníamos menos miedo al día de la boda que a la víspera. Así que tranquilos ya (tampoco había otras alternativas) afrontamos el día con alegría, como decía el anuncio. Las mujeres iniciaron su peregrinar por las peluquerías. Como ya estaba todo preparado la cosa fue sencilla y todo salió bien. Menos el día, claro, que no sólo amenazaba lluvia sino que nos despertó con fuertes chuvascos y todo prometía que no cambiaría en las horas siguientes. Los huevos de Sta. Clara se quedaron un poco cortos a esas horas de la mañana, aunque luego la cosa se fue medio arreglando. Al menos, a ratos. Justo los ratos que nosotros necesitábamos, que no es pequeño milagro.
El fotógrafo llegó a casa a la hora convenida. Venía como un pistolero de los viejos films del oeste. El cinturón lleno de bolsillitos con vete a saber qué cosas. Tres grandes máquinas fotográficas con objetivos inmensos en bandolera, sus gafas negras de “caiga quien caiga” y la pose de ser, sin contestación posible, el más rápido de la banda. Y ahí comenzó todo a alborotarse un poco. No sé qué fotos habrá sacado pero habrá que aplicar una censura preventiva para no verse medio en pelotas en medio del albúm o en algún rincón del facebook. Cuando acabó con nosotros se fue donde la novia y creo que allí se lo pusieron más duro. Pero sobrevivió y creo que tendrá que escoger entre un millón o dos de fotografías que no paró de hacer a lo largo de todo el día.
Llegamos al Ayuntamiento con holgura de tiempo. El novio fue estricto al respecto. De hecho, como llegamos con mucho tiempo, aún estaba allí esperando a entrar la boda anterior a la nuestra. Pero Sta. Clara fue generosa y mantuvo los cielos a raya durante el tiempo de espera. Y como el escenario, la Plaza del Obradoiro es preciosa, la espera no se hizo larga. Fue una buena oportunidad para ir saludando a cuantos iban llegando. Todos guapísimos. Ellas más que ellos, claro. Pero se fue conformando un grupo enorme de gente linda. Gente chic. El novio expectante y mirando por el rabillo del ojo los coches que iban llegando para salir a esperar a la novia. Ella llegó con puntualidad germánica. Luego nos confesó que había estado dando vueltas para hacer tiempo y llegar justo a su hora. Y allí apareció. Preciosa con su traje blanco pálido con mucha doblez y una caída perfecta que no sabría describir. Elena no precisa de grandes adornos para estar elegante. Pero el traje le caía fantástico.
La ceremonia, pese a lo parsimonoso de las bodas civiles, estuvo bien. En lo justo. Y, sobre todo, a gusto de los novios que, al final, es lo que cuenta. Lupe, la concejala y amiga, hizo su papel y les leyó la cartilla de los deberes matrimoniales. Hubo sonrisas cuando dijo aquello de ocuparse ambos de las tareas de la casa. Seguro que muchos de los asistentes ni sabían que una cosa así estaba en el Código civil. Luego vino la ceremonia de las velas según les iba señalando María. Está bien porque tiene mucho significado: los testigos encienden cada uno una vela que se la pasan a los novios y éstos, a su vez, encienden el velón grande que representa su matrimonio. Algo que iluminará en función de la luz y el fuego que aporten cada uno de ellos. Hubo un pequeño lío con las velitas a la hora de encender el círio que no se dejaba prender con facilidad. Un símbolo también eso. Y después las palabritas del padre-suegro. Cortas y sentidas. No es fácil decir algo sensato en esos momentos. O te quedas corto (con los agradecimientos de cortesía) o te pasas (entrando en emociones demasiado personales). Bueno, no estuvo mal. Al final de esta entrada las pongo por si alguien no pudo escucharlas.
Y luego las fotos, los abrazos, las felicitaciones. Y más fotos. Y luego más. Elena estaba agotada. Michel lo llevaba mejor. En el pazo de San Lorenzo nos recibieron las gaitas y unos aperitivos deliciosos en el claustro. Y los salones fastuosos. El principal tenía unos tapices impresionantes y un artesonado que quitaba el hipo. Era como trasladarse a la Edad Media. Si los camareros en lugar de salir en fila de a uno con sus botellas de agua, hubieran aparecido con grandes bandejas y los corderos troceados aquello hubiera parecido uno de los festines que los nobles se permitían. En cualquier caso, la comida fue excelente: bogavante, merluza, solomillo y postre. Lo que tras los apetitosos aperitivos que nos habíamos zampado, constituía todo un exceso. Un buen motivo para bailar después, a ver si se bajaba la cosa.
Y entonces llegó lo mejor del día. Mesa a mesa, con cuidado, manteniendo el suspense y con toda la sensibilidad que la noticia requería, los novios fueron comunicando que esperaban un hijo. En cada mesa por la que pasaban se escuchaban gritos de alegría, aplausos, abrazos. Pero parecía lo normal por la boda. Sólo que no era por eso. No era sólo por eso. Mesa a mesa. Y por salones. Así que acabaron con los postres. Y para entonces ya todo el mundo conocía la buena nueva. Una estupenda sorpresa. En otros tiempos hubiera escandalizado un poco, hoy lo celebramos con orgullo. No se casaban porque Elena estuviera embarazada. Eso sí hubiera sido triste, por forzado. La boda estaba prevista desde Diciembre del año pasado. Y el embarazo fue hace un mes. Y, aunque les va a complicar un poco la vida, es una estupenda noticia.
Hasta la abuela de Elena, con sus ochenta y pico años, se alegró: “¡mira qué bien!, así ya saben que pueden tener hijos”. Y los jóvenes, en general, consideraban ésa, mejor noticia que la propia boda. Para mí también lo fue. Estos hijos nuestros son así. Siguen su propio ritmo. A veces, nos parece un ritmo demasiado acelerado. Pero está bien. Es su ritmo. Y, en cualquier caso, eso va a significar que en Mayo 2011 seré abuelo. A ver si nace el 14, como yo, y es un Tauro y nos comemos el mundo juntos.
En fin, entre la bomba del embarazo, el vídeo de la pareja, los puros de la sobremesa, el baile y los chascarrillos, se nos hicieron las 10 de la noche. Y eso que llevábamos allí desde las 2 de la tarde. Una jornada completa de glotonería y festejo. A lo que hay que sumar la víspera y lo que vendría después. Una gran boda, al fin y al cabo, como ellos se lo merecían. Y pese al susto que dan estas cosas, a las miles de cosas que se acumulan, a las emociones que se arrastran durante meses y que estallan ese día, todo salió bien. Salió magnífico. Y yo acabé la noche de aprendiz de abuelo. Y yo con estos pelos…





PALABRAS DE MIGUEL
5 minutos, me ha dicho Michel. Ése es el tiempo que tienes. Y a ello voy. En 5 minutos, 4 palabras y un pensamiento.
La primera palabra es GRACIAS! Gracias a los amigos y amigas por estar aquí acompañándonos. Algunos habéis venido de lejos, para otros seguro que os costado un fuerte esfuerzo organizarlo todo para disponer de estas fechas. Pero estáis aquí acompañándonos y llenando ese círculo de amistad y cariño que tan importante resulta en estas ceremonias.
La segunda palabra es también GRACIAS!. Gracias a Elena y Michel porque nosotros sabemos bien que casaros es, también, un acto de amor hacia vuestros padres. Hemos vivido con vosotros una larga vida hasta llegar aquí. Ahora habéis decidido formalizar vuestra relación, hacerla pública y convertirla en un compromiso de vida conjunta. Eso nos hace felices. Nos gusta ver que estáis bien, nos gusta ver que os queréis, nos gusta ver que asumís este compromiso de vida conjunta. Es vuestra vida y vuestra decisión, pero sabéis bien que a nosotros nos hace felices. GRACIAS, por todo eso.

La tercera palabra es SUERTE. No sé cómo habrá sido con Elena, pero Michel es de los niños que ha nacido con suerte o con un ángel de la guarda omnipotente. Le mordió un mono en el Zoo de Madrid, se cayó de un segundo piso, salió ileso de varios accidentes de tráfico, se cascó la rodilla haciendo snowboard. Y aquí está iniciando una nueva aventura El otro día el defensor del menor decía, citando a su esposa, que hay niños redondos y niños cuadrados. A los redondos basta darles un empujoncito para que vayan progresando por sí solos. Se comen el mundo. Con los cuadrados cada paso adelante cuesta un esfuerzo ímprobo. Michel es uno de esos niños redondos que ha ido siendo feliz y contagiando felicidad en cada etapa de su vida. Calculo que Elena también es así. Pues eso, toda la suerte que habéis tenido hasta ahora la necesitareis en el futuro. Casarse hoy en día es un acto de valentía, una apuesta al futuro, un desafío a los augurios. Para muchos jóvenes los papeles son un lastre que poco aportan a la relación. Quizás sea cierto, pero decir sí quiero ante la comunidad tiene ese plus de compromiso, de superación de las dudas e incertidumbres con que nos agobia el futuro. “Buen camino” se dicen los peregrinos a Santiago cuando se cruzan en la ruta. Pues eso, mucha suerte y “buen camino” en esta historia que ahora iniciáis.

La cuarta palabra es SENTIDIÑO, una expresión bien gallega. Sentidiño significa saber estar, ser inteligente, ser paciente, aceptar los acontecimientos con una cierta holgura, como los rascacielos chilenos soportan los terremotos: te cimbreas, crujes, pero al final sigues ahí igual de erguido y vital. “El amor no es suficiente para construir un matrimonio”, le decía Meryl Streep a su hijo en “Secretos compartidos”. Necesario pero no suficiente. La vida en pareja es complicada, la familia, todavía más. Necesitamos compartir espacios, transformarnos para adaptarnos al otro, acoplarnos para que no salten chispas. Pero necesitamos, también, mantener nuestros propios espacios, sentir que seguimos siendo nosotros mismos, que no nos hemos perdido en el otro, por culpa del otro. Gardner, psicólogo de Harvard, hablaba de las inteligencias múltiples. Él identifica 7. Los casados precisamos de 8. La octava tiene que ver con esa capacidad de saber formar pareja sin dejar de ser uno mismo.

Y finalmente, un pensamiento. Creo que es Galeano quien se refiere al matrimonio como “ese viaje con más náufragos que navegantes”. Pero es un pensamiento triste. Tiene razón José Antonio Marina cuando se queja del pesimismo con que muchas personas afrontan su vida en pareja. Escribe José Antonio Marina que “El modelo de un amor feliz y duradero nos sigue pareciendo deseable, pero cunde la idea de que no es posible por lo que es mejor no hacerse ilusiones y no aspirar a grandes cosas. Se vive, pues, en una decepción suave, a la defensiva. Desengañados sin haber sido engañados previamente, escarmentados en cabeza ajena. Hay un monopolio de historias de decepción y convendría recuperar la narrativa del éxito amoroso, porque también la hay”. Claro que las hay. Muchos hemos vivido esa experiencia de éxito y nos sentimos felices con ello. Las cosas pueden salir mal, por supuesto. Pero pueden salir bien, sólo que para que eso suceda hay que echarle mucha ilusión. Y algo de convencimiento. Pero sale. Y merece la pena.

Un beso muy fuerte a ambos.
Muchas gracias a todos y todas por estar aquí. Ni os imagináis lo importante que es para nosotros.