jueves, marzo 26, 2020

LA RISA





Estos son días de tristeza global. Días de esos en los que poco a poco todo se destempla y el desasosiego nos va inundando como esa lluvia intensa e incesante que va ahogando la esperanza de que la buena fortuna hiciera un milagro que alterara el avance natural del desastre. En este tiempo, que es una especie de no-tiempo en el que lo único que tienes que hacer es esperar que el tiempo vaya pasando, todo parece gris oscuro, muy oscuro. Todo menos la risa.
Ayer oí en la radio una frase que me encantó. La risa, decía el entrevistado, te mete en la vida. Eso es, pensé. Estos días oscuros escuchas algo gracioso y es como esas apariciones del sol en días nublados. Pasan, una tras otra, las nubes que ocultan el sol y, de pronto, aparece un hueco en el firmamento y el sol vuelve a iluminarlo todo. Algo parecido a lo que han venido haciendo esos whatsapp graciosos que han ido apareciendo en nuestros teléfonos. Unos con más gracia que otros, claro, pero siempre con esa posibilidad de romper un poco la preocupación, de mirar hacia otro lado, de no pensar, de reírte.

Ese efecto terapeútico de las bromas me ha parecido siempre muy importante. Recuerdo que tras el fallecimiento de mi padre, al volver del entierro a casa quedamos todos exhaustos en la cocina de casa: mi madre (que no había querido ir por sentirse mal), mis hermanos y sobrinos; éramos bastantes. Todos con los ojos llorosos y seguramente cada uno con ganas de quedarse solo y dejar de mantener el tipo. Momentos difíciles para mantener una conversación, pero no sé cómo, poco a poco (mérito, sobre todo, de los jóvenes) alguien hizo algún comentario gracioso y no solo sonreímos; y las anécdotas surgieron y empezamos a relajarnos e incluso surgieron algunas risas. Mucho mejor eso que seguir en la pesadumbre. Estoy seguro que no hubiéramos podido hacerle un regalo mejor a papá, él que disfrutaba como un crio con todo lo que fuera gracioso, tanto daba si el chiste era bueno o no (le encantaban las películas de Paco Martínez Soria que las repitió cientos de veces y siempre se reía y disfrutaba con ellas). En fin, la risa como bálsamo que estos días ha sido como un ungüento para suavizar la desazón de las noticias y de las cifras.
Afortunadamente, cada día hemos ido recibiendo decenas (y sí, decenas, en sentido literal) de vídeos e imágenes graciosas e imaginativas. Imágenes y vídeos que inmediatamente reenviábamos a todos nuestros contactos. A todos, incluso a los que nos lo habían mandado. Esto funciona como el propio coronavirus, cada uno va contactando con muchos otros y así todo se expande. Resulta gracioso ver que aquel mensaje con respecto al que tú creías estar en el comienzo de la cadena, ya lo conocía todo quisque. Y otros que enviabas tú, te volvían a ti al cabo de vete a saber cuántos reenvíos en cadena. El mundo virtual es circular, desde luego. Y todo se multiplica, se clonifica (que me digan a mí estos días que trato de ordenar los archivos de mi ordenador y me encuentro con que cada archivo lo tengo repetido decenas de veces, a veces con nombres distintos: un caos).

Comenzó alegrándome el aislamiento aquella imagen del “A San Fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro dándonos su bendición”. Lo reenvié a los amigos con la coletilla de “ni siquiera hay que cambiarle la letra”.  También estuvo bien aquel otro que decía que “la aplicación que me mide los pasos diarios me pregunta si me han secuestrado”. O las varias que describían la posibilidad de organizar una tournée por el piso. Pero la mejor, sin duda, tras tal cúmulo de información sobre el coronavirus es aquella otra que decía “en un país donde cada noche vieja nos explican cómo comer las uvas, que entendamos lo del coronavirus pinta chungo”. Y luego están los millones de videos que han ido llegando, duplicados, triplicados. Habrá que hacer una limpieza exhaustiva del móvil.


En fin, gracias a dios, tenemos el humor y la simpatía como acompañantes durante estos largos días de encierro. Es lo que hace que, al final, no estemos solos. La presencia de los otros se hace constante, masiva, atrapadora. A algunos se les hará hasta agobiante. Este es un encierro abierto, un oxímoron. Pero con todo ello, estoy convencido de que la gente solo quiere ayudarse y ayudarnos. Necesitamos sentir que nuestros amigos y conocidos están ahí, al otro lado de un whatsapp o un mensaje. Necesitamos saber que nos siguen, que nos contestan, que comparten con nosotros lo que ellos mismos van recibiendo. Y así, mensaje tras mensaje construimos esas redes que traen información y trangalladas, pero, sobre todo, lo que traen es una presencia virtual que acompaña. Y si los mensajes, o lo que sea, son simpáticos y te hacen sonreir, pues es siempre un alivio. Y si te ríes, pues es un chute de endorfinas que te alegrará el día.

La risa también va unida, generalmente, a la generosidad, al deseo de alegrar y animar. Animar a los otros porque, como decía el maestro a su discípulo, ésa es la mejor forma de animarse a sí mismo. Por eso, renglón aparte merecen esos otros mensajes-vídeos-canciones que te emocionan. Estos días que estamos con las emociones a flor de piel han sido muchos los mensajes que te ponen al borde del llanto. Los hay de desesperanza (algunos sanitarios que cuentan su desesperación) pero, los más, son de ánimo y esperanza. Los italianos lo han sabido utilizar muy bien. Me han emocionado los vídeos en que la aviación italiana anima a sus compatriotas. El grito de “all’alba vincerò”, la imagen del “andrà bene”, la canzonetta del “faciamo finta che…”, son la mejor expresión de ese corazón y esa sensibilidad enorme de la gente italiana.
En fin, volviendo al inicio, la risa nos mete en la vida, en todo lo que la vida tiene de humano. Bendita sea la risa cuando todo a nuestro alrededor provoca angustia y pena. Aquí teneis un buen ejemplo:


sábado, marzo 21, 2020

7º DÍA DE ENCIERRO- Ajustando cuentas con el cerebro



Hace solo una semana, sábado 14, estábamos cruzando media España en un Skoda Octavia alquilado intentando llegar a Santiago antes de que el Gobierno decretara el aislamiento completo en casa. O sea, llevamos una semanita de enclaustramiento y se empiezan a notar los efectos deletéreos del encierro. Yo acabo de tener un buen encontronazo con mi cerebro porque ha entrado en un estado de abulia que me está empezando a preocupar.
Empezó a bajar el ritmo al final del verano con motivo de la jubilación, pero se lo perdoné suponiendo que también a él le había afectado la cosa esta de dejar el trabajo después de tantos años. Aunque se podía pensar (y es lo que la gente acostumbra decir) que lo que venía con la jubilación iba a ser mejor y más relajado que lo que había vivido hasta ahora, siempre lo nuevo asusta un poco. Pensé para mí que bueno, que también el cerebro estaba pasando por una crisis, pero que en cuanto se adaptara a la nueva situación, también él volvería a su ritmo habitual. Creo que en parte lo consiguió. Aunque achacoso (los años no pasan en balde para nadie ni nada), lo vi coger cierto ritmo en los viajes que me tocó hacer a Lisboa, a Coimbra, a Cuba o México. Se le notaba inquieto, más lento que de costumbre, menos brillante, pero, de todas maneras, conseguía cumplir mal que bien su función. En Cuba hasta llegó a emocionarme al ver que era capaz de organizarlo todo para que el resto del organismo se pusiera las pilas y saliera a andar a las 7 de cada mañana y con un sol ya intenso a esas horas. Le costaba conseguirlo y tenía que pelearse a brazo partido con cada órgano del cuerpo, pero, oye, al final lo conseguía.
Pero lo que ha debido destrozarlo del todo es este encierro sobrevenido. Y ahora lo veo errante, sin energía, dejando que el tiempo pase. En fin, desaparecido. Y claro, si el cerebro que es el motor de todo el tinglado, no ejerce su liderazgo, todo lo demás se pone en modo “fuera de servicio”. Y la consecuencia es nefasta: ni ando, ni leo, ni estudio, ni avanzo en las cosas que inicio. Me he quedado en puro stand by a la espera de no sé estímulo, o empujón o golpe que me haga reaccionar. Y solo estamos en la primera semana. Si esto sigue así, el desbarajuste que se me viene encima puede llegar a ser mayúsculo.
Así que he decidido tomar cartas en el asunto y llamarle al orden. “Oye tío, esto no puede seguir así. Entiendo que estés en crisis y un poco desbordado por los acontecimientos, pero tú no eres así. Esta galbana que te ha entrado, este no tener ganas de nada, esto nos va a matar”. Me ha mirado con una mirada extraña, no estoy seguro si queriendo expresar su sorpresa o, simplemente, aceptando resignadamente que las cosas eran así pero que él no podía hacer más. Esperé que dijera algo, que se excusara, que prometiera que las cosas iban a cambiar, pero nada. No dijo nada. Se quedó callado mirando al vacío. “Ves, le insistí, esto es lo que pasa, que no reaccionas, no tienes energía, es como si renunciaras a plantar batalla a sea lo que sea lo que te pasa”. Siguió en un silencio desesperante, pero no era de desafío, de que quisiera llevarme la contraria o negar lo que le decía. Me dio la impresión de que también él era muy consciente de cuál era la situación pero que se sentía atrapado en ella, sin respuestas. Temí lo peor: “oye, amigo, no estarás tú también contagiado del virus, no me jodas…”. Una sonrisita forzada pareció negar esa posibilidad y él habló, no, qué va, esto ya viene de antes del virus, de mucho antes. “¿Qué es ese ‘esto’?, le pregunté. Pues eso que me reprochas, la desgana, la falta de energía, el vivir de las reservas. “¿Te duele algo, te sientes mal?”, seguí preguntando. No es un dolor que se pueda localizar, me dijo, es un malestar, una desazón genérica que se te mete dentro, como ese frío húmedo gallego que se cuela en los huesos y te deja aterido. “¡Coño!, me salió del alma, pues algo tenemos que hacer porque van pasando los días y eso no puede seguir así”.

Sentí un poco de lástima, pero mi queja siguió adelante. “Tío, esto no puede seguir así. Para qué quiero un cerebro si no me sirve para movilizar todo el resto del cuerpo. Consumes mucha energía que luego no me beneficia nada”. Ya, reconoció él, qué más quisiera yo que poder estar a pleno rendimiento, pero están siendo muchos cambios y cambios muy intensos y estoy perdido y un poco desfondado. A veces me he planteado, siguió con su perorata, que quizás tenga que tocar fondo para desde ahí comenzar nuevamente a resurgir, pero este vaivén constante de subidas y bajadas en la zona baja del ánimo me está matando. “La cosa es, le recriminé, que es ahora cuando más te necesitamos y tú no sales de tu marasmo; dependemos de ti y ahí estás tú lloriqueando con tus propias incertidumbres. Esto tiene que cambiar”. Ojalá,  fue lo que dijo, como indicando que también a él le gustaría.
Y ahí quedó la cosa. No tengo ni puñetera idea de si mi cerebro va ser capaz de salir de su desidia ni qué va a proponer en caso de que lo logre, pero la cosa no puede continuar así. Están pasando los días y sigo aquí sin ánimo de nada, salvo pijaditas para entretener el tiempo y dejar que un día suceda a otro día. Va a acabar esta cuarentena forzada, con la cantidad de posibilidades que nos ofrecía, y nos va a encontrar con que no he hecho nada de sustancia. Comencé el encierro pensando que lo aprovecharía para escribir un libro que venía aplazando y ha pasado ya una semana en la que lo único que he hecho ha sido ordenar algunos archivos del ordenador. Me deprime solo pensarlo. Y mi puñetero cerebro ahí, viviendo de la sopa boba y dejando que nos vayamos hundiendo poco a poco en la nada (tocar fondo, dice el cabrón).  Me está pasando lo que a Groucho Marx, que he llegado a un momento en el que hasta mis debilidades son más fuertes que yo.

jueves, marzo 19, 2020

ARRESTO DOMICILIARIO, QUINTO DÍA



Y van pasando los días del encierro. El nuestro comenzó el 15, así que hoy 19 hacemos el quinto día. Y aquí estamos, en una especie de sopor (léase atontamiento) adaptativo, como tratando de acostumbrarse al territorio mermado de nuestra casa.
Todo lo que está pasando es una experiencia novedosa. Muy a contracorriente de lo que estamos acostumbrados a hacer. Quizás por eso cuesta tanto la adaptación. El arresto domiciliario nos ha privado de dos necesidades básicas para muchos de nosotros: la autonomía (el que puedas decidir qué haces) y el aire libre. En mi caso que me paso la vida viajando por América, cuando llego al hotel, lo primero que hago siempre es dejar las cosas en el cuarto y salir a pasear para no deprimirme. Llego agotado después de más de 20 horas de viaje, pero sé que si me quedo en el hotel a descansar se me cae el alma a los pies y me desmorono. Así que salgo, aunque solo sea, por seguridad, a dar la vuelta a la manzana y respirar. Así que quedarme en casa sin poder salir, aunque sea la casa de uno, me está costando bastante. Y supongo que a todos nos pasa un poco lo mismo.
Pero he de reconocer que, por otra parte, tampoco es tan dramático. Uno se puede acostumbrar a este ritmo cansino y sin compromisos. Te levantas cuando te peta (total, va a ser más o menos a la misma hora de siempre); desayunas tranquilo sin el agobio de salir corriendo al trabajo; te vas a tu ordenador para hacer quién sabe qué; te sientas y te levantas a voluntad; y, así, casi sin notarlo, va pasando el tiempo. Luego preparar la comida, la siestecilla y vuelta al vaivén del ordenador y las pequeñas cosas del atardecer. No es que resulte emocionante, pero tampoco es que te tengas que estresar.
Lo peor del encierro es, desde luego, el motivo por el que estamos en él. Motivo indefinido y ajeno al inicio (había que prevenir que los contagios se extendieran), pero que poco a poco se ha ido llenando de ansiedad y miedo (evitar que nosotros nos contagiemos y tengamos que acudir a un hospital desbordado con serio riesgo para nuestra vida). Hemos hecho nuestro el peligro, podemos ser una de las muchas víctimas que aún quedan por producirse. La situación es grave y estamos muy involucrados en ella. Y los que tenemos la edad que tenemos, pues aún más porque somos grupo de riesgo y grupo marginal (de esos que, en igualdad de condiciones con otros más jóvenes, seremos descartados a la hora de acceder a un respirador). Chungo!
Lo mejor de estos días de agobio es que, como sucede siempre, en las situaciones complejas aparece lo mejor de nosotros. Lo mejor de la mucha gente buena que tenemos a nuestro alrededor. Las dinámicas políticas de los últimos tiempos han exacerbado tanto las diferencias, los desacuerdos, los odios, que han provocado una desconfianza generalizada respecto a los otros. Cada quien agarrado a su bandera ha dibujado a los otros de forma perversa como enemigos, como malas personas, como carentes de valores. Y resulta que no, que hay mucha buena gente. Que todos podemos coincidir en el aprecio mutuo cuando lo que nos estamos jugando es algo tan serio como la vida. Siempre queda algún descerebrado que se aprovecha del mal ajeno, pero no son tantos. Y así, en medio del fragor mediático del coronavirus han ido apareciendo momentos emocionantes de apoyo mutuo, de comunión y compasión con los otros.

A mí me emocionan cada noche los aplausos a los sanitarios. Me emocionan las noticias de la gente que se ofrece a ayudar a quienes viven solos y precisan de ayuda. Me emocionan los pequeños y grandes empresarios que ofrecen su apoyo y se ponen a disposición de las autoridades para lo que puedan aportar. Quizás sea un ingenuo que ve solo lo bueno y no sabe distinguir las malas artes de muchos. Es probable, pero la verdad es que lo que siento a mi alrededor es que tras estos días de encierro la gente comienza a plantearse no lo jodida que está sino qué podríamos hacer para encarar positivamente la situación, para ser proactivos y útiles para la gente que lo está pasando mal. Han bastado unos pocos días para que empiecen a correr correos y whatsapps sugiriendo iniciativas para ayudar a los demás: cadenas telefónicas para llamar a quienes están solos; música y canciones en los balcones para animarnos, textos de análisis que ayuden a entender mejor la situación; ayuda domiciliaria a estudiantes que han de trabajar desde su casa; voluntariado de diverso tipo. La dinámica cotidiana de la vida nos fuerza a una supervivencia autoreferida y eso nos hace parecer egocéntricos y muy preocupados cada uno por lo suyo (“aquí cada uno va a lo suyo, menos yo que voy a lo mío”, decía con gracia un candidato a rector). Pero llegan momentos como este y va apareciendo esa otra dimensión de comunidad, esos rescoldos aún vivos de sentido colectivo y fraterno con los demás. En fin, la buena gente que somos. 

Buenos y, a la vez, creativos. Es fantástico ver cómo la gente va afrontando el encierro y buscando soluciones creativas a las necesidades que el encierro provoca. Los cientos de whatsapp que estamos recibiendo estos días son la punta de ese iceberg de originalidad que la gente posee. Hace unos días, mi nieta Iria cumplía sus 6 años. Una fecha que ella había esperado con enorme ansiedad esperando la fiesta que celebraría con sus amiguitas. Y todo se frustró. Con enorme desespero la niña aceptó que no podría reunirse con sus amigas porque no se podía salir de casa. Y así amaneció el día de su cumple, entre alegre por la fecha, sus nuevos 6 años y los regalos, pero triste por no poder celebrarlo. Pero luego se acercó al balcón y se encontró que sus amigas (las que vivían en su misma manzana) habían colgado grandes carteles en los balcones de sus casas en los que la felicitaban. Me emocioné cuando me lo contaron.
En definitiva, vamos por el quinto día y esto tiene pinta de que se va a alargar. Poco a poco iremos estableciendo nuestras rutinas y nos acostumbraremos a esta reclusión domiciliaria. Aprenderemos a aburrirnos y a entretenernos. Podremos experimentar eso que llaman la slow life, es decir vida lenta,  pero el movimiento slow no significa ser vago y trabajar poco. Significa tomarse la vida de otra manera, lejos de la prisa que envuelve nuestro día a día. Significa disfrutar de cada acción, de cada momento y de cada persona” (https://efectogreen.com/que-es-el-movimiento-slow). Pues eso.