sábado, marzo 14, 2020

Y LLEGÓ EL CORONAVIRUS.



Primero parecía que era una cosa rara que les había pasado a los chinos. Viven allí una vida tan especial, son tantos, llevan una existencia tan intensa que cosas de esas tenían que pasarles a ellos. Nos extrañó, pero menos. Cualquier cosa es posible en China, el país donde todo es exagerado. Y exagerados fueron tanto el problema (una gripe jodida, decían por aquí) como la solución: cientos de infectados que aumentaban exponencialmente, hospitales construidos en 10 días, miles de médicos contratados, remedios tajantes de clausura de ciudades. Todo radical. Y durante semanas lo miramos con curiosidad y asombro, pero como algo lejano y ajeno. Éramos como esos paseantes que miran curiosos la riada desde el puente, asombrándose de la fuerza del agua, pero sin pensar que esa noche o la próxima el río se desbordará y arrasará con todas sus pertenencias.
Y así ha sido. Ya llevaba días rondándonos. Primero fue Italia. Y como eso nos coge más cerca (a nosotros, incluso muy cerca), la cosa empezó a preocuparnos. Hubo chistes y sonrisas de esas que permiten dar salida a la ansiedad que ya empezaba a dibujarse: “Qui a Milano stiamo asagerando”, se decía junto a un cuadro de la última cena de Da Vinci de la que se habían ido todos los comensales. Luego los primeros casos en España, sobre todo de gente que venía de Italia. Y poco a poco, la mancha de aceite fue agrandándose con situaciones cada vez más complicadas: Torrejón, Haro, Igualada. Pero, ni siquiera entonces, nos lo tomamos demasiado en serio, aunque la cosa pintaba chungo. Era como una tarde con nubes negras anunciando tormenta. Siempre tienes la esperanza de que la cosa no vaya a más, pero temes lo peor.

Nosotros teníamos previsto un viaje a Barcelona para el día 11. Íbamos a pasar unos días con mi hermano Santi en L’Atmella de Mar y a celebrar los cumples de hijo y nieta en Molíns de Rei. El gobierno había recomendado que no se viajara si no era necesario y eso comenzó a preocuparnos. Nos agobiaba perder el viaje y las onomásticas familiares, todo planeado desde hace mucho tiempo. Pero tampoco nos parecía prudente salir de casa tal como iban las cosas. De hecho, las noches anteriores apenas pudimos dormir preocupados. Y finalmente decidimos suspender el viaje. Solo que el día 10, yo salí de casa pronto porque tenía que recoger unas recetas en el ambulatorio y vi la gente tan tranquila, cada quien yendo a su trabajo, o de compras o haciendo lo suyo que me pareció que nos habíamos rendido demasiado pronto y que era peor el miedo que el propio virus. Así que inmediatamente escribí un whatsapp a mi mujer diciéndole que debíamos mantener nuestros planes y, al volver a casa, me encontré con que también ella había llegado a la misma conclusión tras llamar a nuestro hijo médico (el del cumpleaños). Pues nada, pasó el día y la noche; madrugamos el día 11 y tomamos nuestro vuelo a Barcelona. Todo perfecto.
En Barcelona estaba mi hermano esperándonos con su coche. Calçotada en Molins con Michel para comer, visita rápida a nuera y nietas al salir del cole y marcha a l’Atmella. Era miércoles por la tarde. Nuestro plan era volvernos a reunir el domingo 15 en una playa intermedia para celebrar el cumple de Michel y volver a Molins el martes 17 para el cumple de Sabela. Llegamos bien, hicimos una cena de recibimiento tranquila, y una sobremesa agradable. Y empezaron a sonar algunas noticias preocupantes. Igualada empeoraba, los colegios iban a cerrar, los supermercados estaban asolados. Chungo!. El jueves fue un día tranquilo con arreglo de jardín y paseo por la zona incluido. Pero las noticias iban agravándose: cierre de colegios y universidades, control de entrada y salida en Igualada… Chungo, chungo! Nos preguntábamos que debíamos hacer. Y nuestros dilemas cambiaban constantemente de polo. Te llamaba una hija y te decía que volvieras. Te llamaba otro hijo y te decía que te quedaras allí, que dónde mejor que en una urbanización donde en esta época del año no te cruzas con nadie. Empezaba a sonar la idea de la cuarentena. Los contagios aumentaban a un ritmo exponencial y el mismo camino seguía nuestro nivel de estrés. La televisión no hablaba de otra cosa y nosotros tampoco. Apenas dormimos esa noche y al levantarnos decidimos, sin unanimidad, que nos volveríamos a casa el sábado. A tomar por el saco todas las previsiones, las pequeñas vacaciones fraternales, los cumpleaños de hijo y nieta, los billetes de regreso (tendría que sustituirlo por el alquiler de un coche para llegar a Santiago: mil y pico kilómetros). Todo el tinglado se nos vino abajo. Cuando se lo comentamos a nuestro hijo nos dijo que no podía ser y que se acercaban ellos a l’Atmella ese mismo viernes para hacer juntos una merienda cena que sirviera de celebración anticipada. Nos pareció estupendo, aunque con cierto recelo por tener que madrugar al día siguiente para regresar a casa.
A las 6 de la tarde llegaron las nietas y sus padres. Como ya conocían la casa les fue fácil. Fueron unas horas apacibles, aunque con la mosca detrás de la oreja siempre y sin poder salir del monotema vírico. A las 8 nos pusimos a cenar y celebrar los cumples de padre e hija y cuando ya estábamos concluyendo cayó la bomba: un whatsapp anunció a nuestra nuera que Torra iba a pronunciar un mensaje anunciando que se cerraba Cataluña y que no se podría ni entrar ni salir. Fue como un trueno ensordecedor y una riada de nervios nos anegó a todos. Ellos se fueron a toda prisa y nosotros tras escuchar a Torra, decidimos, sobre la marcha, que salíamos esa misma noche, sin esperar al día siguiente, para que la medida del cierre no nos encontrara dentro de Cataluña. Mi hermano fue a repostar gasolina y nosotros nos pusimos a recogerlo todo como locos: fregar platos y utensilios de la cena de los 9; recoger las habitaciones, retirarlo todo del jardín, preparar las maletas, retirar y disponer para llevárnosla toda la comida prevista para los días siguientes. ¡Hay que ver la energía que dan los nervios! En hora y pico teníamos ya todo recogido. Mi hermano regresó diciendo que todas las gasolineras del entorno estaban cerradas pero que podríamos llegar a Zaragoza (ése era el plan: salir de Cataluña antes de media noche y llegar a Zaragoza, pasar allí la noche en el piso de su hijo y seguir el viaje al día siguiente, ellos para Tafalla, nosotros para Santiago de Compostela).
A las 10 y pico de la noche comenzó nuestra huida desde l’Atmella. En Hospitalet del Infant dejamos la autopista para tomar una carretera interior que nos llevara hacia Aragón. La noche estaba tranquila y la carretera prácticamente sin tráfico. Yo no conocía esa ruta y el viaje aún dio para observar entre sombras paisajes preciosos, castillos iluminados, iglesias que lucían como estandartes. Hubiera sido interesante disfrutar de aquellos pueblos de día (Benisanet, Mora de Ebro, Caseres, Valjunquera…). Pero lo nuestro era salir cuanto antes de Cataluña, hacerlo antes de que diera la medianoche y pudieran cerrarnos la salida. Lo conseguimos justito, aunque en honor a la verdad ni vimos policía en el camino, ni tuvimos en ningún momento la sensación de que pudiera tomarse alguna medida de ese tipo de forma rápida. De todas formas, entrar en Aragón fue como un suspiro de tranquilidad. Aún quedaba mucho para llegar a Zaragoza, pero ya estábamos en zona segura (hay que ver cómo nos va entrando en el cuerpo esa sensación de alejamiento de Cataluña, de sentirse ajenos; esa paulatina construcción de una frontera emocional y casi física).
Llegamos a Zaragoza a la una de la madrugada. La encontramos enorme y vacía. Su hijo, nuestro sobrino Mikel nos estaba esperando. Generoso como siempre, no solo nos acogió en su casa, sino que nos dejó lo mejor que tenía para que descansáramos y se fue él a dormir al sofá. Dormimos bien, aunque pronto llegó la mañana. Tuvimos suerte de encontrar una cafetería próxima que nos sirviera el desayuno (estaban esperando y deseando el aviso de cierre) y, ya repuestas las fuerzas, iniciamos la segunda etapa de nuestra huida a casa. Nos acercaron al aeropuerto, tomamos el coche alquilado, nos despedimos tras esas minivacaciones frustradas, y comenzó nuestro regreso. 
Un largo viaje de nuevo: 850 kms de autopista. Siete horas largas de camino. Y, la verdad, se hizo suave. Es un camino bien conocido, apenas había tráfico y, ya en territorio amigo, nos lo tomamos con calma. Acostumbrado como estoy a fijar la velocidad del coche en 123 o 124 kms por hora, conducir el Skoda Octavia que traía sin ese recurso me dio algunos sustos. Te distraes y el coche se pone en los 150-160 Kms. sin que te des cuenta. Veremos si no recibo alguna sorpresa en forma de multa…
Pudimos tomar algún café de camino, aunque siempre con fuertes protestas de las camareras de las cafeterías de las gasolineras que querían cerrar. No paramos a comer (lo resolvimos con un bocadillo) y llegamos al aeropuerto a las 4,30 de la tarde. Dejamos el coche y tomamos un taxi como si estuviéramos llegando de un vuelo normal. A las 5 de la tarde en casa.
Nos animamos a iniciar este viaje porque Santiago seguía vivo, la gente por la calle, los comercios abiertos, todo funcionando. Al llegar, todo está cerrado. No se ve un alma y se tiene la sensación de que también aquí se ha producido ese proceso de concienciación del peligro. No sé si lo hacemos por convencimiento, por miedo al virus o a las multas por contravenir las prohibiciones. Pero ya estamos en ello. Ya estamos en modo “alarma”. Todos en la trinchera y procurando que se nos vea lo menos posible, no nos vaya a dar a nosotros el disparo enemigo.

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