domingo, diciembre 18, 2011

UN MÉTODO PELIGROSO

Antes de que perdiéramos definitivamente la posibilidad de verla en una buena sala de cine hemos ido a ver UN MÉTODO PELIGROSO de Cronenberg. No hace mucho que la estrenaron, pero en algunos cines ya la eliminaron de la cartelera y en otros la van arrinconando a horarios menos apetecibles. Siendo los dos psicólogos, parecía lógico que no la dejáramos pasar.

Y tras verla, la verdad, no sé muy bien qué decir. Pertenece a ese género de cine-teatro en el que unos pocos actores, casi siempre en interiores desarrollan acciones parsimoniosas pero con diálogos intensos. Películas de mucho primer plano, de estar atentos a los gestos, a la decoración, a la iluminación y, sobre todo, al diálogo. Como no te involucres pronto en la historia o te sorprenda la dinámica del intercambio entre los actores corres serio riesgo de acabar cabeceando. Ese riesgo se corre en este método peligroso.

La historia de la película se refiere a la supuesta relación ambivalente entre los padres del psicoanálisis Freud y Jung. Aparece, para completar el triangulo otra pionera, Sabina Spielrein, que no solía aparecer en nuestros manuales de psicoanálisis. Pero así, al socaire del triángulo se puede ir analizando algunos de los principios básicos en los que se sustentaba la teoría psicoanalítica: la construcción del yo (como espacio de mediación entre las pulsiones y la moral del deber ser); la sexualidad como motor de la vida; el sentido de culpa; el papel de los sueños; la muerte del padre; el autoconocimiento y la curación a través de la “terapia de la palabra”. Todo muy ortodoxo, aunque excesivamente académico para quienes van al cine con otros propósitos. Tal como allí aparecen, y aunque en realidad sí son los problemas básicos de la vida de las personas, se parecen poco a los que nos toca afrontar en el día a día. Todo resulta muy correcto, incluso las pasiones se racionalizan y acaban pareciendo más actividades terapéuticas que golfería. Menos mal que aparece como contrapunto un psiquíatra medio jamado que rompe esa normalidad de nevera y es capaz de situarse en lo políticamente incorrecto.

Por lo demás, la película es de una hechura impecable. Es probable que se precise una segunda o tercera visión para ser capaces de identificar todos los detalles y significados que Cronenberg pretende transmitir en cada plano. Los actores demuestran la maestría de los buenos actores capaces de mantener el peso de una acción lenta y con mucho de interiorismo (y no solo en lo que se refiere a los espacios sino, también,  en lo que se tiene que ver con las temáticas que se abordan). Fassbender hace de Jung y lo representa como una persona estirada y con escasos recursos expresivos. Siempre impecable, con una imagen de austríaco finolis al que no se le mueve una pestaña ni se le dibuja una arruga tanto da que esté psicoanalizando o psicoanalizándose, que esté acariciando a su esposa o echando un polvo con la amante. Todo lo contrario de Keira Knightley que hace una Sabina Spielrein demasiado exagerada en sus gestos de loca inicial. En cambio, el Freud que representa Viggo Mortensen resulta más semejante a la imagen que uno se ha hecho de él (incluso por el gran parecido que han logrado entre su imagen y la que siempre hemos conocido de Freud), aunque cuesta creer que fuera tan equilibrado, tan consciente de la necesidad de ser políticamente correcto para no dañar la aceptación de sus teorías, tan resignado al hecho de que ser judío fuera un hándicap que le obligaba a ser prudente y le condenaba a no ser nunca aceptado del todo en el ambiente centroeuropeo. Para alguien tan rupturista en las ideas y procedimientos relacionados con su profesión suena a raro que fuera tan controlado en esa dimensión social. Pero puede ser. Ya lo discutiré con mis amigos psicoanalistas. Y el 4º en discordia, un Vincent Cassel que hace de psiquíatra heterodoxo y que hace entrar un poco de aire fresco en la historia. Nunca pases delante de un oasis sin pararte a beber”, le dice al estirado (solo mentalmente, porque en la vida es como los demás) Jung. Y la otra frase a recordar es la del propio Jung: “A veces hay que hacer algo imperdonable para poder seguir existiendo”. Nada más cierto. La otra opción es demasiado lineal y aburrida (a parte de que dejaría sin trabajo a los psicoanalistas).

En fin, no se hace larga pero, como suele suceder en estas acciones interioristas y muy conceptuales, tampoco se necesitaba más. Y eso que para nosotros tuvo el encanto de haber sido rodada en Viena lo que nos permitió recordar nuestros paseos de hace dos semanas por los jardines de Belvedere (donde decía Freud que le gustaba pasear repensando sus ideas) y los del palacio de  Schönbrunn.

sábado, diciembre 17, 2011

Viajar



Viajar es un pozo de contradicciones. Con frecuencia la gente viaja para descansar, pero resulta que viajar cansa mucho. “¡Qué dura es la vida del turista!”, decía una amiga. Viajar es caro. Antes aún lo podías disimular un poco más, pero eso de estar tirando de cartera o tarjeta de banco todo el santo día y para cualquiera cosa que hagas, acaba agobiándote. Y menos mal que con la historia de los aviones Low cost las tarifas aéreas se han relajado un poco, pero aún así uno ya no está en edad de someterse a las incertidumbres de unos vuelos de medio pelo. Sólo si las ventajas en tiempo y oportunidad lo justifican. En fin, la cosa ésta del viajar que resulta, a la vez, un placer, un vicio, un castigo y un premio. Todo en el mismo boleto.

Para algunos, además, viajar tiene ciertas connotaciones terapéuticas. Yo ya lo había notado. Si pasas mucho tiempo sin viajar, la vida cotidiana va creciendo como una niebla cada vez más espesa que acaba ahogándote. Debe ser algo que afecta especialmente a las personas con tantas tareas pendientes que nunca conseguimos ponernos al día. Ese relax, esa ruptura que los inteligentes logran cuando cierran una tarea compleja en la que estaban metidos y ven que ya quedan más libres para empezar con otra. Es esa interface, ese momento de desconexión, el que actúa (digo yo que será así, porque jamás he tenido la suerte de experimentarlo) como ese pequeño cerrar los ojos en la siesta y hacer una desconexión general del sistema nervioso de vigilia. Algunos pueden disfrutar de esa sensación porque están bien organizados y avanzan cosa a cosa, no como otros que lo hacemos con mil cosas entre manos de las que resulta imposible salir. Y como no puedes más, entonces de vas de viaje. Es la forma de desconectar, de olvidarte (o hacer como que te olvidas) de todo lo que quedó pendiente y funcionar durante unos días como si tu única preocupación fuera vivir esos días.
Yo eso ya lo vivía en propia carne. Con ese tipo de certeza que te da el conocerte bastante y el haber tenido que soportar mil presiones para cambiar de vida. Por eso me encantó la pequeña entrevista de la Revista Ronda al psiquíatra Enrique Rojas que nos encontramos en el avión al regreso de Viena. Rojas dice allí (Ronda Iberia, Diciembre 2011, p. 39) que tiene una fórmula mágica para mantener a flote su matrimonio: hacer dos viajes al año, solos, sin hijos y a más de 10 horas de vuelo de donde viven. Me pareció una receta magnífica. Merece la pena hasta el coste que eso pueda tener, que no será poco. Dos viajes de una semanita a más de 10 horas de vuelo (diez horas contadas en un vuelo único, el vuelo largo, sin tomar en consideración los tiempos de espera en los aeropuertos, etc.). Si los aviones vuelan a una media de 850 Kms. hora, pues eso, un viaje a entre 8000 y 10000 kms. de distancia.
Claro que se trata de viajes de placer, no de trabajo como los que suelo hacer yo. Viajes para descansar, charlar, leer, hacer algo de turismo. Sobre todo para desconectar. Seguramente se puede desconectar a menor distancia pero nunca del todo. Si te quedas cerca aún llegan hasta donde estés las vibraciones culpabilizadoras de lo que has dejado sin hacer, de lo mucho que te queda pendiente.
Otras cosas interesantes dice también Enrique Rojas sobre los viajes. Por ejemplo, que como decía Cervantes, “viajar te hace discreto”. No puedo estar más de acuerdo. Viajar es como entrar en una librería. Estimulante, por una parte, porque ves cosas que no sabías que existían y agobiante, por otra, porque te das cuenta de lo poco que sabes, de la cantidad de cosas que deberías leer y conocer. En los viajes es un poco lo mismo. Vas viendo cosas magníficas desde cualquier parámetro en que las quieras catalogar: paisajes, monumentos, personas, productos, costumbres… A poco que seas de mente abierta, todo te asombra. Y no puedes sino sentirte poca cosa ante tanta grandeza distribuida por doquier. Y si encima conoces a gente del lugar que te va metiendo en los más allá de cada una de esas cosas que has visto, entonces esa sensación de maravilla se incrementa aún más. Hay gente que tiende a ponerle pegas a todo, a establecer comparaciones con su lugar de origen y no dejar piedra sobre piedra en sus juicios. Pero en el pecado tienen la penitencia, porque no disfrutan, no acaban de enterarse de la belleza e interés de lo que ven. Viajar te hace discreto, efectivamente.
Pero, lo interesante, para mí es que viajar te permite establecer otro ritmo cotidiano, otras rutinas. Con frecuencia mucho peores que las que tienes en tu propia casa. No siempre se disfruta en los viajes, vamos, el menos yo. Y si vas de hotel puedes llegar a caer en una notable depresión. Pero lo que sí consigues siempre es salir de ese círculo vicioso del agobio cotidiano, de las tareas pendientes, de los reclamos urgentes que te llegan a cada momento. Para eso está la T4. Tiene un sistema de desconexiones generalizadas de la zona del cerebro que se encarga de ocultar tu agenda y el listado de asuntos pendientes. Debe ser cuando pasas por los sistemas de seguridad. Allí ya te humillan lo suficiente, te obligan a no pensar y no protestar y, luego, ya bajo el arco del scanner, zas, se produce la desconexión y ya no vuelves a pensar en lo que dejas sin acabar hasta que regresas del viaje. Dentro de nada, cuando nos hagan pasar por la cámara esa que te desnuda, yo creo que hasta podremos dejar en casa algunos de los achaques que nos aquejan e iniciar el viaje en plena forma.
Es estupendo esto de viajar.

viernes, diciembre 09, 2011

Viena


Ha estado bien el viaje a Viena, incluidos los prolegómenos (Bresanone y Saltzburgo). El viaje comenzó atravesado (es inútil esperar milagros con Iberia, uno debería estar acostumbrado a que los vuelos nunca van en hora y, por eso mismo, un tránsito de poco más de 45 minutos es una promesa para ingenuos). Y así fue, por ingenuos, que perdimos el vuelo a Munich. Y eso que volví a cometer la estupidez de atravesar corriendo el aeropuerto (a punto del infarto, de nuevo) y logré llegar a la puerta a la hora en que el avión debía salir. Pero ya se había ido: la ley de Murphy: justo el que yo había de tomar fue el único avión que no llevaba ni un minuto de retraso aquella tarde. Pero no tiene caso, las cosas son como son y no como uno las imagina. Así que mejor no hacerse mal cuerpo. Iberia ni se entera y todos los costes son para ti.
Hicimos noche en Madrid, lo que tampoco estuvo mal. Relajados, en un buen hotel, con tiempo para saborear una buena cena y descansar sin agobios. A la mañana siguiente a Munich, donde deberíamos haber hecho noche. Un taxi rápido a la estación del tren e inicio de la siguiente etapa del viaje hasta Italia. Como teníamos una hora libre, dimos una vueltita por Munich donde no habíamos estados desde el ochenta y tantos, con el programa europeo Leonardo da Vinci. Entonces llegué a conocer bien la ciudad, pero aquella familiaridad ya pasó. Algunos recuerdos retornaron paseando por las calles céntricas (llenas hasta el abarrote de gente) pero era poco el tiempo y fue más la cosa de decir que habíamos estado allí que el paseo nostálgico que yo hubiera deseado. Ni siquiera fui capaz de alcanzar la Marienplatz de la que tan buenos recuerdos tenía de cuando el reloj daba las horas con un baile de los muñecos.
El viaje en tren a Bresanone fue un poco estresado. Yo tenía que intervenir esa tarde en el Congreso, pero ya vi que no llegaría a tiempo a la hora de mi conferencia. Supuse que me dejarían para el final de la tarde. Debería haber intervenido a las tres pero no llegaba hasta las 5. Me cambié en el tren y nada más llegar tomé un taxi a la reunión pero llegué tarde. Ya había acabado todo. Pasaron mi intervención al día siguiente.
Lo bueno fue que allí encontré a amigos carísimos como Franco Frabboni y Franca Pinto Minerva, Massimo Baldacci, etc.. No conocía a los organizadores, pero con los italianos eso no es ningún problema y a los pocos minutos ya nos tratábamos como si nos conociéramos de toda la vida. La tarde aún dio para un paseo por esa hermosa villa de Bresanone, siempre llena de casetitas de madera con objetos navideños y otros objetos de artesanía. Es como una feria permanente. Como hacía un frío que pelaba, nos sentó bien el vino caliente que toman allí. Es algo que un buen bebedor de vino jamás debiera aceptar, pero uno tiene que adaptarse a las circunstancias. Ya no lo tomé más, pero la verdad es que ese sabor y olor dulzón lo hemos ido sintiendo en todos los lugares por los que hemos ido pasando.
El congreso ni fu ni fa. Cuatro gatos. Los estudiantes estaban de huelga protestando porque la universidad de Bolzano les exigía presencia obligatoria en clase y porque habían eliminado algunas carreras. Asistíamos los ponentes y algunos profesores. Y con temas heterogéneos. Pero en fin, siempre se sacan cosas buenas. Yo conseguí entrevistar a Frabboni para el proyecto eméritos, me comprometí con un libro y varios artículos de revista. Más chollo. Fueron tres días gratos.
Y el sábado de nuevo en ruta cara a Salztburgo. El viaje, pese a que nos equivocamos de tren y tomamos uno lento que paraba en todas las estaciones, fue maravilloso. Para mí, lo mejor del viaje. Cruzamos el corazón mismo de los Alpes por paisajes realmente bellos, montañas nevadas, lagos también helados, zonas de esquí, pueblitos preciosos… una pasada. No me importaría volver en caravana y disfrutar más lentamente de tanta naturaleza. Luego Saltzburgo es lo que es. Iniciamos mal la visita porque el hotel que había reservado por Internet estaba en el quinto carajo. Con el agravante de que el tren había pasado previamente por allí y había parado en la estación. Cuando vi que la estación se llamaba Sud-Saltzburg, algo que también ponía en mi reserva ya vi que la cosa estaba chunga. Pero luego, tras el disgusto inicial, la cosa no estuvo tan mal pues había autobuses al centro cada poquito.
Nos encantó Saltzburgo, aunque como llegamos tarde todo se nos hizo un tanto agobiante. Llegamos en pleno concierto de Adviento. Una maravilla singular de esa ciudad en la que los músicos situados en los tejados de los edificios de la plaza central y distribuidos por grupos van estableciendo una especie de diálogo entre unos y otros. Era precioso y estaba a tope de gente (también aquí las plazas centrales están abarrotadas de casitas de madera que son puestos de venta de objetos de regalo y comida) pero comenzó a llover y el espectáculo se deslució un poco. Luego, como íbamos sin comer, también sentimos la necesidad de buscar un restaurante. Cosa difícil sin reserva. Tras algunas frustraciones encontramos, sin embargo, una pensión típica austríaca fantástica. Justo lo que buscábamos. Por supuesto, le dimos duro a las salchichas que estaban extraordinarias. Repuestas las fuerzas y ya sin llover, dimos un primer paseo exploratorio por la ciudad y nos retiramos a descansar. Nuevo paseo diurno al día siguiente y recorrido sistemático por esa preciosa ciudad que es Saltzburgo. Incluido, desde luego el palacio fortaleza. Esta vez la suerte nos acompañó y encontramos una cervecería típica que está a la bajada de la fortaleza. Nuevas salchichas para completar el cupo y de nuevo al tren.
El viaje a Viena fue más relajado. El tren era mejor aunque se llenó de estudiantes (da gusto ver los trenes llenos y la vitalidad que le da tanta gente joven en busca de su universidad). Llegamos bien a Viena y seguimos el mismo protocolo de siempre: tren al hotel y salida inmediata a un bautismo turístico por la ciudad con cena incluida. En este caso, el hotel Belvedere está prácticamente en el centro así que no hemos necesitado ni metro ni taxi. Andando llegamos en 10 minutos a la calle de la Ópera y nos movimos, de estreno, por ese eje central. Difícil como siempre, al principio, nos resultó encontrar un restaurante. Esta vez, al ser domingo la cosa se complicaba aún más. Así que una trattoria nos sacó del apuro y pudimos regresar al hotel, cenados y con la primera impresión de la magnitud y señorío de la ciudad en la cabeza.
Para el segundo día teníamos ya un plan más elaborado y sistemático. Siguiendo los recorridos que proponía nuestra guía. Y nos salió todo bien, salvo un revés con el primer café mañanero: una pócima en un lugar inhóspito. Para darse de cogotadas contra la pared. Pero después paseamos por el goldring que como su nombre índica es todo un anillo de monumentos y palacios. Visitamos el museo de Sissi y nos alucinamos con las cuberterías del Palacio Imperial. Fue un día intenso y andarín. Y, al final, una buena cena en uno de los café tradicionales. Y sin hacer cola, algo que resulta milagroso. Nuestro tercer día estaba ya señalado: el palacio de Schöbrunn y el de Belvedere, por la mañana y la ópera, por la tarde. Ya teníamos las entradas para ver Nabucco. No se puede ir a Viena y no pasar por la Ópera. Estuvo bien, pero sin esa cosa de emocionarte. Demasiado minimalista para mi gusto. Prácticamente sin coreografía ninguna y esos cuatro objetos que no cambiaron durante los 4 actos. Se mezclaba la historia original con resonancias actuales (los israelitas vestían de trajes de ejecutivo) lo que seguramente tenía un significado para el director pero poco para los espectadores poco avezados. Menos mal que el coro (ciento y bastantes personas perfectamente acopladas) era fantástico y la obra se basta a sí misma para resultar atrayente.
En fin un buen paseo por una ciudad que ha sido elegida por tercera vez consecutiva la ciudad con mayor calidad de vida del mundo (si no fuera por el frío, yo también lo diría). Nos faltó Klimt pero dos días y medio no dan para más.