Viajar es un pozo de contradicciones. Con frecuencia la gente viaja para
descansar, pero resulta que viajar cansa mucho. “¡Qué dura es la vida del
turista!”, decía una amiga. Viajar es caro. Antes aún lo podías disimular un
poco más, pero eso de estar tirando de cartera o tarjeta de banco todo el santo
día y para cualquiera cosa que hagas, acaba agobiándote. Y menos mal que con la
historia de los aviones Low cost las
tarifas aéreas se han relajado un poco, pero aún así uno ya no está en edad de
someterse a las incertidumbres de unos vuelos de medio pelo. Sólo si las
ventajas en tiempo y oportunidad lo justifican. En fin, la cosa ésta del viajar
que resulta, a la vez, un placer, un vicio, un castigo y un premio. Todo en el
mismo boleto.
Para algunos, además, viajar tiene ciertas connotaciones terapéuticas. Yo ya lo había notado. Si pasas mucho tiempo sin viajar, la vida cotidiana va creciendo como una niebla cada vez más espesa que acaba ahogándote. Debe ser algo que afecta especialmente a las personas con tantas tareas pendientes que nunca conseguimos ponernos al día. Ese relax, esa ruptura que los inteligentes logran cuando cierran una tarea compleja en la que estaban metidos y ven que ya quedan más libres para empezar con otra. Es esa interface, ese momento de desconexión, el que actúa (digo yo que será así, porque jamás he tenido la suerte de experimentarlo) como ese pequeño cerrar los ojos en la siesta y hacer una desconexión general del sistema nervioso de vigilia. Algunos pueden disfrutar de esa sensación porque están bien organizados y avanzan cosa a cosa, no como otros que lo hacemos con mil cosas entre manos de las que resulta imposible salir. Y como no puedes más, entonces de vas de viaje. Es la forma de desconectar, de olvidarte (o hacer como que te olvidas) de todo lo que quedó pendiente y funcionar durante unos días como si tu única preocupación fuera vivir esos días.
Yo eso ya lo vivía en propia carne. Con ese tipo de certeza que te da el
conocerte bastante y el haber tenido que soportar mil presiones para cambiar de
vida. Por eso me encantó la pequeña entrevista de la Revista Ronda al psiquíatra
Enrique Rojas que nos encontramos en el avión al regreso de Viena. Rojas dice
allí (Ronda Iberia, Diciembre 2011, p. 39) que tiene una fórmula mágica para
mantener a flote su matrimonio: hacer dos viajes al año, solos, sin hijos y a
más de 10 horas de vuelo de donde viven. Me pareció una receta magnífica.
Merece la pena hasta el coste que eso pueda tener, que no será poco. Dos viajes
de una semanita a más de 10 horas de vuelo (diez horas contadas en un vuelo
único, el vuelo largo, sin tomar en consideración los tiempos de espera en los
aeropuertos, etc.). Si los aviones vuelan a una media de 850 Kms. hora, pues
eso, un viaje a entre 8000 y 10000 kms. de distancia.
Claro que se trata de viajes de placer, no de trabajo como los que suelo
hacer yo. Viajes para descansar, charlar, leer, hacer algo de turismo. Sobre
todo para desconectar. Seguramente se puede desconectar a menor distancia pero
nunca del todo. Si te quedas cerca aún llegan hasta donde estés las vibraciones
culpabilizadoras de lo que has dejado sin hacer, de lo mucho que te queda
pendiente.
Otras cosas interesantes dice también Enrique Rojas sobre los viajes. Por
ejemplo, que como decía Cervantes, “viajar te hace discreto”. No puedo estar
más de acuerdo. Viajar es como entrar en una librería. Estimulante, por una
parte, porque ves cosas que no sabías que existían y agobiante, por otra,
porque te das cuenta de lo poco que sabes, de la cantidad de cosas que deberías
leer y conocer. En los viajes es un poco lo mismo. Vas viendo cosas magníficas
desde cualquier parámetro en que las quieras catalogar: paisajes, monumentos,
personas, productos, costumbres… A poco que seas de mente abierta, todo te
asombra. Y no puedes sino sentirte poca cosa ante tanta grandeza distribuida por
doquier. Y si encima conoces a gente del lugar que te va metiendo en los más
allá de cada una de esas cosas que has visto, entonces esa sensación de
maravilla se incrementa aún más. Hay gente que tiende a ponerle pegas a todo, a
establecer comparaciones con su lugar de origen y no dejar piedra sobre piedra
en sus juicios. Pero en el pecado tienen la penitencia, porque no disfrutan, no
acaban de enterarse de la belleza e interés de lo que ven. Viajar te hace
discreto, efectivamente.
Pero, lo interesante, para mí es que viajar te permite establecer otro
ritmo cotidiano, otras rutinas. Con frecuencia mucho peores que las que tienes
en tu propia casa. No siempre se disfruta en los viajes, vamos, el menos yo. Y
si vas de hotel puedes llegar a caer en una notable depresión. Pero lo que sí
consigues siempre es salir de ese círculo vicioso del agobio cotidiano, de las
tareas pendientes, de los reclamos urgentes que te llegan a cada momento. Para
eso está la T4. Tiene un sistema de desconexiones generalizadas de la zona del
cerebro que se encarga de ocultar tu agenda y el listado de asuntos pendientes.
Debe ser cuando pasas por los sistemas de seguridad. Allí ya te humillan lo
suficiente, te obligan a no pensar y no protestar y, luego, ya bajo el arco del
scanner, zas, se produce la desconexión y ya no vuelves a pensar en lo que
dejas sin acabar hasta que regresas del viaje. Dentro de nada, cuando nos hagan
pasar por la cámara esa que te desnuda, yo creo que hasta podremos dejar en casa
algunos de los achaques que nos aquejan e iniciar el viaje en
plena forma.
Es estupendo esto de viajar.
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