Ha estado bien el viaje a Viena,
incluidos los prolegómenos (Bresanone y Saltzburgo). El viaje comenzó
atravesado (es inútil esperar milagros con Iberia, uno debería estar
acostumbrado a que los vuelos nunca van en hora y, por eso mismo, un tránsito
de poco más de 45 minutos es una promesa para ingenuos). Y así fue, por
ingenuos, que perdimos el vuelo a Munich. Y eso que volví a cometer la
estupidez de atravesar corriendo el aeropuerto (a punto del infarto, de nuevo)
y logré llegar a la puerta a la hora en que el avión debía salir. Pero ya se
había ido: la ley de Murphy: justo el que yo había de tomar fue el único avión
que no llevaba ni un minuto de retraso aquella tarde. Pero no tiene caso, las
cosas son como son y no como uno las imagina. Así que mejor no hacerse mal
cuerpo. Iberia ni se entera y todos los costes son para ti.
Hicimos noche en Madrid, lo que
tampoco estuvo mal. Relajados, en un buen hotel, con tiempo para saborear una
buena cena y descansar sin agobios. A la mañana siguiente a Munich, donde
deberíamos haber hecho noche. Un taxi rápido a la estación del tren e inicio de
la siguiente etapa del viaje hasta Italia. Como teníamos una hora libre, dimos
una vueltita por Munich donde no habíamos estados desde el ochenta y tantos,
con el programa europeo Leonardo da Vinci. Entonces llegué a conocer bien la
ciudad, pero aquella familiaridad ya pasó. Algunos recuerdos retornaron
paseando por las calles céntricas (llenas hasta el abarrote de gente) pero era
poco el tiempo y fue más la cosa de decir que habíamos estado allí que el paseo
nostálgico que yo hubiera deseado. Ni siquiera fui capaz de alcanzar la
Marienplatz de la que tan buenos recuerdos tenía de cuando el reloj daba las
horas con un baile de los muñecos.
El viaje en tren a Bresanone fue
un poco estresado. Yo tenía que intervenir esa tarde en el Congreso, pero ya vi
que no llegaría a tiempo a la hora de mi conferencia. Supuse que me dejarían
para el final de la tarde. Debería haber intervenido a las tres pero no llegaba
hasta las 5. Me cambié en el tren y nada más llegar tomé un taxi a la reunión
pero llegué tarde. Ya había acabado todo. Pasaron mi intervención al día
siguiente.
Lo bueno fue que allí encontré a
amigos carísimos como Franco Frabboni y Franca Pinto Minerva, Massimo Baldacci,
etc.. No conocía a los organizadores, pero con los italianos eso no es ningún
problema y a los pocos minutos ya nos tratábamos como si nos conociéramos de
toda la vida. La tarde aún dio para un paseo por esa hermosa villa de
Bresanone, siempre llena de casetitas de madera con objetos navideños y otros
objetos de artesanía. Es como una feria permanente. Como hacía un frío que
pelaba, nos sentó bien el vino caliente que toman allí. Es algo que un buen
bebedor de vino jamás debiera aceptar, pero uno tiene que adaptarse a las
circunstancias. Ya no lo tomé más, pero la verdad es que ese sabor y olor
dulzón lo hemos ido sintiendo en todos los lugares por los que hemos ido
pasando.
El congreso ni fu ni fa. Cuatro
gatos. Los estudiantes estaban de huelga protestando porque la universidad de
Bolzano les exigía presencia obligatoria en clase y porque habían eliminado
algunas carreras. Asistíamos los ponentes y algunos profesores. Y con temas
heterogéneos. Pero en fin, siempre se sacan cosas buenas. Yo conseguí
entrevistar a Frabboni para el proyecto eméritos, me comprometí con un libro y
varios artículos de revista. Más chollo. Fueron tres días gratos.
Y el sábado de nuevo en ruta cara
a Salztburgo. El viaje, pese a que nos equivocamos de tren y tomamos uno lento
que paraba en todas las estaciones, fue maravilloso. Para mí, lo mejor del
viaje. Cruzamos el corazón mismo de los Alpes por paisajes realmente bellos,
montañas nevadas, lagos también helados, zonas de esquí, pueblitos preciosos…
una pasada. No me importaría volver en caravana y disfrutar más lentamente de
tanta naturaleza. Luego Saltzburgo es lo que es. Iniciamos mal la visita porque
el hotel que había reservado por Internet estaba en el quinto carajo. Con el
agravante de que el tren había pasado previamente por allí y había parado en la
estación. Cuando vi que la estación se llamaba Sud-Saltzburg, algo que también
ponía en mi reserva ya vi que la cosa estaba chunga. Pero luego, tras el
disgusto inicial, la cosa no estuvo tan mal pues había autobuses al centro cada
poquito.
Nos encantó Saltzburgo, aunque
como llegamos tarde todo se nos hizo un tanto agobiante. Llegamos en pleno
concierto de Adviento. Una maravilla singular de esa ciudad en la que los
músicos situados en los tejados de los edificios de la plaza central y
distribuidos por grupos van estableciendo una especie de diálogo entre unos y
otros. Era precioso y estaba a tope de gente (también aquí las plazas centrales
están abarrotadas de casitas de madera que son puestos de venta de objetos de
regalo y comida) pero comenzó a llover y el espectáculo se deslució un poco.
Luego, como íbamos sin comer, también sentimos la necesidad de buscar un
restaurante. Cosa difícil sin reserva. Tras algunas frustraciones encontramos,
sin embargo, una pensión típica austríaca fantástica. Justo lo que buscábamos.
Por supuesto, le dimos duro a las salchichas que estaban extraordinarias.
Repuestas las fuerzas y ya sin llover, dimos un primer paseo exploratorio por
la ciudad y nos retiramos a descansar. Nuevo paseo diurno al día siguiente y
recorrido sistemático por esa preciosa ciudad que es Saltzburgo. Incluido, desde
luego el palacio fortaleza. Esta vez la suerte nos acompañó y encontramos una
cervecería típica que está a la bajada de la fortaleza. Nuevas salchichas para
completar el cupo y de nuevo al tren.
El viaje a Viena fue más
relajado. El tren era mejor aunque se llenó de estudiantes (da gusto ver los
trenes llenos y la vitalidad que le da tanta gente joven en busca de su
universidad). Llegamos bien a Viena y seguimos el mismo protocolo de siempre:
tren al hotel y salida inmediata a un bautismo turístico por la ciudad con cena
incluida. En este caso, el hotel Belvedere está prácticamente en el centro así
que no hemos necesitado ni metro ni taxi. Andando llegamos en 10 minutos a la
calle de la Ópera y nos movimos, de estreno, por ese eje central. Difícil como
siempre, al principio, nos resultó encontrar un restaurante. Esta vez, al ser
domingo la cosa se complicaba aún más. Así que una trattoria nos sacó del apuro
y pudimos regresar al hotel, cenados y con la primera impresión de la magnitud y
señorío de la ciudad en la cabeza.
Para el segundo día teníamos ya
un plan más elaborado y sistemático. Siguiendo los recorridos que proponía
nuestra guía. Y nos salió todo bien, salvo un revés con el primer café mañanero:
una pócima en un lugar inhóspito. Para darse de cogotadas contra la pared. Pero
después paseamos por el goldring que
como su nombre índica es todo un anillo de monumentos y palacios. Visitamos el
museo de Sissi y nos alucinamos con las cuberterías del Palacio Imperial. Fue
un día intenso y andarín. Y, al final, una buena cena en uno de los café
tradicionales. Y sin hacer cola, algo que resulta milagroso. Nuestro tercer día
estaba ya señalado: el palacio de Schöbrunn y el de Belvedere, por la mañana y
la ópera, por la tarde. Ya teníamos las entradas para ver Nabucco. No se puede
ir a Viena y no pasar por la Ópera. Estuvo bien, pero sin esa cosa de
emocionarte. Demasiado minimalista para mi gusto. Prácticamente sin coreografía
ninguna y esos cuatro objetos que no cambiaron durante los 4 actos. Se mezclaba
la historia original con resonancias actuales (los israelitas vestían de trajes
de ejecutivo) lo que seguramente tenía un significado para el director pero
poco para los espectadores poco avezados. Menos mal que el coro (ciento y
bastantes personas perfectamente acopladas) era fantástico y la obra se basta a
sí misma para resultar atrayente.
En fin un buen paseo por una
ciudad que ha sido elegida por tercera vez consecutiva la ciudad con mayor
calidad de vida del mundo (si no fuera por el frío, yo también lo diría). Nos
faltó Klimt pero dos días y medio no dan para más.
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