lunes, noviembre 28, 2011

Un dios salvaje.

Sorprendente, este último film de Polanski. Primero porque es cortísimo (79 minutos) y uno sale mirando el reloj porque piensa que algo raro ha sucedido y, en todo caso, porque le apetecería continuar un rato más en aquella jaula de grillos, patéticos pero simpáticos, en la que se ha convertido el salón de los Longstreet. Y, además, porque después de una sesión de catarsis tan intensa y transparente cuesta romper de nuevo y volver a la realidad opaca y disfrazada en la que nos hemos acostumbrado a vivir.
La película se estrenó en España el pasado día 20 de Noviembre bajo el título de Un dios salvaje (es una frase extraída de una de las conversaciones de uno de los personajes en la que muestra que él cree en un mundo regido por un dios salvaje, como en África, subraya, en el que las disputas se resuelven mediante la violencia). La versión original en francés, bajo el título de Carnage (carnicería) también tiene resonancias demasiado dramáticas para lo que después se puede ver, que no pasa de un magnífico juego de la verdad entre dos matrimonios.
Siendo un film de Roman Polanski no es de extrañar la perfección hasta el límite de todos los parámetros que son aplicables a las películas de interior: la iluminación, la música, la posición de los personajes, los encuadres, los objetos, el juego con el espacio para intensificar o mitigar la atmósfera de la conversación (a veces los personajes se rozan y eso aumenta el sentimiento de agobio, otras veces las cosas se relajan y basta para ello el dintel del pasillo o la puerta de la calle o el ascensor). En una obra que proviene del teatro (obra del mismo título de Yasmina Reza, que también firma con Polanski el guión de la película. También los actores hacen su papel a las mil maravillas. Las dos mujeres Jodie Foster y Kate Winslet, con tonalidades más intensas; los dos hombres John C. Reilly y Christoph Waltz de forma más racional pero igualmente perturbadora. Por el guión me recordó mucho a las películas de Woody Allen, por la intensidad a aquel viejo film de Brando y Elizabeth Taylor, ¿Quién teme a Virginia Wolf?
Un dios salvaje es una muestra excelente de que nada es lo que parece y de cómo la civilización y la educación nos ha ido generando una serie de costras por debajo de las cuales aún quedan restos de una naturaleza primitiva aunque, evidentemente, domesticada. Polanski da la razón a quienes piensan que la educación es una cuestión de formas, de saber guardar las formas. Cada uno de los personajes tiene un mundo muy particular, una forma original de gestionar sus emociones y de decodificar sus experiencias. Es fácil identificarse con ellos. Unas veces con alguno de ellos y otras veces con todos ellos. Vista desde la psicología es una historia alucinante sobre la estructura en capas de cebolla en la que hemos ido construyendo nuestra imagen de nosotros mismos y nuestra forma de ver las cosas. Y nadie es como parece. En realidad, nada es como parece porque todo tiene una parte externa bien construida y elegantemente configurada según los cánones sociales al uso y una parte interna más caótica y natural. Siendo como son de una clase social media alta, la disyunción entre lo que se es y lo que se aparenta es todavía más clara. Y, en verdad, son buena gente, algo que uno de los personajes, el que aparenta ser más natural, repite constantemente. Y efectivamente, lo son.
Se han reunido como gesto de buena voluntad para tratar de arreglar una pelea entre sus hijos de 11 años y que las cosas no vayan a más. Pero en realidad, el motivo es lo de menos, podría haber sido lo mismo si sus perros se hubieran peleado en la calle o si el coche de uno de ellos hubiera abollado la chapa del otro en una maniobra equivocada. Son buena gente y querían arreglarse por las buenas, sin denuncias ni conflictos. Y así hubiera sido si las cosas hubieran permanecido en el ámbito más superficial. Pero si se entra a hablar, a buscar una coalición a afectos o un consenso de valoraciones uno se desliza hacia el terreno de lo personal y poco a poco va descubriendo zonas menos iluminadas y racionales. Son zonas del desván personal donde cada uno vamos depositando nuestros resquemores, las frustraciones, los elementos menos racionales tratando de que perturben lo menos posible nuestra vida cotidiana. Es la vieja historia de la caja de Pandora. Si uno la abre, ya no sabe qué va a salir de allí. Y metidos en ese berenjenal de los sentimientos y visiones personales, en el caos de nuestras contradicciones, ya nada es lo que parece. O sí lo es, pero quien lo vive y lo expresa no es consciente de ello. De manera que quien parecía una persona cordial y pacífica, empeñada en mediar para que las cosas no se desmadren, acaba descontrolado él mismo; quien parecía una madre cariñosa y deseosa de que una cosa de críos no saliera de esa ámbito de las disputas infantiles, arrastraba tras esas palabras amables y vacías un gran resentimiento y deseo de venganza; quien parecía al margen de los problemas reales demasiado inmerso en su vida profesional como para darse cuenta de los problemas y sentimientos de quienes están a su alrededor, ni estaba tan ajeno ni resultaba tan vacío; quien parecía débil acaba demostrando que tiene más poder sobre sí mismo y sobre el entorno del que aparenta. Y así cada personaje va jugando su propio papel y, a la vez, entre todos ellos van estableciendo diversas alianzas y controversias que aún colaboran más a dejar al descubierto las carencias y contradicciones de unos y otros.
Al final quedan claras dos cosas.
Una que cualquiera de los espectadores que nos hubiéramos subido al escenario habríamos podido vivir en piel propia el mismo proceso de desvelamiento que vivieron los personajes y habríamos podido descubrir contradicciones y vacíos similares a los suyos. Quizás el gran mérito
de la película es ése: se trata de hacer una radiografía del ser humano, de sus contradicciones, de sus capas de socialización, del particular equilibrio inestable en que cada uno vamos ajustando nuestro edificio personal.
La segunda cosa que queda clara es que hablar no es siempre un camino hacia la solución de los problemas. O dicho de otra manera, el problema está en que hablando convertimos las cosas en problemas. O quizás, que los problemas solo son problemas si los vemos como problemas. Dos chiquillos se pelean y sus padres entienden que deben ser civilizados y resolver por las buenas el problema. Pero caen en su propia trampa. Lo que no era problema se convierte en problema y de ese no-problema pasan a otros problemas reales. Algo bastante habitual en las discusiones de pareja. Comienzas hablando de algo que parece una tontería y acabas, sin saber cómo, metido en un zarzal del que no ves cómo salir. Polanski muestra ese proceso circular al cierre de su casi cortometraje: después de que los padres se han hecho la autopsia psicológica a causa de una pelea inicial de sus hijos, podemos verlos a ellos jugando tranquilamente en el parque y sin acordarse siquiera de que hubo un momento en el que se pelearon.
En resumen, una magníficapelícula sobre la vida. Les gustará.

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