sábado, marzo 14, 2015

PASEANDO POR EL PASADO




¡Qué recuerdos! Esta mañana, el tiempo libre (¡qué milagro!) me ha permitido dar un paseo por Madrid antes de acudir a la cita que tenía para el medio día. Y se me ha ocurrido volver sobre el terreno conocido de mis viejos territorios universitarios de Moncloa, desde Cuatro Caminos a la zona de los Colegios Mayores.
¡Cuántos recuerdos! Y, también, cuántos olvidos. Qué lejos queda todo aquel tiempo. Incluso siendo tiempos inolvidables, incluso habiendo sido una etapa espectacular de nuestra vida, incluso siendo la base directa de lo que ahora soy (allí me enamoré de la compañera de curso que aún hoy, aunque parezca increíble dados los tiempos que corren, sigue siendo mi esposa; de entonces son los mejores amigos que mantuvieron ese título hasta la actualidad; allí se tejió buena parte del proyecto de vida que posteriormente hemos ido desarrollando), qué lejos queda todo aquello. Y eso, que ni el espacio ni los edificios son muy diferentes de lo que entonces eran.
Eran los años 1970-1973. Hace una eternidad.
En Bravo Murillo, entre en el Mercado Maravillas. En algún momento de aquellos años llegamos a vivir por aquella zona. Recuerdo que, aunque cada día debía hacer uno la comida, era yo quien mejor me las apañaba pues me tocaba repetir muchos días. No daba para exquisiteces, por supuesto, así que echábamos mano de cosas baratas. De ese mercado recuerdo que compraba un kilo de macarrones a 5 pesetas y con eso nos llegaba a comer para todos. También alcachofas, que hoy se han convertido en plato exquisito pero entonces estaban baratas y cundían mucho. Y las japutas. Hoy estaba precioso el mercado.
En Cuatro Caminos eché mucho de menos los cines de a duro, a donde íbamos con una cierta frecuencia. A sesión continua, por supuesto, que no era cosa de despilfarrar. Bajando Reina Victoria me crucé  dos veces con el autobús F, ¡cuántos recuerdos, de ese autobús! Cuántos viajes hicimos en él. Llegando a los Colegios está ahora el metro. Nosotros no tuvimos esa suerte. Nos teníamos que conformar con el Circular que, si tenías paciencia, te enseñaba todo Madrid (por algo era el circular).
Y luego, en La Avenida de la Moncloa y Juan XXIII, los colegios mayores. Esos siguen igual, aunque ahora con tantas vallas, tantas cámaras de vigilancia, se te hacen más reservados y un poco amenazantes. Iba viendo los nombres y trataba de recuperarlos en el disco duro de mis recuerdos. Del Berrospe no me acordaba casi nada salvo que sí, que estaba allí en medio dela cuesta. Cuando llegué a los míos, la cosa ya fue aclarándose y eso que la zona es la que más ha cambiado. El Pío XII, donde yo residí dos cursos, cambió de edificio. Y el que fue suyo es ahora un edificio de la Pontificia de Salamanca que ha extendido sus campus a Madrid. Y los edificios que había enfrente han pasado a ser diversas facultades del CEU que se ha ido adueñando de toda la zona. Me ha llamado la atención un edificio enorme al otro lado en la rotonda al que da el Pío XII. Nunca me había fijado en él en mis tiempos de estudiante y hete aquí que es un centro de secundaria. Me parece imposible que tuviéramos un colegio público enfrente y nosotros ni nos hubiéramos enterado con la cantidad de chavales que debía movilizar. Algún recuerdo me viene de autobuses que llegaban con críos, pero nada claro.
Obviamente los mejores recuerdos tienen que ver con mi propio colegio (hoy centro de la Univ. Pontificia de Salamanca: se me hace imposible entender cómo han logrado pasar de una estructura de habitaciones a otra de aulas o despachos) y su entorno: el salón de actos donde hacíamos aquellos maratones de cine maravillosos (a veces hasta treinta y pico horas viendo una película tras otra sin interrupción), el edificio del León XIII, donde gente mayor que nosotros estudiaba periodismo y sociología (tradicionalmente, los colegiales del PÍO XII debíamos hacer dos carreras en simultáneo, una la que tú estuvieras haciendo y la otra o periodismo o sociología; una pena que esa norma se hubiera ya relajado en mi tiempo porque me hubiera encantado hacer cualquiera de esas dos carreras, aunque en mi caso yo ya estaba haciendo dos carreras: psicología y pedagogía).
El paseo continuó por las  grandes instituciones que rodeaban nuestro colegio: la Escuela Diplomática, la Escuela de Organización Empresariales, etc. Y los otros Colegios Mayores  que llenaban aquel espacio privilegiado de contactos y experiencias: el Jony (quizás por no llamarlo por su nombre de San Juan Evangelista, demasiado clerical para el tono laico y descreído del colegio), el Negro (que por primera vez constaté que, efectivamente, era oscuro, aunque no creo que fuera por eso que lo llamásemos negro), el Alcalá, el Jaime del Amo, que era mucho más pijo, etc. Pero sobre todo, el Isabel de España con el que en mi grupo teníamos más contacto. Allí residían nuestras mejores amigas, luego novias y ahora esposas; bajo sus arcos aprendimos a besar en las despedidas y a esperar ansiosos la llegada de nuestras chicas. Y luego más allá, el Mara, el Aquinas, el Chaminade, etc. etc. donde se distribuían otra parte de nuestra pandilla. La zona de los Colegios apenas ha cambiado, si exceptuamos la aparición en aquellos contextos de la Facultad de Educación de la Complutense, el Rectorado de la Politécnica y creo que también el de la Complutense. Pero, de todas formas, sigue teniendo aquel sabor de los recuerdos imborrables.
¡Cuánta vida derrochamos en aquellos lugares! ¡Cuántos proyectos construimos en aquellos pequeños paseos de un colegio mayor al otro! Ya sé que es un canto a la nostalgia, una idealización (nuestros agobios de entonces no debieron ser mucho menores de los que ahora nos acechan). Pero, en fin, no quiero hacer arqueología afectiva. Solo decir que me prestó ese baño de recuerdos. Baño que, de todas formas, enseguida se frustró pues, como aún me quedaba algún tiempo, entre en una cafetería de la calle Almansa (esa zona sí que ha cambiado desde entonces que eran puros campos y te hace saltar del pasado al  presente sin escafandra de adaptación). Busqué una mesa junto a la ventana y fui a sentarme. Debi cruzar por delante de una pareja. La chica se quedó mirándome fijamente, tanto que no pude pasar sin más y le pregunté si nos conocíamos. No decía nada. El señor que estaba con ella también me miraba pero no lograban ponerme nombre, sois de la Facultad de Educación, les pregunté, y me dijeron que sí. Quizás me conozcáis por eso, les dije y añadí mi nombre. El tipo me dijo que habíamos coincidido hace unos meses en el Ministerio, pero en eso, ciertamente, se equivocaba. Al final no supieron si me conocían o no. Más grave fue, que en el rato que allí estuve vinieron otros muchos profesores y profesoras de la Facultad de Educación (debían celebrar alguna despedida o algún evento especial). Y nada, ni uno de ellos me reconoció, ni yo a ellos.  Ahí sí que se nota el paso del tiempo. No solo en que, obviamente, ahora hay profesores jóvenes que yo no conocí, pero algunos de ellos no eran más jóvenes que yo y tampoco a ellos los conocía. Falta de memoria, desde luego. Y lejanía.
En fin, navegar por los recuerdos es siempre muy agradable. Quien me había invitado a dar la conferencia, era un antiguo profesor mío, el profesor Ibáñez Martín. Pues cuando me presentó como uno de sus discípulos que había llegado a catedrático de universidad (él es de los que aún dan mucha importancia a esas cosas) se atrevió a sacar la ficha que conservaba de mi tiempo como estudiante con los apuntes que él había hecho sobre mi trabajo en su asignatura. La foto era estupenda, yo era un crio lleno de pelo en la cabeza y de ilusión en los ojos. Y las notas, afortunadamente, eran buenas. Había sacado matrícula de honor en su materia. Otro chapuzón en los recuerdos.
Luego la conferencia salió bien, pero eso ya pertenece al presente.

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