
"Mediante la yuxtaposición de lo grande con lo pequeño, lo ridículo con lo trágico y la magia de la perfección con el encanto de la imperfección, el espectáculo pone de manifiesto la fuerza y la fragilidad del payaso, así como su sabiduría y su bondad, para ilustrar la porción de humanidad que se encuentra dentro de cada uno de nosotros”.
Comienza con tres grandes lámparas iluminando el escenario y la simulación de la muerte de un payaso a quien los ángeles suministran, cómo no, su primer juego de alas XXL. Y así, como en una especie de flashback sobre su vida, nos vamos encontrando con los sucesivos números de circo y de sus intermedios (esos movimientos de escena cuyo sentido es entretenernos mientras pasamos de un número a otro).
Comentábamos allí que el circo antes eran los animales extraños que podías ver haciendo cosas extrañas, los atletas y equilibristas, los payasos. Todo era evidente y se jugaba con lo extraordinario. Todo eso cambia mucho en El Circo del Sol. Aquí lo importante es la coreografía y el mundo mágico que en cada momento se crea. Lo importante son los detalles y la conjunción entre ellos para formar escenas que parecen cuadros de artistas consumados. Lo importante es sobre todo ese gran movimiento coral que desarrollan los actores: parecen un ejército que se van agrupando según cada número y que corren por el escenario, se agrupan, se separan, mueven cosas, hacen malabarismo. Es como una máquina de relojería en el que cada uno ha de saber el segundo exacto en que le toca intervenir. Es algo que no puede dejar de maravillarte. Más, desde luego que ver a un elefante que levanta sus patas traseras.
Pero lo que realmente me entusiasma de estos montajes es el ritmo y la perfección con que van desarrollando cada uno de los pasos que se van sucediendo. Seguro que no soy original si digo que el Circo del Sol es, ante todo, un mundo de luces, sonidos y
ropas que transmiten sensaciones estéticas inenarrables. Y si quisiera profundizar aún más, lo que me entusiasma más que ninguna otra cosa, es esa alegría de vivir que son capaces de transmitir. Se les ve contentos, como personas que disfrutan de lo que hacen, que disfrutan haciendo disfrutar a los demás. Y eso se transmite en sus sonrisas, en sus ojos brillantes, en esos pequeños gestos que son capaces de hacerte sonreír. Me encantaron los caballos de disfraz, sobre todo ella tan coqueta y con esos pasos desesfadados por el escenario. Y luego están los artistas que van apareciendo. En esta ocasión, los números quizás no hayan sido tan buenos como en Saltimbanco, pero eso no significa que no fueran excelentes todos los que actuaron. Quizás es que después de ver ese tipo de números en otros espectáculos ya te asombran menos. Pero los equilibristas, el alma del circo, estuvieron soberbios, tanto ellos recogiéndolas y enviándolas, como las muchachas volando a muchos pies sobre el escenario. También fueron magníficos los movimientos sobre las camas, sobre las lámparas, la chicha que soportaba a su partenair de un brazo o un pie (en algún momento pensé que podría desgarrarse la pobre en aquella postura tan forzada de colgar de un pie y sostener con el otro al gimnasta y moverse ambos como diablos. Los juegos combinados sobre barras fijas, sobre aros, sobre cintas. En fin, todo muy espectacular. Y pese a todo, lo que te llega más dentro, es esa alegría inmensa que te hace sentirte mejor. Esa estética preciosista del detalle bien conjugado. Se diría que lo hacen tan bien por oficio. Pero hay algo más en aquello. Es terapéutico, es amable. Estoy seguro que hasta genera endorfinas que, según dicen, es lo más de lo más.

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