No podíamos dejarlo pasar. Después de haber asistido hace un par de años a Saltimbanco, nos enamoramos de ellos. Reconozco que llegamos tarde. Me he ido encontrando con muchísimas personas que llevaban años en un estado similar. Así que en cuanto nos enteramos que volvía Le Cirque du Soleil con otro espectáculo, Corteo, fue fácil decidir que no podíamos dejarlo pasar. Y eso que actuaban en Madrid, lo que significaba planear un viaje de dos días, con hotel, restaurantes y toda la parafernalia. ¡Una pasta! Los amigos madrileños se animaron también y eso fue mejor pues pudimos compartir la alegría de una noche de circo y todo lo que le rodea. Lo primero que llama la atención es la enorme procesión humana que desde una hora antes se va acercando a la enorme carpa. Un lugar difícil de encontrar en Madrid, en la zona de la Puerta del Ángel, en una esquina de la Casa de Campo. Así que quien más quien menos, tuvimos que preguntar varias veces hasta llegar allí. Era divertido ver la cara de resignación de los vecinos de la zona, cansados de responder siempre a la misma pregunta (que se la hacían en diversos idiomas, además). Al final, allí estaba la carpa. Las carpas, pues eran varias. Teníamos unos buenos puestos, ni tan cerca que pierdes la vista de conjunto (eso fue lo que nos pasara la vez anterior) ni tan lejos que pierdas los matices. Y comenzó el espectáculo y nos aprestamos a dejar de pensar en otras cosas para sumirnos en la magia de movimiento, luces y colores del escenario. Según raza la propaganda, CORTEO, el espectáculo creado por el italiano Danielle Finzi (se nota mucho su sentido italiano) tiende ser una historia en la que se mezcle lo espiritual (eso, al fin, es lo que pretende la magia) y lo real; el mas allá de la muerte (por eso la escenografía se basa mucho en ángeles) y la vida, lo dramático y lo cotidiano; lo grande (el payaso enorme, un argentino, mide 2,80) y lo pequeño (la pareja de personas pequeñas). Y logran bien ese mundo de contrastes por el que te van llevando. De forma parecida definen el espectáculo sus propios creadores:
"Mediante la yuxtaposición de lo grande con lo pequeño, lo ridículo con lo trágico y la magia de la perfección con el encanto de la imperfección, el espectáculo pone de manifiesto la fuerza y la fragilidad del payaso, así como su sabiduría y su bondad, para ilustrar la porción de humanidad que se encuentra dentro de cada uno de nosotros”.
Comienza con tres grandes lámparas iluminando el escenario y la simulación de la muerte de un payaso a quien los ángeles suministran, cómo no, su primer juego de alas XXL. Y así, como en una especie de flashback sobre su vida, nos vamos encontrando con los sucesivos números de circo y de sus intermedios (esos movimientos de escena cuyo sentido es entretenernos mientras pasamos de un número a otro).
Comentábamos allí que el circo antes eran los animales extraños que podías ver haciendo cosas extrañas, los atletas y equilibristas, los payasos. Todo era evidente y se jugaba con lo extraordinario. Todo eso cambia mucho en El Circo del Sol. Aquí lo importante es la coreografía y el mundo mágico que en cada momento se crea. Lo importante son los detalles y la conjunción entre ellos para formar escenas que parecen cuadros de artistas consumados. Lo importante es sobre todo ese gran movimiento coral que desarrollan los actores: parecen un ejército que se van agrupando según cada número y que corren por el escenario, se agrupan, se separan, mueven cosas, hacen malabarismo. Es como una máquina de relojería en el que cada uno ha de saber el segundo exacto en que le toca intervenir. Es algo que no puede dejar de maravillarte. Más, desde luego que ver a un elefante que levanta sus patas traseras.
Pero lo que realmente me entusiasma de estos montajes es el ritmo y la perfección con que van desarrollando cada uno de los pasos que se van sucediendo. Seguro que no soy original si digo que el Circo del Sol es, ante todo, un mundo de luces, sonidos y ropas que transmiten sensaciones estéticas inenarrables. Y si quisiera profundizar aún más, lo que me entusiasma más que ninguna otra cosa, es esa alegría de vivir que son capaces de transmitir. Se les ve contentos, como personas que disfrutan de lo que hacen, que disfrutan haciendo disfrutar a los demás. Y eso se transmite en sus sonrisas, en sus ojos brillantes, en esos pequeños gestos que son capaces de hacerte sonreír. Me encantaron los caballos de disfraz, sobre todo ella tan coqueta y con esos pasos desesfadados por el escenario. Y luego están los artistas que van apareciendo. En esta ocasión, los números quizás no hayan sido tan buenos como en Saltimbanco, pero eso no significa que no fueran excelentes todos los que actuaron. Quizás es que después de ver ese tipo de números en otros espectáculos ya te asombran menos. Pero los equilibristas, el alma del circo, estuvieron soberbios, tanto ellos recogiéndolas y enviándolas, como las muchachas volando a muchos pies sobre el escenario. También fueron magníficos los movimientos sobre las camas, sobre las lámparas, la chicha que soportaba a su partenair de un brazo o un pie (en algún momento pensé que podría desgarrarse la pobre en aquella postura tan forzada de colgar de un pie y sostener con el otro al gimnasta y moverse ambos como diablos. Los juegos combinados sobre barras fijas, sobre aros, sobre cintas. En fin, todo muy espectacular. Y pese a todo, lo que te llega más dentro, es esa alegría inmensa que te hace sentirte mejor. Esa estética preciosista del detalle bien conjugado. Se diría que lo hacen tan bien por oficio. Pero hay algo más en aquello. Es terapéutico, es amable. Estoy seguro que hasta genera endorfinas que, según dicen, es lo más de lo más.
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