Ha pasado un año, un año entero. Parece mentira. Se siente como si fuera ayer. Disminuye el dolor, se va apagando la pena pero queda ahí ese vacío inmenso, esa soledad. La ausencia que nos dejó. Con el paso de los días, las heridas dejan de sangrar pero no cicatrizan. Uno va entendiendo que lo que pasó tenía que pasar. La enfermedad y el sufrimiento se aliaron con la edad y todo se fue haciendo demasiado oscuro y triste. Disfrutaba pero solo a ratos y así, apenas si le merecía la pena seguir. Aquellas noches de los últimos meses, con la angustia cada vez que debía acostarse, con las llamadas constantes para que lo moviéramos, para que lo levantáramos y lo volviéramos a acostar. Se ahogaba el pobre. Se asustaba. Pero llegaba el día y parecía otro. Desayunaba, paseaba un poco, leía el periódico, charlaba, se relajaba. Comía poco, echaba su siesta y volvía a pasear la tarde. Luego la cena y, a veces, una partidica de cartas para concluir el día. Y así, entre medicaciones y rutinas iban pasando los días y llegaban las noches. Noches terribles. Y todo acabó en una de esas noches, hace hoy un año.
¿Sabes, papá? Lo peor del tiempo es cómo va erosionando la memoria. Hay cosas que no se olvidan y quedan ahí bien nítidas, con todos sus detalles. Los detalles de aquella medianoche final, siguen ahí con todo su dolor. No es fácil de olvidar. Incluso siendo todo muy natural, sin dramatismos excesivos, sin sorpresas, supuestamente sin dolor. Pudimos estar contigo en ese tránsito y eso es probablemente un regalo final que nos hiciste. En cambio, hay otros recuerdos que se van diluyendo en la memoria. Tu rostro, tus gestos, tu mirada. Esas cosas de detalle que estaban llenas de matices. Estoy seguro que si escuchara tu voz la reconocería de inmediato, pero a veces me quedo pensando en tu cara y es como si me faltaran detalles, piezas del puzle para poder componer el retrato completo. Por eso la necesidad de volver cada poco a tu fotografía y quedarse mirándote para reencontrarse con esos ojitos serenos y vivos; la piel tersa, la frente ancha; el gesto tranquilo y cariñoso; la media sonrisa siempre puesta. Pero lo malo del tiempo es eso, te deja lo fundamental pero pierdes los detalles. Y los detalles, a veces, son tan importantes…
En fin, hoy hace un año. El primer año sin ti, papá. Luego vendrán otros. Supongo que las heridas irán cicatrizando y nuestros ánimos se irán relajando. Pero no quisiera perder los detalles. Y como en los ordenadores, necesitaré refrescarlos. Pero será un placer, porque lo más rico de los recuerdos que tengo de ti radican en esos detalles: tu rostro, tu gesto, tu sonrisa, tu mirada. También tu tacto cariñoso, pero eso corre menos riesgo de olvidarse.
¿Sabes otra cosa, papá? Compartes aniversario con Gabriel Celaya, uno de nuestros mejores poetas. Ya sé que tú no eras mucho de poesía, pero quién sabe cómo son las cosas por ahí. Quizás os guste disfrutar de todo bello. En cualquier caso, la poesía apacigua los ánimos y eso es, justamente lo que necesitamos hoy. De él son aquellos versos que dicen:
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Pero el que más me gusta, el que me acompañó en aquellos días tristes de hace un año, cuando me sentía perdido y sentía que, otra vez, había tocado fondo. El verso dice:
Porque vivimos a golpes,
porque apenas si nos dejan decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo. Estamos tocando fondo.
Y entonces, con cara de paciencia me dirías: "pues si has tocado fondo, ya sabes lo que toca. Ahora p'arriba".
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