lunes, diciembre 03, 2007

Una gran familia.




Así es la nuestra. Nuestros padres celebraron el sábado sus bodas de diamante. 60 años juntos. ¡Qué cosas! Parece que uno está hablando de la prehistoria (donde todo duraba mucho) o de esos fenómenos, como el cambio climático y así, sobre los que se hacen pronósticos a cientos de años vista. Pero aquí no era eso. Hablamos de ahora, de nuestra casa, de nuestros padres y de nosotros mismos. Hemos durado con ellos toda esa infinidad de tiempo. Conozco parejas que se han separado durante el viaje de novios, así que estar celebrando los 60 años de matrimonio es, antes que nada, un milagro humano. No un milagro de la ingeniería o la técnica, no. Un milagro de la paciencia y del cariño mutuo que nuestros padres han sabido gestionar de maravilla. Con nuestra ayuda, claro. Seguro que sus hijos hemos sido su principal preocupación durante todos estos años. Con nosotros se inventó aquel refrán de “hijos criados, trabajos doblados”. Pero también hemos sido su principal fuente de energía. Así que todos nos merecíamos la celebración.

Los chinos, que tiene de casi todo, deben tener también algún signo de esos que signifiquen dos cosas a la vez. Dicen que en el signo que usan para decir “crisis” está compuesto por dos morfemas: el de conflicto y el de mejora. Y eso son las crisis, un momento de conflicto de cuya solución puede obtenerse una mejora. Para nuestra fiesta de las bodas de diamante tendríamos que tener, también, un signo o una palabra que tuviera, bien mezclados, dos significados, el de alegría y el de pesar. Así fue como vivimos la fiesta, con una inmensa alegría que navegaba como una barca sobre una fuerte corriente de amargura. Hubo momentos en los que la barca de algunos estuvo a punto de naufragar y eso se notaba en los ojos llorosos, en las miradas perdidas, en esa intensidad especial con que te abrazas o besas al otro. La ausencia de Javier, en un día que él se merecía como el que más, estuvo muy presente. Le hubiera gustado tanto… hubiera disfrutado tanto. Él, que era tan armadanzas… Pero, en fin, seguro que no andaría muy lejos y que, a su manera, se habrá sumado al brindis general por estos 60 hermosos años de matrimonio de nuestros papis.

Quisimos hacer la celebración en la Iglesia de San Miguel, en pleno centro de Pamplona. Ellos se casaron allí hace 60 años. Y no solo eso, mi padre fue uno de los que trabajó, antes de casarse, en la construcción del templo. Así que la elección no tenía duda.

La fiesta, como no podía ser menos, tuvo todos los toques del caos en que se hacen las cosas en nuestra familia. Esa parte de nuestro encanto debe venir en algún repliegue de nuestros genes. Teníamos una misa a las 12. Y habíamos quedado, por supuesto, a las doce menos cuarto. Bueno, Blanqui y yo lo hicimos y para la hora señalada ya habíamos hablado con el cura y definido la coreografía del acto. Bastante compleja, por cierto: un ramo de flores (dos iguales, los padres, y siete diferentes, una por hijo) que entregaría el mayor a la madre; dos rosas con espinas (las espinas para recordar que no hay amor sin sufrimiento, pero que con un poco de cuidado, las espinas no pasan de generar pequeñas molestias superables) que entregaría la hija al padre. Todo ello se haría al inicio de la misa y tras la explicación del simbolismo por parte del cura. Y llegaron las 12. Y los curas, amables, pusieron unas sillas delante del altar para nuestros padres y dos más para quienes fueran a darles las flores y acompañarles durante la misa. Se encendieron las luces y comenzó el órgano con la música de entrada. Y de los zabalzas, nadie en la iglesia, salvo yo haciendo el panoli y reservando 6 asientos para la familia. “¿Qué va a haber?”, me preguntaba la gente cuando les pedía que no sen sentaran allí. “Es que tengo prisa, me decían, y pensaba que para las 12 y media esto estaría acabado”. No se preocupe le decía, no va a duran mucho. La música seguía. Y el cura impaciente:”Dígales que pasen, dígales que pasen…”. ¿Pero que pase quién, me decía yo, si es que no ha venido nadie aún”. “A tomar por el saco todo lo que hemos preparado, pensé para mí, ni ramos, ni flores, sólo espinas”. Y supuse que empezaría la misa sin los abuelos, sin nadie en los bancos y yo de arriba abajo lanzando jaculatorias. A punto de tirar la toalla, aparecieron los abuelos, ranca ranca, por el final de la iglesia. Hombre si hubieran entrado del brazo y rodeados de hijos aún hubiéramos dado el cante, pero así ya se veía que la cosa era de un puro retraso. Pero llegaron ellos a sus sillas antes que el cura al altar, lo cual es un mérito más que atribuirles. La Blanqui se sentó en su silla junto al papá (a ella le tocaban las flores con espinas) y Rafa a la izquierda con la mamá para darle el ramo. Era tarea del mayor, pero bastante tenía yo con preocuparme con la ausencia en pleno de la familia. Bueno, al menos estábamos los suficientes para empezar, con sonsolé. Menos mal, que enseguida comenzaron a llegar algunos más y la cosa empezó a normalizarse. Pero está claro por qué todos tenemos tendencia a la hipertensión. Es que no hay manera de vivir relajadamente. Vamos siempre al filo de la navaja. Así que al menor contratiempo, zás, al carajo toda la planificación. Y eso debió pasar ese día, que estaba Pamplona imposible de tráfico. Y el ir siempre a las últimas a punto estuvo de hacernos la pascua (Santi hasta tuvo que salir en medio de la misa para aparcar bien su coche que lo había dejado subido en una acera y al pie de una señal de prohibido aparcar, como desafiando a los municipales).
Relajados los ánimos, todo lo demás salió de maravilla. Las flores llegaron a su destino. El cura advirtió bien del simbolismo de los ramos. Le dio un toque poético y personal al acto. También él había celebrado hace unos años las bodas de diamante de sus padres y sintió que las revivía. Después, Paula leyó el escrito de los nietos (precioso, como siempre) a sus abuelos, felicitándoles el aniversario y la cosa siguió adelante. En el ofertorio se repitió la ceremonia de la boda: “Salomé, aceptas a Javier en la salud y la enfermedad…”. Sí dijo ella. Y se oyó muy bien. Luego “Javier, aceptas a Salomé…” Y el papá que debía tener el sonotone bajo pensó que ya no hacía falta nada más, interrumpió al cura y dijo un Sí bien claro. Pero tuvo que esperar a que acabara la frase y a repetir su Sí bien alto. “Mejor que el día de la boda primera, me dijo después, ésta ha estado mejor”. Yo no estuve en aquella, pero ésta fue preciosa, de veras. La música del órgano nos entonó durante toda la ceremonia y el tenor y la soprano dieron ese toque celestial que precisan estos actos. Con tanta gente en los bancos (ahora sí, ya habían llegado todos), el darse la paz fue como un movimiento de masas en una película antigua, con gente yendo y viniendo a todas partes. Somos muy besucones en la familia. Y también eso estuvo bien.
La misa acabó con una sesión fotográfica. Infinita, según el coadjutor, que no veía la hora de que nos fuéramos y poder cerrar la iglesia. Pero son ésos los recuerdos que te quedan para realimentarnos y restañar heridas.

En fín, la parte religiosa salió muy bien. No todos en la familia viven estas cosas con el mismo agrado e implicación, pero todos fueron generosos con los que sí lo hacemos. Y la verdad, así es como se va haciendo familia, con pequeñas renuncias de cada parte en beneficio del sentir general. Y a los papás, que primero dudaban sobre si en nuestras circunstancias debiéramos hacerlo o no, luego les encantó. Se les veía felices rodeados de todos nosotros. “¿Ves? ¿Tú crees que deberíamos haber suprimido todo esto?”, me regañó Rafa porque yo había sido uno de los que dudaban de la conveniencia de celebrar las bodas en una fecha tan reciente a la muerte de Javier. “Por supuesto que no, Rafa, reconocí, hubiera sido un error”. Y es verdad. No importan las lágrimas que nos hayan podido costar las emociones de este acto. Merecen la pena. Javier sería el primero en insistir en que esta fecha no nos la podíamos saltar por ninguna razón.

Y tras la fiesta canónica, la gastronómica. Los pintxos, el marisco, el jamón y las innumerables viandas que mis hermanos habían reservado para la ocasión en el Pasarela. Pues eso, una pasada. Todo estaba adornado como para una gran fiesta familiar con globos, fotografías, escritos y demás encantos propios de una familia con más críos que adultos (aunque por lo que disfrutamos y comentamos, no era fácil distinguir entre quiénes eran los críos y quiénes los adultos). Lo bonito era que se habían reunido todos, nietos y bisnietos para prepararlo. Así que todo aquello tenía todo el encanto de las cosas hechas con cariño.

Lo demás es lo sabido. Comimos más de lo aconsejable (que me lo digan a mí que pagué caros mis excesos), bebimos lo que no se puede contar (para desesperación de Rafa que no paraba de ir a buscar sus botellas Premium de vino gourmet al escondite en el que las conserbaba como oro en paño), jugamos a las cartas (volví a perder y eso pese a jugar con mi padre; esto se está convirtiendo en una maldición) y, sobre todo, estuvimos juntos mucha gente, con bastante ruido y sin molestar a nadie. Una envidia para cualquiera.

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