Dicen que la única forma de recobrar la normalidad es volviendo a ella. Finiquitar el estado de excepción (donde todo suena y sabe distinto, donde te permites sentirte en un estado especial y los demás también te ven raro) y recuperar la vida cotidiana. Cerrar los paréntesis y seguir con la narrativa habitual. A veces asusta. Otras te sientes como culpable por cerrar un capítulo que supones deberías mantener abierto y por sufrir menos de lo que deberías sufrir. Uno ya entiende que eso llegará en su momento. Lo difícil es averiguar cuándo llegó. En fin, malos rollos para espíritus diletantes.
El caso es que decidí que no podía mantener más tiempo el stand by profesional. Entre otras cosas porque lo único que conseguía era ir aplazando las cosas y abusar de la generosidad de quienes me las habían encargado. Al final tendría que poner otras fechas y ocupar otros tiempos de los que quizás no dispondría. Y ahí viene Chile.
Ya había acordado hace meses un par de compromisos con universidades chilenas. Una semana con la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile y otra con la Universidad Central. En ambos casos como asesor internacional en sus proyectos MECESUP para el rediseño de sus Planes de Estudio. Había suprimido el viaje por la enfermedad de mi padre porque por nada del mundo hubiera querido que le pasara algo estando yo fuera. Pero desgraciadamente nos dejó antes e incluso fue generoso dejándome un par de semanas intermedias para renovar el ánimo. No tenía sentido aplazar más el viaje. Así que les pedí que reprogramaran las actividades. La gente es buena y accedieron. Y, como sucede siempre, llegó el día y ahí me tienes de nuevo en la T4 de Barajas recuperando viejas sensaciones. Mis amigos no se lo creerán, pero llevaba sin viajar (viajes largos) desde Noviembre.
Aún no me lo explico pero tenía tan mal planificado el viaje que me chupé 5 horas en el aeropuerto. Menos mal que fueron en la sala VIP y eso lo hace más entretenido. Y eso que mis propósitos de normalidad se rompieron a media tarde cuando pasando delante de la sala de la TV vi que echaban una de Paco Martínez Soria. A tomar por el saco las emociones. Ése era un espacio que yo compartía con mi padre. Lo llamaba siempre que ponían alguna y cuando estaba con él nos encantaba verlas y reírnos juntos. Allí me quedé imaginándolo a mi lado y entremezclando sonrisas y lágrimas. Supongo que cosas de éstas, recuerdos que se te cruzan, imágenes, situaciones vividas juntos nos rondarán por mucho tiempo. Aún es pronto y esos recuerdos te lo remueven todo. Son momentos en los que la pérdida se te hace tan patente, tan física que te duele todo.
Cuando acabó me fui a cenar y después a ver el partido del Barça contra en Villarreal. Había mucho catalán en la sala, así que se organizó un buen jolgorio a medida que iban cayendo inmisericordes los goles blaugranas. Y de allí, al avión pues ya estaban embarcando.
El viaje fue bien. Aunque me tuvieron en vilo hasta el último minuto, cuando ya entraba resignado a mi asiento en turista, la azafata me dijo que me ofrecían un upgrade a Bussiness. No le di un beso por timidez, pero no pude evitar un salto de alegría. “Esto empieza bien”, pensé para mí. Y fue bien. Como ya había cenado en la sala VIP apenas probé nada de lo que nos dieron. Vi una peliculilla mediocre y traté de dormir toda la noche. No pude, claro. Ni con pastilla, pero tampoco fue desagradable. Simplemente se trataba de ir dejando pasar las horas, que son muchas. La leche de horas, unas 14. Vi que la información del vuelo decía que habíamos recorrido 10.700 Km. La leche.
Llegamos al aeropuerto de Santiago de Chile 10 aviones internacionales en el plazo de una hora. Así que aquello era un mundo para pasar la policía. 45 minutos de esa cola infinita en zigzag que ponen ahora. Pero también pasó, es cuestión de paciencia. Fue gracioso porque había como una docena de cabinas de policías atendiendo los pasaportes. Y un funcionario indicando a cuál debías ir. Y lo estaban volviendo loco la gente de la fila. “la cinco está libre”; “la doce está llamado”: “oiga, la tres, es que está ciego”. El tipo empezó a cabrearse: “hagan el favor, déjenme a mí”. Pero ni por esas, sobre todo los chilenos. Se las estaban haciendo pasar canutas. “A un guardia civil, podríamos hacerle eso”, pensaba yo para mí.
Pero ahí acabó la felicidad del viaje. Pasé el control de pasaportes, recogí mi maleta y corrí raudo a pasar la aduana y encontrarme con Carlos Moya que me esperaba fuera. ¡Y un huevo de pato! En Chile están obsesionados con su agricultura y ganadería. Y te escanean las maletas para ver si llevas productos alimenticios o animales. Yo metí las mías y pasé tranquilo. ¿Quién me lo iba a decir? “Eh, usted, me llamó el policía. ¿Esta maleta es suya?”. Era mi trole. “¿Me podría usted enseñar su papel de aduana?”. Era el que nos habían dado en el avión donde te preguntaban si traías dinero, comida, frutas, hortalizas. Siempre pongo que no a todo, claro. “Está sin firmar, me dijo”. Y generosamente me dio su bolígrafo para que firmara. Después abrió la maletita y, ¡santo cielo!, allí estaba mi naranja. La había cogido en la sala VIP, pensando que iría en turista, para refrescarme un poco la boca a media noche. Luego al ir en Bussiness me olvidé totalmente de ella. El tipo me la enseñó triunfante. “Trae usted una naranja”. “¡Es verdad!, confesé. Me había olvidado totalmente de ella. Puede quedársela”. “Pero usted ha firmado este papel diciendo que no trae frutas. Este es un documento oficial del Gobierno de Chile. Ha firmado en falso!” No nos volvamos locos, pensé para mí. El tipo me estaba medio acusando de perjurio. ¡Por una puta naranja! Ni siquiera era “frutas”, en plural, como decía el papel. Pues no hubo tu tía. Me pidió el pasaporte. Tiene que acompañarme, me dijo, como si hubiera encontrado un alijo de droga. Me llevó a un rincón. Sacó unos documentos de una carpeta e inició la apertura de un expediente con mis datos, el momentos, el vuelo, la cinta, todo. Muy concienzuda la recopilación de evidencias. Incluso pesó la naranja: 0,22 Kg. Y me la leyó. No añadió aquello de que tiene usted derecho a guardar silencio y hablar solo en presencia de un abogado, pero se lo había tomado tan en serio que no me hubiera extrañado nada. “Espere en ese banco y enseguida le llamarán”. Metió la naranja y su atestado en una bolsita y se la llevó a la oficina. Yo me senté en el banco y esperé.
Me llamaron a los 20 minutos y pasé a un cuartucho con varias mesitas y ordenadores. Se hizo cargo de mi caso un policía joven. Muy atento. Me saludó, me dijo su nombre y me enseñó su placa para que lo comprobara. “Discúlpeme unos minutos mientras compruebo unos datos en el computador y enseguida comenzamos”. Sonaba bien, pero la situación seguía siendo esperpéntica. A todas estas vi que en otra mesa se estaban ensañando con una señora. Mi fijé un poco más y vi que en la bolsita de las evidencias, la funcionaria tenía una mandarina pequeña. “Uf!, pensé, si a ésa por una mandarina ridícula la tratan así, ya verás el sarao que me montan por una naranja”. Al poco el funcionario comenzó a explicarme si entendía por qué estaba allí. Le dije que entender entendía pero que me parecía ridículo. “¡Por una puta naranja!”, le dije. “Una naranja, me dijo él, lo demás sobra, que yo le estoy tratando a usted con respeto”. No se podía decir puta allí, me aclaró. Le pedí disculpas. Pero seguimos discutiendo. Yo no entendía que pudieran perder tanto su tiempo y el mía por una naranja. Ni sé la cantidad de papeles que hizo: la denuncia, el certificado de evidencias, el reconocimiento del requisamiento, la autorización de la destrucción de lo requisado. Y todo por duplicado con sus fotocopias y la doble firma, la suya y la mía. Otra media hora. Discutí mucho, la verdad, pero no merecía la pena. El estaba haciendo su papel. Y al final, hasta me perdonó la multa. Puso en la denuncia que llevaba la fruta por olvido y que no lo hice con mala intención. “No hable de esto fuera”, me dijo. La legislación ordena poner multas que van de los 250 dólares a los 1200. Tenga más cuidado la próxima vez porque no se librará. “Voy a tener que darle las gracias”, pensé confundido. Así lo hice y me escapé sin mirar atrás porque me podía perder la cara de cabreo.
Allí encontré a Carlos esperándome. Desesperado también él y pensando que ya me había ido. Menos mal que se rió y me contó aventuras similares de otros profesores a los que había ido a esperar. A uno le habían quitado medio kilo de jamón de jabugo que le traía. “Pero no creo que lo destruyeran como le hicieron firmar”, aseguró.
De allí al hotel. Una duchita reparadora y una media siesta para recuperar fuerzas. Pero al rato me despertó un terremoto. La habitación comenzó a moverse como si estuviera en un barco. Me quedé más perplejo que asustado (al final, aquello se parecía al avión donde también estás tumbado y también se mueve, a veces mucho). Pero el movimiento seguía y seguía. Era como un columpio que iba para adelante y para atrás.. Dudé si levantarme y salir corriendo pero oía que los coches y autobuses seguían pasando por la calle Apoquindo. Así que decidí que tampoco yo me dejaría asustar. Seguí en la cama y la cosa volvió a la normalidad. Luego cuando salía a la calle se lo comenté al recepcionista. Sí, me dijo, pero fue sólo un temblor. Usted lo notó más porque está en el séptimo piso. Luego en la radió oí que hablaban de que el epicentro había estado en una ciudad al sur de Santiago y que se habían caído algunas casas. Pero no parecían darle demasiada importancia. Creo que es bastante habitual en los últimos meses.
En fin, llevo sólo unas horas en Chile y ya han estado a punto de multarme (¡por una puta naranja!) y he vivido un miniterremoto. Esto es entrar en situación de golpe. Ya empiezo a estar preocupado por las sorpresas que me pueda deparar la semana que entra.
El caso es que decidí que no podía mantener más tiempo el stand by profesional. Entre otras cosas porque lo único que conseguía era ir aplazando las cosas y abusar de la generosidad de quienes me las habían encargado. Al final tendría que poner otras fechas y ocupar otros tiempos de los que quizás no dispondría. Y ahí viene Chile.
Ya había acordado hace meses un par de compromisos con universidades chilenas. Una semana con la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile y otra con la Universidad Central. En ambos casos como asesor internacional en sus proyectos MECESUP para el rediseño de sus Planes de Estudio. Había suprimido el viaje por la enfermedad de mi padre porque por nada del mundo hubiera querido que le pasara algo estando yo fuera. Pero desgraciadamente nos dejó antes e incluso fue generoso dejándome un par de semanas intermedias para renovar el ánimo. No tenía sentido aplazar más el viaje. Así que les pedí que reprogramaran las actividades. La gente es buena y accedieron. Y, como sucede siempre, llegó el día y ahí me tienes de nuevo en la T4 de Barajas recuperando viejas sensaciones. Mis amigos no se lo creerán, pero llevaba sin viajar (viajes largos) desde Noviembre.
Aún no me lo explico pero tenía tan mal planificado el viaje que me chupé 5 horas en el aeropuerto. Menos mal que fueron en la sala VIP y eso lo hace más entretenido. Y eso que mis propósitos de normalidad se rompieron a media tarde cuando pasando delante de la sala de la TV vi que echaban una de Paco Martínez Soria. A tomar por el saco las emociones. Ése era un espacio que yo compartía con mi padre. Lo llamaba siempre que ponían alguna y cuando estaba con él nos encantaba verlas y reírnos juntos. Allí me quedé imaginándolo a mi lado y entremezclando sonrisas y lágrimas. Supongo que cosas de éstas, recuerdos que se te cruzan, imágenes, situaciones vividas juntos nos rondarán por mucho tiempo. Aún es pronto y esos recuerdos te lo remueven todo. Son momentos en los que la pérdida se te hace tan patente, tan física que te duele todo.
Cuando acabó me fui a cenar y después a ver el partido del Barça contra en Villarreal. Había mucho catalán en la sala, así que se organizó un buen jolgorio a medida que iban cayendo inmisericordes los goles blaugranas. Y de allí, al avión pues ya estaban embarcando.
El viaje fue bien. Aunque me tuvieron en vilo hasta el último minuto, cuando ya entraba resignado a mi asiento en turista, la azafata me dijo que me ofrecían un upgrade a Bussiness. No le di un beso por timidez, pero no pude evitar un salto de alegría. “Esto empieza bien”, pensé para mí. Y fue bien. Como ya había cenado en la sala VIP apenas probé nada de lo que nos dieron. Vi una peliculilla mediocre y traté de dormir toda la noche. No pude, claro. Ni con pastilla, pero tampoco fue desagradable. Simplemente se trataba de ir dejando pasar las horas, que son muchas. La leche de horas, unas 14. Vi que la información del vuelo decía que habíamos recorrido 10.700 Km. La leche.
Llegamos al aeropuerto de Santiago de Chile 10 aviones internacionales en el plazo de una hora. Así que aquello era un mundo para pasar la policía. 45 minutos de esa cola infinita en zigzag que ponen ahora. Pero también pasó, es cuestión de paciencia. Fue gracioso porque había como una docena de cabinas de policías atendiendo los pasaportes. Y un funcionario indicando a cuál debías ir. Y lo estaban volviendo loco la gente de la fila. “la cinco está libre”; “la doce está llamado”: “oiga, la tres, es que está ciego”. El tipo empezó a cabrearse: “hagan el favor, déjenme a mí”. Pero ni por esas, sobre todo los chilenos. Se las estaban haciendo pasar canutas. “A un guardia civil, podríamos hacerle eso”, pensaba yo para mí.
Pero ahí acabó la felicidad del viaje. Pasé el control de pasaportes, recogí mi maleta y corrí raudo a pasar la aduana y encontrarme con Carlos Moya que me esperaba fuera. ¡Y un huevo de pato! En Chile están obsesionados con su agricultura y ganadería. Y te escanean las maletas para ver si llevas productos alimenticios o animales. Yo metí las mías y pasé tranquilo. ¿Quién me lo iba a decir? “Eh, usted, me llamó el policía. ¿Esta maleta es suya?”. Era mi trole. “¿Me podría usted enseñar su papel de aduana?”. Era el que nos habían dado en el avión donde te preguntaban si traías dinero, comida, frutas, hortalizas. Siempre pongo que no a todo, claro. “Está sin firmar, me dijo”. Y generosamente me dio su bolígrafo para que firmara. Después abrió la maletita y, ¡santo cielo!, allí estaba mi naranja. La había cogido en la sala VIP, pensando que iría en turista, para refrescarme un poco la boca a media noche. Luego al ir en Bussiness me olvidé totalmente de ella. El tipo me la enseñó triunfante. “Trae usted una naranja”. “¡Es verdad!, confesé. Me había olvidado totalmente de ella. Puede quedársela”. “Pero usted ha firmado este papel diciendo que no trae frutas. Este es un documento oficial del Gobierno de Chile. Ha firmado en falso!” No nos volvamos locos, pensé para mí. El tipo me estaba medio acusando de perjurio. ¡Por una puta naranja! Ni siquiera era “frutas”, en plural, como decía el papel. Pues no hubo tu tía. Me pidió el pasaporte. Tiene que acompañarme, me dijo, como si hubiera encontrado un alijo de droga. Me llevó a un rincón. Sacó unos documentos de una carpeta e inició la apertura de un expediente con mis datos, el momentos, el vuelo, la cinta, todo. Muy concienzuda la recopilación de evidencias. Incluso pesó la naranja: 0,22 Kg. Y me la leyó. No añadió aquello de que tiene usted derecho a guardar silencio y hablar solo en presencia de un abogado, pero se lo había tomado tan en serio que no me hubiera extrañado nada. “Espere en ese banco y enseguida le llamarán”. Metió la naranja y su atestado en una bolsita y se la llevó a la oficina. Yo me senté en el banco y esperé.
Me llamaron a los 20 minutos y pasé a un cuartucho con varias mesitas y ordenadores. Se hizo cargo de mi caso un policía joven. Muy atento. Me saludó, me dijo su nombre y me enseñó su placa para que lo comprobara. “Discúlpeme unos minutos mientras compruebo unos datos en el computador y enseguida comenzamos”. Sonaba bien, pero la situación seguía siendo esperpéntica. A todas estas vi que en otra mesa se estaban ensañando con una señora. Mi fijé un poco más y vi que en la bolsita de las evidencias, la funcionaria tenía una mandarina pequeña. “Uf!, pensé, si a ésa por una mandarina ridícula la tratan así, ya verás el sarao que me montan por una naranja”. Al poco el funcionario comenzó a explicarme si entendía por qué estaba allí. Le dije que entender entendía pero que me parecía ridículo. “¡Por una puta naranja!”, le dije. “Una naranja, me dijo él, lo demás sobra, que yo le estoy tratando a usted con respeto”. No se podía decir puta allí, me aclaró. Le pedí disculpas. Pero seguimos discutiendo. Yo no entendía que pudieran perder tanto su tiempo y el mía por una naranja. Ni sé la cantidad de papeles que hizo: la denuncia, el certificado de evidencias, el reconocimiento del requisamiento, la autorización de la destrucción de lo requisado. Y todo por duplicado con sus fotocopias y la doble firma, la suya y la mía. Otra media hora. Discutí mucho, la verdad, pero no merecía la pena. El estaba haciendo su papel. Y al final, hasta me perdonó la multa. Puso en la denuncia que llevaba la fruta por olvido y que no lo hice con mala intención. “No hable de esto fuera”, me dijo. La legislación ordena poner multas que van de los 250 dólares a los 1200. Tenga más cuidado la próxima vez porque no se librará. “Voy a tener que darle las gracias”, pensé confundido. Así lo hice y me escapé sin mirar atrás porque me podía perder la cara de cabreo.
Allí encontré a Carlos esperándome. Desesperado también él y pensando que ya me había ido. Menos mal que se rió y me contó aventuras similares de otros profesores a los que había ido a esperar. A uno le habían quitado medio kilo de jamón de jabugo que le traía. “Pero no creo que lo destruyeran como le hicieron firmar”, aseguró.
De allí al hotel. Una duchita reparadora y una media siesta para recuperar fuerzas. Pero al rato me despertó un terremoto. La habitación comenzó a moverse como si estuviera en un barco. Me quedé más perplejo que asustado (al final, aquello se parecía al avión donde también estás tumbado y también se mueve, a veces mucho). Pero el movimiento seguía y seguía. Era como un columpio que iba para adelante y para atrás.. Dudé si levantarme y salir corriendo pero oía que los coches y autobuses seguían pasando por la calle Apoquindo. Así que decidí que tampoco yo me dejaría asustar. Seguí en la cama y la cosa volvió a la normalidad. Luego cuando salía a la calle se lo comenté al recepcionista. Sí, me dijo, pero fue sólo un temblor. Usted lo notó más porque está en el séptimo piso. Luego en la radió oí que hablaban de que el epicentro había estado en una ciudad al sur de Santiago y que se habían caído algunas casas. Pero no parecían darle demasiada importancia. Creo que es bastante habitual en los últimos meses.
En fin, llevo sólo unas horas en Chile y ya han estado a punto de multarme (¡por una puta naranja!) y he vivido un miniterremoto. Esto es entrar en situación de golpe. Ya empiezo a estar preocupado por las sorpresas que me pueda deparar la semana que entra.
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