Hace hoy una semana tuvimos una pelea entre amigos. La resaca ha sido dura. Da para pensar.
A veces, en el fragor de las discusiones entre amigos, surgen las peleas y las palabras se convierten en lanzas, los susurros en gritos y las sonrisas van alterando sus contornos hasta transformarse en rictus. Las miradas cómplices se convierten en amenazadoras y poco a poco vas cayendo en una especie de pozo negro del que parece imposible salir. Es como un terremoto. Y si el epicentro está próximo a alguno de tus pilares vitales (tu hígado, tu autoimagen, tus afectos, tu vida) todo se resquebraja y la vista y el sentido se nublan bajo los cascotes.
A veces la debacle se ve venir (así sentí yo hace unos años un terremoto en Brasil: lo sientes llegar de lejos como un murmullo infernal que surge bajo la tierra y que se va haciendo más profundo e intenso a medida que se va acercando) pero es como si no pudieras salir de las arenas movedizas que te van tragando, como si un maleficio te hiciera despreciar los cables salvadores que los otros del grupo te van echando para que te agarres a ellos antes de que la situación se haga irreversible.
Y ahí te ves, sin salida, chapoteando en un barrizal sin opciones en el que parece que se impone la sensación de que todo está perdido y que ya da igual. Y cada paso que das, cada frase que dices , empeora las cosas en lugar de aliviarlas. Y acabas con la voz ronca de gritar, la moral calcinada por el descontrol y con el espíritu dolorido por los golpes dados más que por los recibidos. Da lo mismo si en algún momento de la trifulca tuviste razón o no, si fuiste tú o fue otro quien comenzó la pelea, si fue buscada o inesperada. Da lo mismo, al final siempre pierdes, siempre sales malherido. Y sonao, como un boxeador después de 10 asaltos, sin saber qué hacer, cómo dar marcha atrás.
Decía Louis Pasteur que “los verdaderos amigos se tienen que enfadar de vez en cuando”. Si ése es un indicador de “buena amistad” la de nuestra pandilla no corre peligro pues ese principio lo cumplimos de sobra. Afortunadamente los enfados se van repartiendo entre unos y otros (curiosamente casi siempre entre los hombres, ellas se quedan al lado, compadeciéndonos primero y curando las heridas, después). Quizás las discusiones correlacionen con el cansancio del día o la saturación de alcohol de la noche, pero es una excusa pobre y, en todo caso evitable.
En fin, el caso es que en el pecado de las peleas tiene uno la penitencia. Y cuando has estado en la mitad del reparto de golpes (sólo verbales,¡ por favor!, que somos unos señores) no te queda más remedio que penar y atravesar tu propio desierto personal. Y comenzar a buscar estrategias para armar el reencuentro y pasar página.
Una semana así, reconcentrado, pesaroso, con la emoción a flor de piel y las lágrimas en la recámara ha sido suficiente tiempo para pensar en la amistad y sus contradicciones; para querer ser amigo sin dejar de ser asertivo; para querer cerrar las heridas pero sin cerrarlas en falso. Para preguntarse por la amistad. Es bien claro aquello de que “quien busca amigos sin defectos se queda sin amigos”. Pero no hay problema, también esa condición la cumplimos de sobra. La cuestión es que, ni siquiera así, podemos pretender que nuestros defectos aparezcan como virtudes, porque no lo son. A veces mis alumnos me preguntan cuántas preguntas tienen que responder bien en el examen para aprobar. Les digo que depende. Si las que tienen mal restan (los defectos, aunque sean inevitables, siempre restan) tendrán que responder bien a las preguntas suficientes para que, después de restar las incorrectas, les permita tener una calificación suficiente para aprobar. Así que necesitaran más respuestas positivas cuantas más respuestas incorrectas tengan. Algo así debe suceder también con los amigos para que la ecuación funcione: no se pueden evitar los defectos pero las virtudes deben, entonces, incrementarse. Y no está mal. Es mucho más interesante pensar en las virtudes de los amigos que en sus defectos.
¿Qué es lo que convierte a un grupo de personas en amigos? Ésa es, supongo, la pregunta básica, la que sirve de piedra angular del arco de la amistad. Si me pusiera cursi, diría que lo que construye la amistad es el amor. Pero suena raro y uno tiende a pensar que el amor es otra cosa y lleva a otro tipo de relación. Sin embargo algo parecido al amor debe ser lo que diferencia a los amigos de verdad de los otros amigos circunstanciales, de los colegas de trabajo, de los que se acercan a ti por otro tipo de intereses o confluencias. Me encanta aquel cántico religioso que dice “Si me falta el amor, nada sirve de nada; si me falta el amor, nada hay”. Con la amistad debe pasar algo de eso. Pero resulta cursi, lo reconozco.
A veces la debacle se ve venir (así sentí yo hace unos años un terremoto en Brasil: lo sientes llegar de lejos como un murmullo infernal que surge bajo la tierra y que se va haciendo más profundo e intenso a medida que se va acercando) pero es como si no pudieras salir de las arenas movedizas que te van tragando, como si un maleficio te hiciera despreciar los cables salvadores que los otros del grupo te van echando para que te agarres a ellos antes de que la situación se haga irreversible.
Y ahí te ves, sin salida, chapoteando en un barrizal sin opciones en el que parece que se impone la sensación de que todo está perdido y que ya da igual. Y cada paso que das, cada frase que dices , empeora las cosas en lugar de aliviarlas. Y acabas con la voz ronca de gritar, la moral calcinada por el descontrol y con el espíritu dolorido por los golpes dados más que por los recibidos. Da lo mismo si en algún momento de la trifulca tuviste razón o no, si fuiste tú o fue otro quien comenzó la pelea, si fue buscada o inesperada. Da lo mismo, al final siempre pierdes, siempre sales malherido. Y sonao, como un boxeador después de 10 asaltos, sin saber qué hacer, cómo dar marcha atrás.
Decía Louis Pasteur que “los verdaderos amigos se tienen que enfadar de vez en cuando”. Si ése es un indicador de “buena amistad” la de nuestra pandilla no corre peligro pues ese principio lo cumplimos de sobra. Afortunadamente los enfados se van repartiendo entre unos y otros (curiosamente casi siempre entre los hombres, ellas se quedan al lado, compadeciéndonos primero y curando las heridas, después). Quizás las discusiones correlacionen con el cansancio del día o la saturación de alcohol de la noche, pero es una excusa pobre y, en todo caso evitable.
En fin, el caso es que en el pecado de las peleas tiene uno la penitencia. Y cuando has estado en la mitad del reparto de golpes (sólo verbales,¡ por favor!, que somos unos señores) no te queda más remedio que penar y atravesar tu propio desierto personal. Y comenzar a buscar estrategias para armar el reencuentro y pasar página.
Una semana así, reconcentrado, pesaroso, con la emoción a flor de piel y las lágrimas en la recámara ha sido suficiente tiempo para pensar en la amistad y sus contradicciones; para querer ser amigo sin dejar de ser asertivo; para querer cerrar las heridas pero sin cerrarlas en falso. Para preguntarse por la amistad. Es bien claro aquello de que “quien busca amigos sin defectos se queda sin amigos”. Pero no hay problema, también esa condición la cumplimos de sobra. La cuestión es que, ni siquiera así, podemos pretender que nuestros defectos aparezcan como virtudes, porque no lo son. A veces mis alumnos me preguntan cuántas preguntas tienen que responder bien en el examen para aprobar. Les digo que depende. Si las que tienen mal restan (los defectos, aunque sean inevitables, siempre restan) tendrán que responder bien a las preguntas suficientes para que, después de restar las incorrectas, les permita tener una calificación suficiente para aprobar. Así que necesitaran más respuestas positivas cuantas más respuestas incorrectas tengan. Algo así debe suceder también con los amigos para que la ecuación funcione: no se pueden evitar los defectos pero las virtudes deben, entonces, incrementarse. Y no está mal. Es mucho más interesante pensar en las virtudes de los amigos que en sus defectos.
¿Qué es lo que convierte a un grupo de personas en amigos? Ésa es, supongo, la pregunta básica, la que sirve de piedra angular del arco de la amistad. Si me pusiera cursi, diría que lo que construye la amistad es el amor. Pero suena raro y uno tiende a pensar que el amor es otra cosa y lleva a otro tipo de relación. Sin embargo algo parecido al amor debe ser lo que diferencia a los amigos de verdad de los otros amigos circunstanciales, de los colegas de trabajo, de los que se acercan a ti por otro tipo de intereses o confluencias. Me encanta aquel cántico religioso que dice “Si me falta el amor, nada sirve de nada; si me falta el amor, nada hay”. Con la amistad debe pasar algo de eso. Pero resulta cursi, lo reconozco.
Supongo que lo principal en la amistad es la confianza. “Una de las alegrías de la amistad es tener en quien confiar”, reza un dicho. Sin eso, ¿qué hay, en realidad? Un escritor francés del S.XVII, De la Bruyere, decía que “es más vergonzoso desconfiar de los amigos que ser engañados por ellos” No sé si estoy de acuerdo con eso. Tampoco hay que pasarse. Pero me gusta menos aún aquello de Gregg Levoy: “Él es mi amigo más querido y el más cruel de mis rivales, mi confidente y el que me traiciona, el que me apoya y el que de mí depende; y lo más espantoso de todo: es mi igual”. Suena terrible. Un amigo no se puede convertir en tu rival, no se puede alegrar de tus desgracias, no puede insistir en tus defectos. Los amigos pueden ser, ocasionalmente, moscas cojoneras, que te zahieran con tus defectos pero no pueden regodearse en ello. Más que tus fiscales deberían ser tus abogados defensores: “Un amigo es el que lo sabe todo de ti y, a pesar de ello, te quiere”. Leonardo da Vinci decía (uno nunca sabe si estas frases que se atribuyen a famosos son suyas o no, pero se non é vero é bene trovato) que “la amistad solo puede tener lugar a través del desarrollo del respeto mutuo y dentro de un espíritu de sinceridad”.
Bueno, mucho rollo, para algo sencillo, me está diciendo el blog. Te estás comiendo el coco de una manera insoportable. Y me da su propia sentencia: los amigos pueden ser como les dé la gana. Así, con dos cojones. Y a ti no te queda otra que aturar con ellos. Justamente porque son tus amigos. Y si, de vez en cuando, saltan chispas, pues que salten. Es preferible apagar un fuego ocasional que embridar las relaciones y tener a la gente pendiente de lo que se puede o no se puede decir o hacer. Y además, ten cuidado y evita tanta elucubración si no quieres perderlos pues “los amigos son como los taxis, cuando hay mal tiempo escasean”.
Bueno, mucho rollo, para algo sencillo, me está diciendo el blog. Te estás comiendo el coco de una manera insoportable. Y me da su propia sentencia: los amigos pueden ser como les dé la gana. Así, con dos cojones. Y a ti no te queda otra que aturar con ellos. Justamente porque son tus amigos. Y si, de vez en cuando, saltan chispas, pues que salten. Es preferible apagar un fuego ocasional que embridar las relaciones y tener a la gente pendiente de lo que se puede o no se puede decir o hacer. Y además, ten cuidado y evita tanta elucubración si no quieres perderlos pues “los amigos son como los taxis, cuando hay mal tiempo escasean”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario