Es bonita esa historia del “nosotros” que acabo de leer. Parece ser que resulta un antídoto contra las peleas de pareja. No las evita, eso sería imposible, pero ayuda a salir de ellas o a no hundirte en las arenas movedizas de una discusión con mal pronóstico.
Según cuenta la agencia EFE, en el laboratorio de Psicología de la Universidad de Berkeley (EEUU), Robert Levenson y su equipo han estudiado las discusiones y peleas de 154 parejas de mediana edad. Aquellas que utilizaban el pronombre “nosotros” en lugar de insistir en el “yo” o “tú” salían antes de la situación problemática.
Claro que pasar del yo o el tú al nosotros en una discusión es casi un milagro. Es más fácil intentar defender tu posición utilizando el “yo” como arma: lo que yo he hecho, lo que yo siento, lo que yo me he esforzado, la forma en que yo lo veo, etc. También es más fácil atacar la posición del otro arreándole con el “tú”: tú has tenido la culpa, tú has empezado, tú te has empeñado en algo, tú no eres capaz de entender mi posición. “Yo”, “yo”, “tú”, “tú”. Y sus derivados, claro: mío, tuyo.
Con la coña esta de la asertividad, hemos vuelto a reforzar mucho la fuerza de la individualidad, de los propios derechos, de lo que a cada uno nos interesa. Y en este caldo de cultivo posmoderno, la comunión del “nosotros” acaba diluyéndose. “Es que los jóvenes de ahora no aguantáis nada”, decía mi suegra. Para aquella generación la vida en pareja tenía algo de ascesis y de sacrificio. Por ambas partes. Se habían tomado en serio aquello de seguir juntos “en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad, en lo bueno y en lo malo…”.
El nosotros tiene algo de lazo, de abrazo, de vida compartida. Es una figura lingüística que acerca. Por eso es más difícil tomarse a la brava la discusión mientras uno se mantenga en ese territorio común. Dicen los investigadores que en las parejas que usaban el nosotros, la discusión producía menos estrés. Por lo visto, las ponían a discutir durante 15 minutos sobre sus problemas matrimoniales o de pareja y, mientras lo hacían, las grababan en vídeo y les tomaban mediciones de ritmo cardíaco, temperatura corporal y sudoración. Lo que no me explico es cómo conseguían centrarse en sus problemas de pareja con tanta parafernalia. Yo me sé de alguien que se cabrearía sólo de verse en ese trance y acabaría pagándolo su sufrido interlocutor (quien, por supuesto, tendría la culpa de haber ido a aquel circo). Y si la cosa de la discusión iba ganando en intensidad, tampoco sería improbable que en el fragor de la batalla algunos de los cables de la discusión su fueran a tomar por saco.
Hombre, me relaja pensar que una de las conclusiones a las que llegaron en la investigación fue que los “años vividos en pareja” influyen en el uso del plural. Las parejas con más años en común usaban más el nosotros que las menos experimentadas. Al final todo se aprende (o se olvida, vete a saber). Y también me gusta aquello de que las parejas que han tenido que enfrentarse a obstáculos y los han superado juntos emplean más el nosotros. ¡Qué menos!
Según cuenta la agencia EFE, en el laboratorio de Psicología de la Universidad de Berkeley (EEUU), Robert Levenson y su equipo han estudiado las discusiones y peleas de 154 parejas de mediana edad. Aquellas que utilizaban el pronombre “nosotros” en lugar de insistir en el “yo” o “tú” salían antes de la situación problemática.
Claro que pasar del yo o el tú al nosotros en una discusión es casi un milagro. Es más fácil intentar defender tu posición utilizando el “yo” como arma: lo que yo he hecho, lo que yo siento, lo que yo me he esforzado, la forma en que yo lo veo, etc. También es más fácil atacar la posición del otro arreándole con el “tú”: tú has tenido la culpa, tú has empezado, tú te has empeñado en algo, tú no eres capaz de entender mi posición. “Yo”, “yo”, “tú”, “tú”. Y sus derivados, claro: mío, tuyo.
Con la coña esta de la asertividad, hemos vuelto a reforzar mucho la fuerza de la individualidad, de los propios derechos, de lo que a cada uno nos interesa. Y en este caldo de cultivo posmoderno, la comunión del “nosotros” acaba diluyéndose. “Es que los jóvenes de ahora no aguantáis nada”, decía mi suegra. Para aquella generación la vida en pareja tenía algo de ascesis y de sacrificio. Por ambas partes. Se habían tomado en serio aquello de seguir juntos “en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad, en lo bueno y en lo malo…”.
El nosotros tiene algo de lazo, de abrazo, de vida compartida. Es una figura lingüística que acerca. Por eso es más difícil tomarse a la brava la discusión mientras uno se mantenga en ese territorio común. Dicen los investigadores que en las parejas que usaban el nosotros, la discusión producía menos estrés. Por lo visto, las ponían a discutir durante 15 minutos sobre sus problemas matrimoniales o de pareja y, mientras lo hacían, las grababan en vídeo y les tomaban mediciones de ritmo cardíaco, temperatura corporal y sudoración. Lo que no me explico es cómo conseguían centrarse en sus problemas de pareja con tanta parafernalia. Yo me sé de alguien que se cabrearía sólo de verse en ese trance y acabaría pagándolo su sufrido interlocutor (quien, por supuesto, tendría la culpa de haber ido a aquel circo). Y si la cosa de la discusión iba ganando en intensidad, tampoco sería improbable que en el fragor de la batalla algunos de los cables de la discusión su fueran a tomar por saco.
Hombre, me relaja pensar que una de las conclusiones a las que llegaron en la investigación fue que los “años vividos en pareja” influyen en el uso del plural. Las parejas con más años en común usaban más el nosotros que las menos experimentadas. Al final todo se aprende (o se olvida, vete a saber). Y también me gusta aquello de que las parejas que han tenido que enfrentarse a obstáculos y los han superado juntos emplean más el nosotros. ¡Qué menos!
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