domingo, enero 07, 2024

Y, DE NUEVO, EL SILENCIO

 



Las Navidades tienen mucho de excitación, de ruido, de exceso. Las esperas con ansiedad (con todo lo que de bueno y de malo tiene la ansiedad), las vives con intensidad (con momentos mágicos y otros de agobio) y las despides entre suspiros (unos de relajación y otros de agobio interior por las despedidas). Esa naturaleza dicotómica de estas fechas navideñas se hace muy patente. Por eso hay tanta gente que adora las navidades como gente que las teme e, incluso, las odia (o eso dicen, exagerando, sin duda).

Yo antes no lo entendía. Me resultaba inconcebible que la gente normal y sana pudiera odiar las navidades. ¡Pero si son fechas especialmente marcadas para el cariño y el encuentro, cómo se puede odiar eso…! Quizás sea porque en mis recuerdos predominan las experiencias positivas. Sobre todo desde que comenzaron a aparecer los niños (sobrinos, hijos, nietos), las navidades han sido unas fechas especiales. Trabajosas, desde luego. Primero éramos nosotros los que viajábamos a casa de nuestros padres para reunirnos con el resto de la familia extensa. Y viajar con toda la prole es siempre complejo, pero mientras eres joven, no te cuesta tanto y hasta te apetece.  Luego tú te haces mayor y son ellos los que tienen que venir a vernos; y ya ves que es toda una proeza moverse en estos días navideños. La complejidad de los días y el trabajo de lo cotidiano aumenta, sin duda, pero va con el pack y cuentas con ello.

En cualquier caso, esa combinación de disfrute y agobio es la marca de estas fechas. En las conversaciones con la gente de nuestra edad es frecuente escuchar aquello de “agradeces mucho que vengan y agradeces mucho cuando se van”. Debe ser una sensación bastante extendida. Esa ruptura de las rutinas, de las comodidades, de la paz cotidiana, si dura en exceso se hace pesada y desequilibrante. Es fácil de entender. Y aunque sea así, no quiero ni pensar qué sería de nuestras navidades si nuestros hijos y nietos no vinieran. El desconsuelo y la pena serían enormes. Yo ya estaba agobiado pensando que la noche buena la pasaríamos solos. Y menos mal que, al final, la pasamos con unos amigos. No son fechas para pasarlas a solas. No hay fiesta sin ruptura de lo habitual, sin comunidad, sin otros.

 Pues eso han sido estos días de final de año. Una ruptura total de nuestros ritmos cotidianos. Pasar de 2 personas a 11 (entre ellos, 5 niños) no es un salto fácil de dar. Y no es solo una cuestión de números, que también, es que cada persona trae consigo su circunstancia: distintas edades, distintas comidas, distintos tipos de leche y cereales, distintos caracteres, distintas formas de trato, distintas expectativas… Así que la complejidad de la vida en común se incrementa exponencialmente. Es toda una experiencia de supervivencia como grupo. La disfrutas y la padeces. No faltan los momentos de tensión, ni faltan los momentos de afecto intenso. Las navidades son como la vida, pero todo junto en unos pocos días.

La cosa es que hoy se nos han ido los últimos y la casa ha quedado vacía y en silencio. Un silencio que suena a paz, pero que sabe a vacío, a tristeza, a melancolía. Deseabas que llegara este momento, pero ahora que ya llegó darías con gusto marcha atrás y desearías que su estancia se alargara más, que no se fueran. Ese silencio que dejan los niños cuando se van es doloroso y amargo. Te quedas solo con tu edad, tus miedos, tu depre…

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