No estamos (bueno, no estoy) acostumbrado a ver cine iraní. Lo más
atractivo era el propio título (sonaba a problemas de pareja y enredos), y eso
fue lo que me animó. A veces, aciertas, como esta vez.
La película es del año pasado, 2011. Está dirigida por Asghar Farhadi que
es también autor del guión. Los actores son desconocidos entre nosotros, pero
como suele suceder en estos casos son unos artistas impresionantes, sobre todo
los dos protagonistas, Peyman Moaadi y Leila Hatami. Pero, en general, todos, incluso las dos
niñas, hacen auténticos papelones. Asumen sus roles con una naturalidad que en
todo momento sientes que estás asistiendo a un documental más que a una
ficción. Además, la fotografía está llena de primeros planos lo que hace que
los personajes te resulten muy próximos y te sientas conmovido por su belleza
(hermosas las mujeres, aunque lleven siempre cubiertas su cabeza con un velo; preciosas las niñas con
esos ojazos tan enormes y amigables).
La historia es dura y lleva a dilemas fundamentales no solo en el
desarrollo de las parejas y las familias, sino a problemáticas muy centrales
del ser humano: cómo posicionarse ante la propia cultura, qué tipo de
prioridades estableces en la vida, cómo construyes “tu verdad” frente a la
verdad, cómo sientes el dolor de los demás, cómo te mueves en los meandros de
la justicia. Y junto a ello, obviamente, las peculiaridades propias de los
países árabes, sobre todo en lo que afecta al papel de las mujeres, a la forma
de ejecutar la justicia, a ese barullo social en el que se mueven las
relaciones, a la circularidad de las narrativas (cosas que se repiten una y
otra vez, argumentos que parecen diques infranqueables, conversaciones que son
soliloquios pues cada uno trata de contar su historia sin que eso afecte a lo
que el otro vaya a contestar). Y una moraleja final, quizás dos. La primera
tiene que ver con la construcción de la verdad, con los difíciles límites entre
inocencia y culpabilidad. La segunda es más política y se refiere al deseo de abandonar
un lugar como Irán y todas las contradicciones que ello genera en las personas
con respecto a sí mismo y a la propia familia. Al final, en ese dilema te deja
la película en la figura de la niña que debe decirle al juez con cuál de los
dos padres se quiere quedar, si con su madre decidida a marcharse o con su
padre resignado a quedarse para poder cuidar a su padre enfermo.
Pese a la diferencia cultural entre nuestros países occidentales y los
países árabes (lo que dificulta que te puedas sentir metido en la situación
porque la ves como algo demasiado ajeno y poco apetecible: probablemente a
ellos les pase algo parecido cuando ven películas occidentales) las cuestiones
que se plantean son todas muy universales y de una profundidad que impresiona.
El amor del esposo que ama sinceramente a su esposa pero que acepta separarse
de ella porque entiende que en ese momento ha de conceder prioridad al cuidado
de su padre con Alzheimer, estremece. El cariño con el que trata a su padre
(¡de qué manera impresionante trabaja el abuelo con Alzheimer!) conmueve y
convierte su figura en un referente moral. Pero nadie es del todo bueno ni del
todo malo y, también él, se ve obligado a construir “su verdad” para que un
acto del que no se siente responsable no acabe arruinando la vida de su padre y
de su hija. Lo mismo acontece con la embarazada que pierde a su hijo y su
marido. Ellos también tienen deben construir su verdad sobre pequeñas mentiras
u omisiones para salvar lo que, en su percepción, son bienes superiores.
Dejando aparte componentes culturales desasosegantes (sobre todo, en lo que
se refiere al papel de las mujeres, a ese miedo que sienten por sus maridos, a
la necesidad de tener que conseguir su permiso para vivir su vida), lo que más
impresiona de la película es cómo se valora la verdad. Incluso, cuando deciden
tergiversarla con adaptaciones interesadas, la verdad aparece como un valor
sustancial en sus vidas. Un valor que nosotros hemos perdido. Uno puede
figurarse cómo podría desarrollarse un juicio similar entre nosotros y, desde
luego, no creo que “la verdad”, así en abstracto, tuviera el mínimo
protagonismo. Cada parte se habría montado su propia historia, habría buscado a
sus propios testigos a los que los abogados aleccionarían sobre lo que pueden o no pueden
decir. Sería una verdad “construida”, no una verdad sentida como componente
moral que uno jamás debe alterar y si lo haces, te vas a sentir mal. Una verdad
que, como en su caso, a veces tienes que asumir aunque al hacerlo estés arriesgando
tu propia seguridad y bienestar.
Una película que emociona. Ves mucha humanidad en la historia, mucha
cordura en los personajes. Sientes el drama que cada uno de ellos está viviendo;
las amenazas que las verdades de los otros pueden acarrear a tu vida y a la de
los que dependen de ti. Recibió el Oscar2011 a la mejor película no inglesa y
hasta más de 13 premios en los mejores festivales internacionales. Un rédito
justo.
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