viernes, agosto 03, 2012

Rupturas sentimentales.




“¿Cuánto pesa una relación?”, así con interrogantes, no con signos admirativos (¡cuánto pesa una relación!), comenzaba la película chilena ¡Qué pena tu boda! que pude ver en mi maratón de cine con Iberia y que comenté en una entrada anterior. El protagonista se refería a la cantidad de cosas de las que tendrías que desprenderte cuando la relación se rompía (cartas, regalos, libros, postales…). La primera impresión es que ahora ese peso ya es mucho menor de lo que fue en otros tiempos. Ahora que no se escriben cartas sino emails, no se regalan libros sino ibooks, los pesos, ciertamente, han descendido mucho. Quedan cuatro fruslerías que cuesta poco tirar. Y apretar la tecla del delete  es un gesto que no duele.  Quizás por eso es más fácil romper ahora. Claro que esta historia del peso puede tener una lectura menos material y más simbólica. Librarse del peso de la relación es más que tirar las cartas o borrar los emails. Cuesta de cojones sacarse de dentro todo el conjunto de experiencias, sensaciones y amores /y desamores) que se han ido acumulando, da lo mismo cuánto haya durado la experiencia.

Viene todo esto a que este inicio de verano no está siendo buen tiempo para la lírica. Parece que con los calores se rompe más. Acabo de leer que el Facebook ha causado 28 millones de rupturas (debe ser porque aparecen fotografías comprometedoras de unos con otras y viceversa). Por alguna extraña coincidencia, también me he ido tropezando estos días con historias chocantes de rupturas. Algunas aquí y otras en los viajes. A lo que se ve, en eso no hay mucha diferencia entre unos países y otros.

La primera ha sido una historia sencilla. Una ex - alumna nuestra que marchó a otra ciudad para completar su formación y, aunque no solía decirlo, para acercarse un poco más a su novio. La última vez que la vi estaba bastante animada, concluyendo el máster y haciendo planes de futuro. Esta vez, en cambio, estaba más triste y nerviosa. Pensé que serían los apuros finales del máster. Pero no, es que había roto con su novio hacía un par de semanas. Uno no está en posición de hurgar mucho en esas heridas demasiado personales pero hasta puede parecer de mala educación (como si su problema no te interesara) el no preguntar por qué. Que una pareja rompa tras un año de convivencia (convivencia relativa, pues no vivían juntos) no suele ser extraño. Me llamó la atención las razones que ella daba: tenía que dejarlo, la relación no me aportaba nada, la cosa se fue desvaneciendo poco a poco y al final sientes que te has convertido en amiga. No es fácil de explicar el proceso y menos aún de verbalizarlo. Pero lo que quedaba claro era que todo ese proceso le había sucedido a ella. Ella sabía que tenía que romper y quería hacerlo cuanto antes y de la forma menos indolora posible. Sabía que debía romper pero no sabía cómo. Hasta fue a preguntar a su tutor personal cuál sería la mejor forma de hacerlo. Él todavía andaba preguntándose qué había sucedido. No quería que las cosas acabaran así. Le escribía, escribía a sus padres. Supongo que se sentía angustiado ante algo que no lograba entender. ¿Pero, no habéis hablado?, le pregunté. Sí, tres veces, me dijo ella. Me figuro en el lugar de él haciéndome las mismas preguntas: qué pasó, qué hicimos mal (qué hice mal), dónde empezaron a torcerse las cosas sin que yo me diera cuenta. Él supone que hay otra persona, decía ella, pero no lo hay. No, simplemente se acabó. Supongo que ambos lo debieron pasar mal, pero el más confuso, humillado y destrozado es él que debe aceptar una situación que no entiende. No es sencillo.

La otra historia la conocí hace poco en uno de los viajes a Iberoamérica. Historia bien convencional de académicos y estudiantes. Él, profesor, ella estudiante. Él 45, ella 25. Vivieron durante años una relación compleja. La historia la supe de él, así que es probable que su versión no sea del todo neutral. También en su caso, estaba perplejo y muy dolorido. Sin darse cuenta había pasado de sentir que ella lo deseaba, que le apetecía estar con él, que disfrutaban juntos a una situación en la que se habían perdido todos los referentes. Como un caballo que se para de golpe y te arroja con violencia de su grupa. En su caso, la edad le permitía poder volver la vista atrás y analizar lo que pudo pasar. De todas formas, lo contaba con una fuerte dosis de angustia. En realidad, la historia había sucedido hacía casi 10 años y aún subsistía en él esa sensación de derrota inmerecida. Cuando lo contaba mezclaba su propia narrativa con las explicaciones que, según él, le había dado ella. Según contaba, la relación había seguido los patrones habituales de esas relaciones desequilibradas: momentos de pico y de valle; discusiones frecuentes; sexo intenso; rupturas o amagos de rupturas de vez en cuando; algunos celos, más fuertes en él. Lo llamativo de la historia fue que la cosa comenzó a adquirir tintes graciosos si no fuera por lo dramáticos que resultaron. Primero ella cambió de casa y, en la nueva, ya no quería que se acostaran en la habitación (ahí sólo entrará quien vaya a ser mi marido, le decía ella) y habilitó una especie de sofá en el salón donde se encontraban. Algo después, comenzó a tener fuertes dolores vaginales que hicieron imposible mantener relaciones sexuales. Continuaron durante algún tiempo buscando otras alternativas pero con entusiasmo decrecido. Al final, comentaba él entre una media sonrisa irónica, me dijo que le representaba a su padre. Y ahí sentí, concluyó, que todo había acabado. Y lo resumía en una síntesis que parecía un puñal: primero me echó de su cama, después de su vagina y, al final, de su imaginario. Fue un delete completo. Le pregunté qué tal lo había vivido él toda la experiencia. Por su explicación vi que ya lo había racionalizado. Seguía haciéndole daño pero lo tenía bastante controlado. Lo había vivido muy mal en su momento. Le costó mucho entender. ¿Sabes?, me decía, lo que más me dolió fue que cuando le pregunté qué había pasado, por qué me había tratado así, me contestó que no sabía cómo romper conmigo. Eso me hizo sentir ridículo, confesaba. Yo había estado durante todo ese tiempo pensado que ella estaba encantada conmigo y, mira tú, ella andaba buscando la fórmula para mandarme al carajo. Un ridículo de cojones, decía cariacontecido.

Algo parecido a esto escuché en otra ocasión, ya no me acuerdo dónde. Tampoco sé los detalles, pero el caso es que el tipo se había encontrado con la chica con la que mantenía relaciones esporádicas. Habían quedado esa tarde y las cosas iban saliendo de maravilla. Ella, que tenía una hija, la había dejado con unos amigos. El programa de la tarde había sido agradable. Habían reservado un restaurante precioso para cenar. Total, el tío se las prometía felices. Así se las ponían a Felipe VII, debió pensar. Pero hete aquí que llegó la cena y en el momento culminante en el que él esperaba que hablaran de dónde iban a pasar la noche, ella le soltó que había conocido a un tipo y que estaba muy enamorada. ¡Ah, fantástico!, decía él que le dijo, pero ya me figuro que poniendo esa cara de quien se tira por una ventana del décimo piso. Pero lo peor no fue eso, según contaba. Lo peor vino cuando le dijo que ya andaba en eso desde hacía un año.  Como en la ruptura anterior, otro pobre estúpido que andaba en las berzas: él creyendo que mantenía una relación muy especial con ella y prometiéndoselas felices para esa noche y ella que llevaba un año saliendo con otro. ¡Estúpido, estúpido, estúpido!, se quejaba de sí mismo dándose golpes en la cabeza.

En fin, que esto de las rupturas es toda una historia. Cada una debe tener su propio proceso, pero seguro que hay algo en lo que todas se parecen: los tíos no se enteran hasta el final. No sé qué sucede cuando son ellos los que rompen: no me ha tocado escuchar historia de ese tipo, aunque seguro que las hay. Pero, estaría por apostar a que, en esos casos, ellas ya lo van oliendo desde antes. Esos pequeños detalles que a nosotros se nos pasan desapercibidos. Tú vas, te confías y, de pronto, te encuentras en la mitad de la nada, con una cara de idiota que pa qué.

“¿Algún mensaje subliminal detrás de todo esto?”, me pregunta intrigado el blog. Y sigue, el muy cenizo, “¿no será que estás espantando tus propios fantasmas?”. No, por favor, le he tenido que decir. Yo solo cuento historias. Ya sabes que el verano es buen tiempo para eso. Pero, por si acaso, toco madera. En todo esto de los desamores es mejor ser el narrador que el protagonista. En lo de los amores, ya es otra cosa.

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