sábado, mayo 16, 2020

EL ESFORZADO EMPEÑO DE LA MATERNIDAD



Tenía ganas, muchas ganas, de escribir sobre esto. No me será fácil, me temo, pero estamos mediando mayo y éste es, dicen, el mes de las madres y de las flores. Y de eso va la descarga de emociones que tengo arracimadas en torno a la maternidad. Emociones de hombre, claro, porque resulta obvio que en esto sí que hay diferencias de género. No creo que podamos entender lo que significa tener un hijo (no el tener de la pertenencia o la convivencia sino el tener de concebir, llevar en tus entrañas, parir, amamantar). No tenemos decodificadores para deletrear esas vivencias, para aproximarnos a lo que todo ese proceso supone en la vida y las aspiraciones, en el imaginario de una mujer. Supongo que eso está en el ADN de todas las mujeres, pero yo no quiero hablar de las mujeres en general, hablo solo de algunas mujeres.  De algunas de las mujeres que yo he ido conociendo y cuyos esfuerzos y sacrificios por ser madres me han dejado una huella profunda.
Para ser sincero, he conocido mujeres que se situaban con igual empeño tanto a un lado como al otro en la opción de la maternidad. Las que de modo alguno querían ser madres y las que darían media vida (y de hecho la dieron) por alcanzar esa meta. También entre los hombres se encuentran esas posiciones dicotómicas del Sí y el No.
La posición en el No, no es muy diferente entre hombres y mujeres. Ambos manejan razones muy similares:  que ya hay mucha gente en el mundo; que la sustentabilidad del bienestar global requiere contención y se beneficia más de las adopciones que de los nuevos nacimientos, que la situación económica hace imposible criar bien a un hijo, que tiene prioridad el propio desarrollo personal y profesional que el tener nuevos hijos, que no se ven razones para poner en el mundo nuevos sujetos destinados a ser infelices y esclavizados por el sistema. Cualquiera de esas razones puede servir para evitar los hijos propios. Todo ello o, simplemente, que esa opción no está entre las alternativas que ella (o ambos, si se vive en pareja) se plantean de momento. Algunas de mis amigas vivían esta posición de una manera bastante racional. La razonaban con tranquilidad y se notaba que era un convencimiento obtenido tras una concienzuda consideración de los pros y los contras. En otros casos, la negación era más emocional y visceral. Era como si hubieran llegado a ella tras una intensa batalla interior entre deseos contrapuestos. A mí, que soy un ingenuo integral, lo que más me ha ido llamando la atención es cómo esta opción del No ha ido creciendo con el paso de los años. Todas las parejas (nosotros los hombres solo como espectadores y concernidos, claro) hemos vivido ese agobio por los retrasos en la regla y los posibles embarazos cuando éstos se producían en momentos inconvenientes. En realidad, ése era un No coyuntural a la espera de que el Sí fuera posible. Pero lo relevante son los No permanentes, los de convicción, los que marcan el proyecto de vida de las personas.
 Con todo el respeto a aquellas mujeres que renuncian a la maternidad o que no optan por ella, las que a mí me han emocionado durante estos años han sido las que han optado por el Sí y se han dedicado a conseguirlo con tal coraje que no cabe otra cosa que rendirles el tributo de la admiración y el reconocimiento de un mérito infinito. En su caso, el tener hijos no es solo el dejar funcionar su condición de hembra a la que la naturaleza ha dotado del poder de concebir nuevos seres. No es tampoco el dejar que las cosas sigan su ciclo normal y los hijos vayan viniendo al socaire de los ritmos que marque el azar o los que planifique la pareja. Esas situaciones también tienen su mérito en función del compromiso de por vida que las madres adquieren con sus hijos e hijas, pero entra dentro de la normalidad de los procesos. Emociona por lo que tiene de misterio y de milagro la maternidad, pero forma parte de la vida normal. Lo que desborda el ciclo normal de las cosas es cuando esas rutinas de la procreación se alteran y lo que empieza a contar es la voluntad y el coraje de la mujer, su deseo de convertirse en madre.
Supongo que se llega a esa posición por motivos muy variados. Y resulta obvio que tienen que ser motivos, sensaciones y expectativas muy fuertes, muy enraizados y firmes en su espíritu porque el sendero en el que se meten es agónico (en su sentido más literal de algo que exige mucho esfuerzo y coraje, algo no exento de riesgos).  Tuve una colega, joven y hermosa, que comentaba con frecuencia su deseo de tener un hijo. No tenía pareja. Ella comentaba que cuando lo decía en su pandilla de amigos, enseguida aparecían muchos voluntarios para ofrecerle sus servicios masculinos y que pudiera cumplir su deseo. Pero no era ése el camino que ella prefería. A final se decidió por un embarazo asistido. Y comenzó su calvario. La medicación de hormonas a las que debía someterse comenzó a hacer mella en su organismo y fue alterando su figura. Los primeros intentos de implantación o óvulos no dieron fruto y los ciclos se sucedieron en una cadencia cada vez más desesperante. Todo ese trajín le provocó problemas de tiroides que hubo de enfrentar a base de más medicación. Fueron varios años de tratamiento y medicación, su imagen cambió totalmente, se le notaba exhausta físicamente, pero ella no perdió ni un ápice de aquel convencimiento por alcanzar la meta. El último intento (ya no podría seguir adelante ni por edad ni por condiciones físicas) resultó positivo y finalmente ella tuvo un hijo precioso. Poco a poco, fue recuperando su figura y hoy se le ve feliz y renacida tanto en lo personal como en lo profesional. A mí me tuvo admirado todo el proceso seguido. La veía caer y desmoralizarse por momentos, pero enseguida volvía a renacer; se intentaba convencer de que aquel intento sería el último, pero pese a que salía mal y eso la desesperaba, al poco comenzaba a pensar en el siguiente. Una especie de resiliencia, pero orientada no hacia sí misma sino hacía aquel personajillo que aún sin existir la tenía cautivada.
No ha sido el único caso que me ha dejado una huella profunda. La saga de mujeres dispuestas a superar cualquier obstáculo para ser madres debe ser enorme. Una de ellas, otra, está viviendo una epopeya dramática en ese proceso por alcanzar la maternidad. También ha tenido que someterse a tratamiento médico para alcanzar el embarazo. Pero el propio tratamiento ha alterado su salud hasta tal punto que ha puesto en riesgo su vida. Internamientos hospitalarios de urgencia, hemorragias difíciles de controlar, consultas médicas repetidas…todo lo que llevaría a una persona sensata a renunciar. Pues no, a trancas y barrancas, con esa cadencia de momentos altos y bajos intensos, como si se moviera en una montaña rusa, ha ido superando la frustración de los sucesivos intentos negativos. Y, al final, ha logrado que el último intento saliera bien, aunque la desazón y el malestar sigan ahí dando la lata cada poco y obligándola a constantes idas y venidas al hospital y a las consultas médicas. Y, pese a tanta desventura, ahí la tenemos luciendo su embarazo de alto riesgo, con esa satisfacción contenida e insegura de toda embarazada, esperando ansiosa que todo acabe bien. Pero se la ve feliz y hermosa, como si fuera una deportista que, tras una complicada carrera en la que pasó por momentos de desaliento y pensó en retirarse, está a punto de concluir su maratón y alcanzar la meta. Una meta que, en estos casos, no es un premio ni un reconocimiento, es un hijo.
Es difícil entender de dónde sale tanto valor y energía, qué hace que una mujer pueda desear tanto algo que, para conseguirlo, esté dispuesta a poner en riesgo su propia salud, su imagen, su futuro personal. ¿Es ser madre lo que se busca o es poder compartir la vida con esa nueva persona que nacerá? Debe ser todo eso, pero, en cualquier caso, esto es como cuando uno se encuentra ante un paisaje que te desborda por su hermosura, solo cabe callar y maravillarse.


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