viernes, mayo 22, 2020

EL MAR EN CORUÑA



Los expertos en la materia suelen afirmar que los presos acaban teniendo problemas de vista porque sus ojos se acostumbran a los espacios cortos de las celdas y eso les hace perder sensibilidad con respecto a los espacios grandes. Una especie de miopía sobrevenida ocasionada por su adaptación a las condiciones ambientales en las que han vivido durante mucho tiempo. Algo de eso, en sus debidas proporciones, ha debido pasarnos a nosotros a causa del encierro prolongado a que nos ha sometido la pandemia. Acabas acomodándote a las dimensiones reducidas de tu casa, te mueves de tabique a tabique y todo queda encogido, hasta el ánimo. Cambian tus tareas, tus rutinas, tus intereses y, a lo que se ve, también tu vista. Quizás por eso, resultaba tan placentero asomarte a la ventana, da lo mismo que lo que pudieras ver fuera un patio interior, una calle vacía de coches y gente, o simplemente, la casa de enfrente con su ropa tendida.
Afortunadamente, el poder salir a pasear en tu franja horaria nos vino como agua de mayo (y nunca mejor dicho porque en ese mes comenzó nuestra liberación a plazos). Fuimos readaptando nuestra vista a espacios más amplios y menos urbanos. Para nosotros fue un placer caminar por la orilla de los ríos: nuevos paisajes, nuevos sonidos, movimientos más amplios y duraderos. Una aproximación a la “nueva normalidad que nos prometen”.
Pero la guinda de esa recuperación visual vino ayer, con mi primer paseo por el Paseo Marítimo de La Coruña. El mar es otra cosa, es un mundo sin límites, un paraíso para la vista. Te atrapa, te seduce, te llama, te habla, te acaricia. A veces, incluso, te atrae de forma irresistible (como dicen que hacían antes las sirenas) y sientes la tentación de arrojarte en sus brazos, de hundirte en el agua como si fuera un colo acogedor. Ya sabes que es una tentación traicionera, pero el mar lo intenta y emplea en ello todos sus recursos de seducción. ¡Ay el mar…!
Supongo que este irresistible atractivo del mar es más notorio cuando uno ha nacido tierra adentro, como es mi caso. Probablemente, quienes nacieron junto al mar, la convivencia con las playas y la presencia permanente del mundo marino han colmado suficientemente la necesidad de vivir y sentir el agua. Para mí, esa carencia innata ha generado una ansiedad que solo se puede apagar cuando uno se satura de estar, ver y sentir el mar. Aún recuerdo cuando, en nuestros primeros años de matrimonio y con los niños pequeños, veníamos de Madrid donde vivíamos a pasar las vacaciones a Coruña con los abuelos. Era un viaje terrible de día largo completo: salir temprano de Madrid para llegar, cayendo la noche a Coruña.  Nuestro hijo dormía bien hasta Medina del Campo y luego comenzaba el calvario del “¿cuánto falta?”, los juegos del “choche amarillo, animal de cuatro patas y señor con gorro”, las canciones a varias voces incompatibles, las conversaciones didácticas, las paradas para hacer pis. Y mis juramentos a media voz para ciscarme en mi mala suerte porque todos aquellos camiones que había logrado adelantar en la última hora, se había puesto delante nuestro de nuevo por la puñetera parada anterior. En fin, un viaje duro y agotador. Llegar a Coruña era como volver despertar de un sueño. Y una vez allí, descargábamos las cosas, daba un beso a mis suegros, e inmediatamente cogía al peque y nos íbamos al Orzán a ver el mar. La casa estaba junto a la Plaza de Pontevedra, así que el mar nos quedaba a 50 metros. En la playa de Orzán había entonces todo un muro de grandes bloques de piedra que servían de frontera entre la playa y la carretera y la ciudad. Nuestro gran placer era saltar de piedra en piedra, aún a riesgo de partirnos la crisma (Michel tenía aún 2 años). Saltar las piedras y ver el mar. No había mejor premio tras un viaje tan sufrido.
En fin, la maravilla del mar. Te abre los ojos, te permite sentir eso que se llama “la inmensidad” del mar. La pena es la mascarilla. La visión del mar marida bien con el rumor tranquilo de las olas (hoy el mar está tranquilo y hermoso) y con ese olor característico que mezcla el salitre con la humedad. Con la mascarilla se rompe la trilogía sensorial que orla la experiencia del mar. Pero así y todo, es una experiencia fantástica.
Estupendo mar el de Coruña. Mejor aún, cuando llegas a él con tantas ganas de mar, de luz, de horizonte. Y es en esa especie de climax cuando en tu interior aquella musiquilla contagiosa que tanto place a los coruñeses (https://youtu.be/MXHb1XmZgis):
“¿Qué más se puede pedir?,
¿Qué más se puede se puede pedir?
Que vivir en la Coruña, mi bien,
¡qué más se puede pedir!”

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