miércoles, mayo 20, 2020

BIG BROTHER



Días hermosos estos que estamos teniendo en Galicia: 25-28 grados y un sol estupendo. Entre eso y el ansia por salir a pasear en la estrecha franja horaria que nos han habilitado a los mayores, el paseo vespertino se ha convertido en una rutina imprescindible en la agenda diaria de nuestra pandemia. Y da gusto ver cómo los espacios se van adornando con gente. Y la gente es como las flores: adornan y enriquecen los paisajes. Da gusto verlo todo con esa vida que otorgan las personas que hablan y caminan.  La primavera ya no está sola, ya nos tiene ahí como admiradores y como personajes de su particular policromía.
Estupendos los paseos, la verdad. Y, a la vez, reveladores de lo que, en realidad, somos como personas y sujetos sociales. El paseo es como un mirador de la temperatura social, un observatorio de tendencias. De las que tienen que ver con aspectos superficiales como la forma de vestirse, de caminar, de saludar, de moverse en la naturaleza, pero también de otras tendencias más sustantivas como la forma de vivir la pandemia, la forma de responder a los mandatos políticos, la forma de situarse en el propio entorno natural y social. Bueno, supongo que decir esto y decirlo así es una especie de deformación profesional. Eso me pasa a mí. Seguramente, el resto de paseantes hace justamente eso, pasear y regodearse en el placer que el movimiento y el esfuerzo les proporcionan después de un día encerrados en casa. Andar fijándose en las cosas es manía de voiyeurs. Y en el pecado tenemos la penitencia.
Pues fruto de esa curiosidad, ayer pude constatar que esto del confinamiento se va acabando. El poder conminatorio de las normas (y del temor inducido sobre el que se basan) está decayendo ante la fuerza expansiva de la necesidad y deseo de la gente (sobre todo los jóvenes) de salir y encontrarse con otros. Nuestro paseo de ayer, pese a lo recóndito de los senderos por los que transitábamos (a orillas del Sarela, un riachuelo precioso que rodea la parte noroeste de la ciudad y que en su día mantenía activos numerosos molinos, hoy ya derruidos y abandonados), estaba saturado de grupos de adolescentes que buscaban, supongo, lo recóndito del lugar para organizar su encuentro y, posiblemente, su botellón vespertino. No era su franja horaria, por supuesto, pero allí estaban a buen recaudo de la vigilancia policial.
La primera impresión fue positiva. Bueno, querer sujetar en casa durante tanto tiempo a estos chavales es como querer poner puertas al campo. Está claro que ellos y ellas van a buscar cualquier rendija por la que escapar de las cadenas. No se les veía en absoluto preocupados, más bien al contrario, hacían gala de su seguridad, de que ellos eran invulnerables a esta pandemia. Seguros de sí mismos, además, en lo que estaban haciendo. Nada preocupados por ocultarse (tampoco podrían porque eran muchos) y, eso sí, algo recelosos de ver que la mayor parte de la gente que transitaba por aquel sendero éramos gente mayor (era nuestra franja horaria). En la ida, fue una simple constatación de su presencia: había muchos jóvenes juntos en esa zona escondida de la ciudad.
Al regreso, no solo el grupo había aumentado, sino que observé algo que me llamó mucho la atención: un chico sostenía de pie a una chica que parecía mareada o desmayada mientras otra le subía los pantalones. Quizás haya bebido mucho y esté borracha, pensé. O quizás hayan tomado alguna droga y esté mareada. Por supuesto, no puedes quedarte mirando porque no procede. Y tampoco puedes ofrecer tu ayuda porque te mandarán a la mierda y te insultarán como viejo entrometido. Y siguió nuestro paseo.
Yo caminaba, pero en mi cabeza se había instalado el típico bucle de la disonancia cognitiva: ¿qué hago?, ¿qué se hace en una situación así?, ¿avisas a la policía de que hay un grupo de jóvenes en la orilla del río?, ¿y por qué tienes tú que meterte en ese berenjenal moralista?, ¿qué es en realidad lo que me está preocupando, los jóvenes reunidos o la chica mareada? Si fuera solo eso, la reunión de jóvenes, yo ya tenía claro que no haría nada. Pero estaba también el caso de la chica que me pareció que estaba mal, y ahí ya no estaba tan seguro: de pasarle algo los chavales no tendrían fácil sacarla de allí para llegar al hospital. Pero podrían llamar ellos a la policía o a una ambulancia, me contestaba a mí mismo.  ¿Y si no se atreven?
Bueno, no hace falta decir que, al final no hice nada. Y que me quedó esa preocupación. No sé si es bueno eso de preocuparse por los demás haciendo de Big Brother. La gente no necesita ese tipo de ayuda y, los que menos, los jóvenes que es, justamente, de lo que desean librarse. Y necesitan hacerse responsables de sus comportamientos, me contesto yo mismo para tranquilizarme. Quizás ni siquiera fue real lo que vi y ellos estaban simplemente jugando. Pero uno no se queda tranquilo. Hasta soñé con ellos.

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