miércoles, agosto 12, 2009

UP

Recuperar al niño que todos llevamos dentro, eso es lo que suelen aconsejar los terapeutas para que la vida no resulte demasiado triste o seria. El cine va bien para eso, y la risa, y la fantasía, y dejar que las emociones vayan emergiendo sin demasiados filtros racionales. Todo eso es posible en esta nueva película de Disney.
Construida por los Estudios Pixar, uno ya sabe antes de entrar que va a asistir a otra obra maestra de la imaginación y la técnica. ¡Hay que ver lo que ha cambiado el cine animado en los últimos años bajo las producciones de estos genios! Bueno, pues Up, dirigida por Pete Docter (el mismo de Monstruos S.A.) es un escalón más en ese proceso hacia la perfección.
Up es la historia de un sueño. No un “sueño” en el sentido de que sea algo que uno piensa mientras duerme. No, un sueño de esos que expresan un fuerte deseo que uno tiene y que lucha hasta verlo realizado. En este caso, es el sueño heredado por Carl Fredricksen (un vendedor de globos) de quien fuera primero su compañera de juegos infantiles, posteriormente su esposa y, tras su fallecimiento, su motor vital. Ella era la que tenía una capacidad ingente de construir sueños. Y, en una época en que su ídolo era alguien capaz de descubrir nuevos mundos, el más grande de todos sus sueños fue establecer su casita junto a unas enormes cataratas de Sudamérica. No podía yo sentirme indiferente ante un sueño que se parece tanto a mi propio sueño (seis meses aquí, seis meses allí disfrutando de lo mejor de ambas partes del mundo; incluso lo de las cataratas podría estar bien). Así que el bueno de Carl dedica su vida a realizar el sueño que otrora fuera el gran sueño de su esposa.
Y ahí van apareciendo los otros protagonistas del film. Un mequetrefe boy scout parlanchín y deseoso de completar su medallero de explorador intrépido. Seguro que a Carl le trajo tantos recuerdos de sí mismo y, sobre todo, de su esposa cuando eran niños que no tuvo más remedio que sintonizar con él aunque rompiera del todo con su tendencia depresiva. O quizás por eso.
No faltan, desde luego, las dicotomías morales, como es habitual en las pelis de Disney. Están los malos o la maldad, Los constructores (de negro, por supuesto y con su móvil siempre funcionando) que quieren hacerse con todo y edificarlo todo, incluida la idílica casa en la que Carl guarda su vida y sus tesoros. Los jueces que condenan a un pobre viejo a estar encerrado en un asilo por constituir un peligro. Los enfermeros del asilo, casi siempre mal encarados, que vienen a llevárselo sin miramientos. No falta, incluso, el personaje brillante que ha alcanzado el culmen de la fama pero que resentido se vuelve malo, malísimo. Y también están los buenos y la bondad: el perro bueno, pájaro raro. Están los que transforman su egoísmo en altruismo como el propio Carl. Está la amistad, el valor, el propio sacrificio. Bueno, todo un cocktail de emociones que te atrapa y va movilizando tus sentimientos a medida que la aventura avanza.
Claro que, como en la parte estética (imágenes, colores, sonidos, movimientos, todo), es tan bella, tan original, tan espectacular uno sigue la historia de asombro en asombro y con la boca abierta. Los 10.000 globos que tiran de la casa; las jaurías de perros parlanchines; los animales salvajes con unas plumas y una estructura física que son una preciosidad; los paisajes tanto aéreos como selváticos o de montaña. Los diálogos, los gestos, el ritmo. Todo es un milagro de la técnica y de la imaginación de los coreógrafos de Pixar.
Y, al final, el happy end lógico y merecido después de tanto esfuerzo y sacrificio. Y el sueño cumplido. La casita llegó a donde tenía que llegar. Y el diario, en el apartado de “cosas que tengo que hacer” quedó completo. ¡Qué envidia!

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