
Que comer es un placer es cosa
sabida. Que es, además, un juego, es algo que merece la pena experimentar. Un
juego de adivinanzas (¿y esto… qué es, a qué sabe?), de recuerdos (¿este toque
afrutado… a qué me recuerda?), de sensaciones (en uno de los platos nos dijeron: ustedes viertan las perlitas en
el lomo de su mano para que se atemperen, luego llévenlas a su boca y déjenlas reposar
y después reviéntenlas sobre su paladar y disfruten su sabor…). Comer (comer
bien, se entiende…) requiere reposo, relajación (habría que hacer algunos
ejercicios de yoga antes de comenzar la comida para vaciarse por dentro, para
limpiar la mente y disponerse de forma tranquila y abierta a una nueva
experiencia gastronómica) y actitud positiva. Y una buena compañía, claro. Eso
es fundamental. Comer a solas es como
masturbarse, ¡pschá!, sales del paso, pero tiene poca gracia. Si no comentas,
si no disfrutas con los suspiros de los otros comensales, si no das un poco de
cancha a tus comentarios narcisistas o eruditos, si no contrastas la
experiencia…todo se queda en nada.
Pues de todo eso hubo este
viernes en O Retiro da Costiña, ese estupendo restaurante familiar que en sus
inicios fue casa de comidas y que en su tercera generación se ha convertido en
un hermoso oasis de sensaciones gastronómicas. Los hermanos Manuel y Leonor,
junto a la esposa del primero y una larga cohorte de cocineros y camareros
(supongo que, por su edad y número, bastantes de ellos, serían chicos y chicas
en prácticas) hacen muy bien su trabajo y convierten a sus clientes en
auténticos protagonistas de una experiencia especial. Después de 4 o 5 horas en
el restaurante (nosotros entramos a las 13:45 y salimos de allí a las 19:30)
quizás sea esa la sensación más interesante: que has pasado allí una tarde
estupenda. La conversación con los dueños y el personal se hace cordial y
amable, y caben en ella cuestiones de todo tipo, desde lo personal hasta lo
gastronómico o lo insustancial de las conversaciones de taberna. La cuestión es
que te sientes cómodo, sin presiones, sin la urgencia de tener que acabar
porque el tiempo corre.

Éramos 4, dos parejas con ganas
de disfrutar de una comida grata y con unas expectativas altas. Llegamos
puntuales y entramos, sin más en tarea. Se entra por el bajo (la trastienda, le
llaman) y a la puerta te recogen los abrigos y todo aquello que pueda
molestarte en la peregrinación lúdica que comienza en ese mismo momento. Te
ofrecen una bebida, la que desees (vino, cerveza, champán, vermut…) y una
primera adivinanza: saboreen ustedes esta patata y dígannos qué les parece. En
tierra gallega, como todo el mundo sabe, las patatas pertenecen al ámbito de la
lujuria. Las que nos ofrecían eran unos cachelos pequeñitos, de bocado, de esos
que se comen con monda. Bueno, pues resulta que no eran patatas, o bueno, sí
lo eran pero reconstruidas, artificiales:
patata líquida por dentro con una piel (absolutamente lograda) hecha ya no
recuerdo de qué, quizás de la propia patata cristalizada o algo que Manuel
explicó pero que no apunté y allí quedó. Una sensación fantástica porque la
muerdes y estalla como un globo y te inunda la boca de ese sabor simple pero
rico de una buena patata de Coristanco. Primera sorpresa. Unos pasos más
adelante, otro cocinero nos prepara ante nuestra vista, un bocadito de bacalao con
un conjunto de sabores sorprendente. Unos pasos más, y el siguiente camarero
nos sorprende (haciéndolo, también a nuestra vista) con un pulpo cocido en sí
mismo (al pobre lo meten en la cazuela directamente, a pelo y sin agua, y como
él ya lleva mucha agua dentro, la va echando con el calor y se cuece en su
propia agua). Así que es pulpo pulpo, con un sabor intenso. Muy rico. Otros
pasos más y pasamos al siguiente cocinero (desde luego, cada uno de ellos con
su nombre, que Manuel nos presenta acompañado de alguna alabanza a su forma de
trabajar el producto que va a hacer para nosotros) y que no es otro que unas
anchoas de Santoña, el aperitivo clásico de este restaurante. Anchoa (media,
que tampoco hay que pasarse) y aceite gallego de Quiroga. Obviamente, es una combinación
simple con un sabor exquisito. Se vuelve hacia atrás, solo que por la otra
mano, y allí te encuentras con una especie de ventanilla donde otro cocinero te
ofrece un cucurucho de carrillera de vaca. Es como comerte un heladito mini
mini pero sintiendo bien la carne triturada y rica que lleva dentro. El último
eslabón de esta carrera de aperitivos se toma en la bodega, un espacio
espectacular en el que las cuatro paredes son pasillos acristalados con estanterías
llenas de botellas de vino de cientos de marcas y añadas. Es un espacio
espectacular. La cocinera nos ofrece un macarrón de foie y anguila. Otra
construcción llamativa con el interior líquido y sabrosísimo metido en una
especie de mini pastelito crujiente. Asombra ver la perfección con la que son
capaces de construir ese exterior sólido que contiene dentro un líquido: ¿lo
meterán con agujas?, ¿habrá algún sistema mecánico que permita cerrar el
líquido con esa galleta solidificada exterior? Ingeniería culinaria, quizás
simplemente hacen primero la cazoleta, luego meten el líquido y después le ponen
una tapa. Pero sea cual sea su sistema, la verdad es que el sabor era muy
interesante, se sentía perfectamente el foie y ese otro sabor menos
identificable que la cocinera describió como anguila.

“Su mesa en el comedor ya está preparada, nos dijeron, cuando ustedes lo
deseen, toman el ascensor y suben al piso de arriba donde les estaré esperando”,
nos comunicó un camarero portugués muy amable. Sin prisas, acabamos nuestra
cerveza, nos remoloneamos en la bodega y, cuando nos sentimos preparados para
la siguiente fase, subimos al comedor. Éramos los primeros, así que escogimos
la mesa que más nos gustó (tampoco había muchas, 4 mesas en el comedor). Y
comenzó la segunda parte de la aventura. De vino, tras algunas dudas, un
Marques del Riscal, edición especial que más adelante completamos con un
Allende. Y enseguida llegó el primer plato: caviar
Amur (1), de la frontera de china con Mongolia, nos explicaron. Ese de
ponérselo en la mano, luego en la lengua y después contra el paladar que ya
expliqué antes. Fuimos obedientes y seguimos el guión. Sin ser mucho de caviar,
la sensación fue estupenda. Tras los comentarios oportunos y con ese sabor en
la boca tan intenso y característico del caviar, nos fuimos a un plato mucho más
gallego e identificable para nosotros, el bogavante
con emulsión de sus propias cabezas y toques de wakame y paté de mejillón
(2). El nombre es casi tan grande como el contenido del plato, pero estaba
exquisito. Es interesante cómo los sabores puros refuerzan el sabor original de
lo que estás comiendo (pulpo cocido con su propia agua, bogavante con emulsión
de su propia cabeza). Le siguió un
espárrago con emulsión de ajo blanco (3). Es curioso, yo que soy navarro,
no estoy acostumbrado a usar la palabra espárrago en singular. Siempre hablamos
de espárragos en plural porque no se concibe que alguien coma un solo
espárrago. Pero aquí fue literal, un trozo de esparrago. Hermoso a la vista
pero con un punto menos de cocción de la que necesitaba y con algunos hilos.
Quizás la parte más débil del menú. Al espárrago le siguió el rodaballo a la bullabesa (4) muy bien
presentado y en su punto de cocción. Muy rico y con una salsa que reforzaba el
sabor clásico del rodaballo. Discutimos sobre ese sabor porque nos recordaba a
algo que no lográbamos identificar. Preguntamos y era el hinojo. Muy rica la
combinación. El plato fuerte, junto al pescado, fue el pichón de Bresse en dos texturas (5). Ni idea de qué era el tal pichón.
La Wikipedia dice que se trata de un pequeño capón, con denominación de origen,
que se cría en la región francesa de Blesse. O sea, como nuestros picantones o
como los famosos galettos de Brasil
que tanto nos gustaban en las galleterías cuando andábamos por allí. El plato tenía más fundamento, jugando bien su
papel de plato fuerte. El pichón rico, no recuerdo bien lo de las dos texturas,
pero sí que la salsa estaba realmente exquisita.

Y llegaron los postres. Primero, para
hacer la transición de lo salado a lo dulce un primer plato de quesos, una selección de quesos gallegos (6). Tres
pruebitas de queso: un queso cremoso de Abegondo, y dos quesos, semicurado y
curado, de Silleda (un marianne y un marigold, de la casa Cortés de Muar). Les
acompañaban una mermelada de higos con calvados y unos puntitos de tomate y
galleta de avellana. Tan ricos los tres como escasos. Entrando ya en los dulces, siguieron un bombón de maraculla con chocolate (7) y
un tamboril de crudities de pepino y manzana,
perlas de apio, sorbete de naranja y palomitas de limón en nitrógeno líquido
(8) y una muy especial y deconstruida tarta
al wisky (9) que quisieron ser como esa última andanada trompetera de una
fiesta de fuegos artificiales. El dulce ya se sabe, toda una perdición. Todos
riquísimos y, algunos de ellos (las perlas de apio, las crudities de pepino)
con sabores muy originales y que combinaban muy bien con el resto. En fin, muy
buen final.
Sin embargo, lo más original de
este restaurante, junto al recibimiento en la trastienda y los aperitivos,
radica sin duda en esta fase final de la comida en la que te trasladas a un salón
anexo donde en la antigüedad se fumaban los puros. Es un salón cómodo,
templadito (con una chimenea que calienta y arde, pero de mentirijillas), y muy
amigable. Justo para lo que es, terminar la comida con algún cocktail o copa y
poder charlar tranquilamente con las personas con las que has compartido mesa y
mantel. Fantástico: gin-tonic para ellos, pacharán para mí, acompañando a una
tabla de dulces que te ofrecen para picar. Y mucha charla para despotricar contra
las y los políticos, criticar a diestro y siniestro, añorar tiempos pasados y
elucubrar sobre el futuro. Mucho rato, sin prisas, sin cauciones, sin censuras.
Disfrutando, que era de lo que se trataba.
Una tarde de amistad y hedonismo,
de ocio y buen rollo. Esto se puede hacer solo de vez en cuando, pero cuando se
puede, merece mucho la pena. Amén.
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