domingo, mayo 09, 2021

O retiro da Costiña

 

Que comer es un placer es cosa sabida. Que es, además, un juego, es algo que merece la pena experimentar. Un juego de adivinanzas (¿y esto… qué es, a qué sabe?), de recuerdos (¿este toque afrutado… a qué me recuerda?), de sensaciones (en uno de los platos nos dijeron: ustedes viertan las perlitas en el lomo de su mano para que se atemperen, luego llévenlas a su boca y déjenlas reposar y después reviéntenlas sobre su paladar y disfruten su sabor…). Comer (comer bien, se entiende…) requiere reposo, relajación (habría que hacer algunos ejercicios de yoga antes de comenzar la comida para vaciarse por dentro, para limpiar la mente y disponerse de forma tranquila y abierta a una nueva experiencia gastronómica) y actitud positiva. Y una buena compañía, claro. Eso es fundamental.  Comer a solas es como masturbarse, ¡pschá!, sales del paso, pero tiene poca gracia. Si no comentas, si no disfrutas con los suspiros de los otros comensales, si no das un poco de cancha a tus comentarios narcisistas o eruditos, si no contrastas la experiencia…todo se queda en nada.

Pues de todo eso hubo este viernes en O Retiro da Costiña, ese estupendo restaurante familiar que en sus inicios fue casa de comidas y que en su tercera generación se ha convertido en un hermoso oasis de sensaciones gastronómicas. Los hermanos Manuel y Leonor, junto a la esposa del primero y una larga cohorte de cocineros y camareros (supongo que, por su edad y número, bastantes de ellos, serían chicos y chicas en prácticas) hacen muy bien su trabajo y convierten a sus clientes en auténticos protagonistas de una experiencia especial. Después de 4 o 5 horas en el restaurante (nosotros entramos a las 13:45 y salimos de allí a las 19:30) quizás sea esa la sensación más interesante: que has pasado allí una tarde estupenda. La conversación con los dueños y el personal se hace cordial y amable, y caben en ella cuestiones de todo tipo, desde lo personal hasta lo gastronómico o lo insustancial de las conversaciones de taberna. La cuestión es que te sientes cómodo, sin presiones, sin la urgencia de tener que acabar porque el tiempo corre.

 

Éramos 4, dos parejas con ganas de disfrutar de una comida grata y con unas expectativas altas. Llegamos puntuales y entramos, sin más en tarea. Se entra por el bajo (la trastienda, le llaman) y a la puerta te recogen los abrigos y todo aquello que pueda molestarte en la peregrinación lúdica que comienza en ese mismo momento. Te ofrecen una bebida, la que desees (vino, cerveza, champán, vermut…) y una primera adivinanza: saboreen ustedes esta patata y dígannos qué les parece. En tierra gallega, como todo el mundo sabe, las patatas pertenecen al ámbito de la lujuria. Las que nos ofrecían eran unos cachelos pequeñitos, de bocado, de esos que se comen con monda. Bueno, pues resulta que no eran patatas, o bueno, sí lo  eran pero reconstruidas, artificiales: patata líquida por dentro con una piel (absolutamente lograda) hecha ya no recuerdo de qué, quizás de la propia patata cristalizada o algo que Manuel explicó pero que no apunté y allí quedó. Una sensación fantástica porque la muerdes y estalla como un globo y te inunda la boca de ese sabor simple pero rico de una buena patata de Coristanco. Primera sorpresa. Unos pasos más adelante, otro cocinero nos prepara ante nuestra vista, un bocadito de bacalao con un conjunto de sabores sorprendente. Unos pasos más, y el siguiente camarero nos sorprende (haciéndolo, también a nuestra vista) con un pulpo cocido en sí mismo (al pobre lo meten en la cazuela directamente, a pelo y sin agua, y como él ya lleva mucha agua dentro, la va echando con el calor y se cuece en su propia agua). Así que es pulpo pulpo, con un sabor intenso. Muy rico. Otros pasos más y pasamos al siguiente cocinero (desde luego, cada uno de ellos con su nombre, que Manuel nos presenta acompañado de alguna alabanza a su forma de trabajar el producto que va a hacer para nosotros) y que no es otro que unas anchoas de Santoña, el aperitivo clásico de este restaurante. Anchoa (media, que tampoco hay que pasarse) y aceite gallego de Quiroga. Obviamente, es una combinación simple con un sabor exquisito. Se vuelve hacia atrás, solo que por la otra mano, y allí te encuentras con una especie de ventanilla donde otro cocinero te ofrece un cucurucho de carrillera de vaca. Es como comerte un heladito mini mini pero sintiendo bien la carne triturada y rica que lleva dentro. El último eslabón de esta carrera de aperitivos se toma en la bodega, un espacio espectacular en el que las cuatro paredes son pasillos acristalados con estanterías llenas de botellas de vino de cientos de marcas y añadas. Es un espacio espectacular. La cocinera nos ofrece un macarrón de foie y anguila. Otra construcción llamativa con el interior líquido y sabrosísimo metido en una especie de mini pastelito crujiente. Asombra ver la perfección con la que son capaces de construir ese exterior sólido que contiene dentro un líquido: ¿lo meterán con agujas?, ¿habrá algún sistema mecánico que permita cerrar el líquido con esa galleta solidificada exterior? Ingeniería culinaria, quizás simplemente hacen primero la cazoleta, luego meten el líquido y después le ponen una tapa. Pero sea cual sea su sistema, la verdad es que el sabor era muy interesante, se sentía perfectamente el foie y ese otro sabor menos identificable que la cocinera describió como anguila. 

 “Su mesa en el comedor ya está preparada, nos dijeron, cuando ustedes lo deseen, toman el ascensor y suben al piso de arriba donde les estaré esperando”, nos comunicó un camarero portugués muy amable. Sin prisas, acabamos nuestra cerveza, nos remoloneamos en la bodega y, cuando nos sentimos preparados para la siguiente fase, subimos al comedor. Éramos los primeros, así que escogimos la mesa que más nos gustó (tampoco había muchas, 4 mesas en el comedor). Y comenzó la segunda parte de la aventura. De vino, tras algunas dudas, un Marques del Riscal, edición especial que más adelante completamos con un Allende. Y enseguida llegó el primer plato: caviar Amur (1), de la frontera de china con Mongolia, nos explicaron. Ese de ponérselo en la mano, luego en la lengua y después contra el paladar que ya expliqué antes. Fuimos obedientes y seguimos el guión. Sin ser mucho de caviar, la sensación fue estupenda. Tras los comentarios oportunos y con ese sabor en la boca tan intenso y característico del caviar, nos fuimos a un plato mucho más gallego e identificable para nosotros, el bogavante con emulsión de sus propias cabezas y toques de wakame y paté de mejillón (2). El nombre es casi tan grande como el contenido del plato, pero estaba exquisito. Es interesante cómo los sabores puros refuerzan el sabor original de lo que estás comiendo (pulpo cocido con su propia agua, bogavante con emulsión de su propia cabeza). Le siguió un espárrago con emulsión de ajo blanco (3). Es curioso, yo que soy navarro, no estoy acostumbrado a usar la palabra espárrago en singular. Siempre hablamos de espárragos en plural porque no se concibe que alguien coma un solo espárrago. Pero aquí fue literal, un trozo de esparrago. Hermoso a la vista pero con un punto menos de cocción de la que necesitaba y con algunos hilos. Quizás la parte más débil del menú. Al espárrago le siguió el rodaballo a la bullabesa (4) muy bien presentado y en su punto de cocción. Muy rico y con una salsa que reforzaba el sabor clásico del rodaballo. Discutimos sobre ese sabor porque nos recordaba a algo que no lográbamos identificar. Preguntamos y era el hinojo. Muy rica la combinación. El plato fuerte, junto al pescado, fue el pichón de Bresse en dos texturas (5). Ni idea de qué era el tal pichón. La Wikipedia dice que se trata de un pequeño capón, con denominación de origen, que se cría en la región francesa de Blesse. O sea, como nuestros picantones o como los famosos galettos de Brasil que tanto nos gustaban en las galleterías cuando andábamos por allí.  El plato tenía más fundamento, jugando bien su papel de plato fuerte. El pichón rico, no recuerdo bien lo de las dos texturas, pero sí que la salsa estaba realmente exquisita. 

 Y llegaron los postres. Primero, para hacer la transición de lo salado a lo dulce un primer plato de quesos, una selección de quesos gallegos (6). Tres pruebitas de queso: un queso cremoso de Abegondo, y dos quesos, semicurado y curado, de Silleda (un marianne y un marigold, de la casa Cortés de Muar). Les acompañaban una mermelada de higos con calvados y unos puntitos de tomate y galleta de avellana. Tan ricos los tres como escasos.  Entrando ya en los dulces, siguieron un bombón de maraculla con chocolate (7) y un tamboril de crudities de pepino y manzana, perlas de apio, sorbete de naranja y palomitas de limón en nitrógeno líquido (8) y una muy especial y deconstruida tarta al wisky (9) que quisieron ser como esa última andanada trompetera de una fiesta de fuegos artificiales. El dulce ya se sabe, toda una perdición. Todos riquísimos y, algunos de ellos (las perlas de apio, las crudities de pepino) con sabores muy originales y que combinaban muy bien con el resto. En fin, muy buen final. 
 

 
 
Sin embargo, lo más original de este restaurante, junto al recibimiento en la trastienda y los aperitivos, radica sin duda en esta fase final de la comida en la que te trasladas a un salón anexo donde en la antigüedad se fumaban los puros. Es un salón cómodo, templadito (con una chimenea que calienta y arde, pero de mentirijillas), y muy amigable. Justo para lo que es, terminar la comida con algún cocktail o copa y poder charlar tranquilamente con las personas con las que has compartido mesa y mantel. Fantástico: gin-tonic para ellos, pacharán para mí, acompañando a una tabla de dulces que te ofrecen para picar. Y mucha charla para despotricar contra las y los políticos, criticar a diestro y siniestro, añorar tiempos pasados y elucubrar sobre el futuro. Mucho rato, sin prisas, sin cauciones, sin censuras. Disfrutando, que era de lo que se trataba. 

Una tarde de amistad y hedonismo, de ocio y buen rollo. Esto se puede hacer solo de vez en cuando, pero cuando se puede, merece mucho la pena. Amén.

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