
Obviamente, cada hospital es un
mundo. Tan complejo y poderoso que asusta. Pero a la vez, tan variado y cargado
de energía que hasta seduce y te atrapa. Es como los malos amores, los temes
tanto como los deseas, los necesitas para sobrevivir y, a la vez, son el agente
y testigo de tu deterioro progresivo. El contraste entre quienes entran en el
hospital para trabajar en él (en la infinita lista de puestos y tareas que allí
se desarrollan) y quienes entran como pacientes es palpable: en el semblante,
en la energía con que se camina, en la forma de mirar, en la forma de hablar
con quienes van a tu lado. Es como si te pusieran un cuño a la entrada para
indicar si eres ganador o perdedor. Sería interesante estudiar si cambia mucho
la actitud corporal y esas manifestaciones externas en el propio personal
sanitario de cuando van al hospital, pero no para cubrir su jornada de trabajo,
sino como pacientes.
El caso es que ahí estoy de
nuevo, en esa rutina tóxica de entrar y salir del hospital. Como paciente,
claro. Esta vez para hacerme una biopsia pulmonar a través de una punción
guiada por TAC. Al final, acabó siendo una entrada falsa, si es que puede haber
alguna entrada falsa, porque sea lo que sea que sucede allí dentro, el impacto
sobre quien entra es el mismo. En mi caso, tenía que hacer una prueba. La
enésima de esta serie de pruebas de descarte en la que me he metido sin saber
muy bien cómo. Todo comienza con la llamada de teléfono. Le llamamos del
Hospital, tiene que presentarse aquí el día X entre las 5 y las 7 de la tarde para
la prueba que tiene pendiente que se le hará al día siguiente. Y en ese momento
tú comienzas a tachar todo lo que tengas previsto para esas fechas. Y comienzas
a comerte el coco (estabas intranquilo porque no te llamaban y te mataba la
espera; pero ahora se cierra esa fuente de ansiedad y se abre otra: comienzas a
estar intranquilo porque ya te han llamado y de nuevo comienza la cuenta
atrás). Pues nada, pasan los pocos días de espera, llega el día macado y allá
vas tú, resignado y compungido al mostrador de las entradas. Haces tu cola
ansiosa (ya ves que hay otros como tú, a veces niños pequeños pero, casi
siempre, gente mayor con lo que ya empieza esa sensación machacona de que
comienzas a pertenecer a ese grupo de asiduos), te marcan destino y tiras
resignado para la habitación que te haya
tocado en suerte.

La noche no estuvo demasiado mal.
Milagrosamente de los 4 que dormíamos en la habitación (los tres pacientes y el
hijo de mi vecino, tumbado en el sofá de acompañante) ninguno roncaba (quizás
yo sí, pero de eso no me enteré). Dos veces entraron en la habitación para
atender a mi vecino (luces encendida, voces altas, ruidos…), pero bueno, a
trozos fuimos recorriendo la noche y llegó la mañana. Más movimientos de limpieza,
higiene, desayunos, controles de enfermería. Las mañanas son muy madrugadoras,
dinámicas y ruidosas en los hospitales. Yo tenía que quedarme en ayunas (“en
xaxún”, dicho en gallego) y a expensas de que vinieran a buscarme para llevarme
al quirófano. Vinieron primero a hacerme el típico control de tensión y, esta
vez, también a tomarme sangre para una analítica de última hora.
Esperé buena parte dela mañana y
sobre las 11 y pico llegó la enfermera a buscarme. Viaje en camilla por
pasillos y trochas del hospital. Puertas estrechas por las que apenas pasa la
camilla, ascensores eternos, paseo entre gente que camina por los pasillos o
espera a las puertas de las consultas donde les atenderán. Ese viaje en
camilla, tapado hasta la cabeza, despeinado y anonadado, con mirada perdida de
paciente-objeto que es trasladado de un lugar a otro y a quien todos miran con
un poco de compasión y como deseándole suerte en lo que le tengan que hacer. Nadie
puede pensar en él o ella como ese hombre o esa mujer vibrante que tiene una
vida y una actividad meritoria y llena de vida fuera de aquel contexto. Es una
sensación tan penosa… Cuando soy yo quien está en los pasillos y los ve pasar
me acuerdo mucho de lo que yo mismo siento cuando voy en la camilla. Y no puedo
por menos que compadecerlos, sí.

Vuelta a la habitación. Nuevo
paseo en camilla por los pasillos. Y llegados a la habitación, entre cabreado y
satisfecho, ya ni esperé a que nadie me dijera nada: me vestí de normal, guardé
las cosas en la maleta y me dispuse a marchar cuanto antes. Pronto vino el
médico de sala con el alta. Y me señaló que me volverían a llamar para
recomenzar el proceso.
Y así comienza un nuevo ciclo:
nueva espera de la llamada, nueva entrada en el hospital, nueva adjudicación de
cama, nuevos agobios. Ya veremos.
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