martes, noviembre 24, 2020

TOTORO COMO METÁFORA

 


Totoro es una cobaya que han traído mis nietos a casa (en realidad una compra de sus padres para que aprendan a querer y respetar a una mascota). En términos de convivencia y educación, un total acierto. Los niños están encantados con él, lo cuidan, lo miman, lo alimentan, lo visitan con frecuencia y, en general, están notablemente preocupados por él y por su bienestar. Lo dicho, un acierto. Como estos días lo han colocado en mi despacho, yo también he podido convivir con Totoro y tengo que decir en su favor que es un animalito tranquilo y juguetón. No da guerra ninguna. Él está en su jaula, siempre despierto (es lo que más les alucina a los niños: que duerme despierto, que siempre está con los ojos abiertos) y sin hacer ruido. De vez en cuando se le siente porque se mueve. Pocas veces corre por el perímetro de la jaula (y eso significa, me ha explicado mi nieto de 4 años, que está contento, dado lo cual me encanta que lo haga, aunque tampoco es que lo repita mucho). Y está ahí. Esa es su vida.

Ayer volvió a Madrid. Y hoy lo echo de menos. Miro al lugar que ocupaba su jaula y lo siento vacío, no solo físicamente sino también en la compañía. Ya no está. Tantos días de vivir junto a él, de mirarlo al pasar, de hablarle cuando me acordaba de que lo tenía ahí cerquita… y hoy ya no está. No oigo sus ruiditos, no siento su compañía. Siento su ausencia.

Estos días, la presencia de Totoro me hizo pensar mucho. Yo lo veía ahí en su jaula, tan pequeñito, tan huidizo, tan pacífico. Era hasta simpático cuando te conocía y no huía al acercarte, sino que te miraba con esos ojitos pequeños llenos de inquietud. Le hacías una caricia y sentías que temblaba por dentro como si estuviera genéticamente advertido de que quienes se le acercaran y quienes le cogieran le harían daño. Poco a poco se iba tranquilizando y cuando advertía que no había peligro, hasta ronroneaba feliz y encantado.

La pregunta que daba vueltas y vueltas en mi cabeza era sobre la vida. ¡Qué vida miserable, pensaba para mí! Estar ahí eternamente enjaulado, dando vueltas como una noria en el mismo espacio, con una vida simple, organizada en rutinas de comer, moverte y estar. Básicamente estar. Visto desde fuera de la jaula y desde fuera de su propia condición de cobaya, su vida es un sinvivir. Pero, me preguntaba yo, ¿cómo la vivirá él? Para él no existe más mundo que ese mundo suyo, no le preocupan otras alternativas de vida más apetecible porque no las conoce y ni siquiera puede imaginárselas. Allí solo, allí para siempre, allí cumpliendo su destino de cobaya. ¿Qué sería para él la jaula, un paraíso o una cárcel? Probablemente, lo primero. No se le veía ansioso y agobiado, al contrario, parecía relajado, incluso juguetón con los elementos que tenía en la jaula (una pelota, un espejo, una especie de boina de lana que utilizaba como espacio de cobijo y como manta bajo la que ocultarse, una rueda). Yo le sentía moverse en una especie de diálogo con esos objetos. Y así él iba consumiendo su tiempo. Un día y otro día. Siempre.

 Obviamente, soy consciente de que cuando pensaba en Totoro no pensaba solo en él, sino en mí, en todos nosotros. ¿Seremos, también, cobayas?. ¿Alguien desde más arriba de nosotros estará mirándonos y viendo como consumimos nuestro tiempo con esas rutinas simples del sueño-vigila, comer-defecar, trabajo-ocio, quietud-movimiento? Y así, día tras día. Siempre lo mismo, sin saber muy bien si estamos en un paraíso o en una jaula… La verdad es que estos tiempos de pandemia y confinamiento nos han aproximado bastante al modo de vida de las cobayas.

Totoro se alegraba cuando oía llegar a mis nietos con sus movimientos y voces agudas a saludarlo y darle comida. Ellos le hacían caricias y él las recibía acurrucado y mimoso. Le encantaban. Era como ese rayo de luz que se le abría a la vida más allá de su jaula. También esa parte de la metáfora es adecuada y esperanzadora en esta vida de cobayas que nos toca vivir.

No hay comentarios: