Me he visto sorprendido con un
nuevo libro, la “pedagogía de los abuelos” (Pedagogia
de la nonnità, de Vittoriano Caporale, Editorial Cacucci, 2011) y me han
entrado unas ganas enormes de hacer valer mi status de abuelo regodeándome en
el privilegio que supone y en la cantidad de vivencias que despierta.
He visto que alguna gente habla,
incluso, del “oficio de abuelo” (en genérico claro, abuelos y abuelas) pero no
sé si está bien eso de vivirlo como un oficio. Quizás para algunos lo sea, si
tienen que dedicarse a ello con un horario y en un marco de obligaciones
diarias, pero visto así, ya no parece tan entusiasmante. Y eso que, llegado el
momento, tampoco me parecería mal. Al fin y al cabo, las rutinas te permiten
disfrutar de una secuencia de momentos amigables a lo largo del día.
Pero lo más hermoso de los
nietos, al menos cuando son pequeñitos es esa alegría que te hacen sentir. Verlos
constantemente con la sonrisa en los labios es como un chute de vitalidad y
optimismo. Como ellos no se cansan, tampoco tienes la posibilidad de cansarte
ni, por supuesto, de protestar. Es como echarte una novia o novio joven, no
valen excusas.
Calculo que estas situaciones
intensas las vivimos más los abuelos que las abuelas. Ellas ya vivieron ese
lado materno con los hijos (los cuidados permanentes, el pecho, la
alimentación, la higiene, el estar minuto a minuto pendiente de cómo van las
cosas). Los hombres, incluso los que colaborábamos, siempre estabas en una
posición marginal, como pinche y segundo de a bordo. Las cosas importantes
dependían de la esposa. Y si, además, mantenías un ritmo de trabajo desbordante,
pues sucedía que se pasaban los días al vuelo. No es que de abuelo tu posición
en el juego de roles cambie mucho (nunca dejas de ser un pinche) pero sí puedes
recuperar un poco de esa parte femenina que siempre quedó en un segundo plano:
puedes quedarte contemplando cómo duerme la criatura por horas y sentir un
orgasmo cuando despierta y te mira con una sonrisa; puedes tirarte por el suelo
con ella y disfrutar de las locuras infantiles que a ella le hacen gracia; puedes
llevarla de paseo y acostumbrarla a los hitos lúdicos y culturales del entorno
(ahí tenéis a mi Berta confraternizando con Valle Inclán); se te enervan los
receptores ante cualquier sonido inapreciable hasta entonces que pueda
significar que te llama o que precisa de algo (que tiene sueño, que necesita
que la limpien, que empieza a incomodarse, que tiene hambre, que está cansada).
En fin, todo un conjunto de registros que los tenías medio obturados por el
poco uso. Y todo eso cuando aún son muy pequeñitos. Supongo que cuando vayan
creciendo y puedan ir de tu mano y te abrasen a preguntas, la cosa será aún más
interesante.
Es curioso esto de ser abuelo, la
verdad. Claro que supongo que hay abuelos y abuelos. No debe ser lo mismo el
abuelo de los 50 y pico años; de los 60 y pico; o los abuelos abuelos. Para
algunos ser abuelo es sentirse en esa etapa de paz interior y exterior en la
que ya has vendido tus barcos y tus sentimientos han entrado en una etapa de
dulzura suave muy adecuada para entregársela a los pequeños. Pero para otros,
los nietos llegan en momentos mucho más complejos: sigues trabajando más que
nunca, vives una vida llena de compromisos sociales, tienes la cabeza llena
deberes y pájaros que la tienen constantemente revolucionada. Todo menos esa
paz que se supone es el caldo de cultivo adecuado para ejercer de abuelo. Cuando la abuelitud te llega joven (bueno en
eso que pomposamente se llama la “late
middle age”) te encuentra en esa situación confusa en la que sigues soñando
con noches locas de sexo (dije soñando, ¿verdad?) y con viajes de aventura.
Debes combinar todo eso con la tranquilidad, la pose de fin de etapa y tranquilidad
absoluta que exige el personaje de abuelo. No resulta fácil, la verdad.
Pero, en fin, es una etapa
preciosa. Vives en tu propia biografía y en tu propia carne lo que significa
ese progreso de la vida y de las generaciones. Tus hijos tienen hijos y la red
se va ampliando. Otros asumen las responsabilidades que tú asumiste en su día y
crees sentir las mismas cosas que tus padres sintieron en una situación
similar. Y resuenan los mismos ecos, y brillan los mismos resplandores en los
ojos de unos y otros. Te sientes prestando el mismo apoyo que ellos te
prestaron. Es un dejá vu que da
seguridad y que une el pasado y el futuro. Algunos se angustian preocupándose
por cómo será del futuro de unos y otros. Yo, la verdad, me siento feliz por
ellos y por mí. Ellos son el futuro y son fuertes. Eso vuelve a dejarte en ese
papel secundario. Jode un poco porque ya ves que serán ellos los que hagan las
cosas que a ti te gustaría hacer, pero relaja mucho. No se está mal ahí, detrás
de la puerta, disfrutando del sueño plácido de la nieta y extasiándote con su
mirada limpia y su sonrisa al despertar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario