No se lo merecía (estas cosas no se merecen nunca) pero le tocó a él. Un infarto noble. Eso nos han dicho, pero aunque es un consuelo, tampoco tranquiliza mucho la verdad. El caso es que le ha vuelto a tocar a otro amigo. ¡Qué mala racha!
Verlo allí, todo monitorizado, con pitidos inesperados, con números digitales cambiantes, con miedo a moverse para que no se le salgan las vías que le han colocado ha resultado extraño. Como un salto en el vacío. Sus ojos abiertos queriendo sobreponerse al susto, su sonrisa de circunstancias aunque sincera, como si quisiera relajar el ambiente y hacernos ver que ya estaba de vuelta del tropezón en el que se había visto envuelto. Con gesto de extrañeza. Extrañado, supongo, de esa nueva situación a la que no estaba acostumbrado.
Es curioso cómo una de las cosas que más cuesta llevar al enfermo es su cambio de rol: dejar de lado su papel habitual de ayudador de otros al de persona que precisa de ayuda. Se te cruzan los cables. ¡Cómo cuesta dejar que te cuiden! Ahora que ya lleva unos días se va acostumbrado un poco más, pero al principio le resultó difícil. Él lleva en su cara, en su espalda, incluso en su postura medio encorvada a veces, el gran peso de responsabilidad con el que va cruzando la vida, sobre todo en los últimos años. Verse así, de pronto, sin preparativos, tumbado en una cama y dependiendo de lo que otros hacen por él, le resulta extraño. No dejaba de preocuparse por sus hijos (cómo lo estarán pasando, cómo vivirían la situación), por sus padres (cómo se lo decimos a mamá sin asustarla), por sus amigos. Lo típico de la gente como él. Dejar cuidarse tiene, además sus momentos graciosos. Uno no deja de darle vueltas á si será capaz de llevar con tino las situaciones cotidianas que cuando las haces tú parecen simples pero cuanto te las hacen tiene su mandanga. Desde orinar hasta dejar que te lleven a la ducha o te aseen en la cama. Ahora que ya está mejor hasta puede permitirse el lujo de reírse de sus propios apuros. Como es muy pudoroso le ha costado la leche que un par de muchachas lo pongan en pelotas para fregarle el cuerpo a conciencia, incluidas las partes pudendas que, por serlo, están menos habituadas a que nadie las descoloque, las friegue o pretenda sacarles brillo. Y no es que pasaran así como de medio largo, confesaba Felipe, es que se regodeaban en ello, como si estuvieran sacando brillo a una pieza de plata, ¡qué sofoco!
Cualquiera que lo conozca diría que Felipe necesariamente tiene que ser un mal enfermo. Demasiado acostumbrado a ir por libre, a ser quien toma las decisiones, a organizarlo todo (o todo lo que le dejan). Pues no, la verdad. Si le vieran sus amigos se quedarían asombrados. Esa ha sido su otro gran cambio: se ha hecho obediente. ¡Quién lo diría! No se mueve si no se lo mandan y vienen a moverlo. No hace nada que no esté en el protocolo. Se deja hacer. Es lo que tienen las instituciones hospitalarias: te ponen esas batitas con el culo al aire y allí se fue tu genio. Bueno, en el caso de Felipe no creo que este estado semicatatónico dure mucho. Debe ser cosa de la medicación. Y en parte está bien. Le conviene mucho que le chuten algo para que deje descansar a su neurona y no la ponga a pensar. Ya está Felipe hijo para pelearse y Luis para mantener alto el pabellón de la contestación típica de los trillo y cía.
La cosa es que, afortunadamente, todo va a quedarse en un aviso. Y no sólo para él, sino para cuantos estamos a su alrededor y llevamos un ritmo de vida parecido al suyo. De hecho, creo que yo me merecía mucho más que él estar donde él está. Así se lo he dicho, haciendo gala de una empatía cortés. "Pues a mí no me parecería nada mal ese cambio", me ha contestado el cabrito. Pero tampoco para él estaba resultando una etapa fácil. Sus hijos, sus padres, el trabajo, todo se había vuelto más complejo en los últimos tiempos. Y su organismo ha protestado en toda regla.
Últimamente ya estaba sintiendo cosas extrañas. Como esos pequeños temblores que preceden a un gran terremoto. Yo le decía que se estaba volviendo hipocondríaco y le quitaba importancia a sus fantasías de metástasis múltiples, de infecciones reincidentes, de gripes devoradoras. Ahora me podría decir lo que aquel mexicano había puesto como epitafio en su tumba, "¡No, que no, cabrones!", harto de que nadie le tomara en serio sus dolencias. Bueno, en este caso, lo de la tumba no viene al caso, que él ya está bien y, si dios y su médico lo permiten, este fin de semana lo pasará en su casa tan ricamente.
En fin, tengo que confesar que no sé si escribo esto por él o por mí. Cuando te toca tan cerca algo que tú mismo llevas temiendo que te ocurra en cualquier momento, es todo un toque de atención. Te hace volver una vez más sobre las prioridades que mantienes como foco de referencia, sobre la forma en que estás viviendo la vida. En fin, no es que no vayamos avisados.
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