Ir
a ver cine los lunes es como el polvo de los miércoles, algo inesperado y
agradable, pero estamos en vacaciones y esas cosas son las que marcan las
diferencias. El cine cuesta menos y las salas están medio vacías.
Teniendo en
cuenta que uno se encuentra deambulando por esa parte de la vida, 3 veces 20 era una película atractiva
por el título y por sus créditos. Julie
Gravas tiene suficiente prestigio como directora para que uno se arriesgue sin
demasiado riesgo. Además el hecho de estar protagonizada por Isabella Rosellini
y William Hurt ya es razón suficiente.
Pero,
para ser sinceros, creíamos que íbamos a ver una comedia (el trailler que nos habían pasado unos días
antes resultaba simpático y prometedor). La cosa de los 60 años da para chanzas
y bromas (como lo había hecho Jack Lemon con “Cuando menos lo esperas”), pero
bastaron unos pocos minutos para constatar que el careto de la Rosellini no
estaba para bromas. Además, los guionistas no solo incorporan personajes
mayores sino que los propios temas que se tocan son cosas de mayores. Con la
cantidad de cosas que puede hacer un arquitecto famoso, van y le encargan
diseñar residencias de ancianos. La cosa no pintaba nada bien.
Y
así fue todo el film, una mezcla agridulce de alusiones a la sesentena. La
historia no es demasiado original. Un matrimonio que entra en los sesenta (él
arquitecto de fama al que le dan un premio como homenaje a lo que fue, es
decir, una forma de despedida; su esposa profesora jubilada muy preocupada por
su nueva imagen y por los pequeños fallos de memoria que va sufriendo). Los dos
tratan de afrontar su nueva situación con energía y con las armas que siempre
han utilizado. Las juega peor la señora que ha vivido más consciente de su
belleza y, ahora, tiene la sensación de que resulta invisible para los hombre.
Tampoco le sale bien su intento de seguir siendo útil a través de su
colaboración en grupos de voluntarios. El arquitecto, por el contrario, se
siente con fuerzas (más de las que los demás le atribuyen), pero no está
dispuesto a renunciar a los proyectos que le gustan para meterse en cosas
anodinas como son las residencias de ancianos. Es decir, los dos tienen un
problema con respecto a ellos mismos y a la imagen que hasta ahora han tenido
de sí mismos, los dos tienen un problema con respecto al mundo que les rodea y,
al final, los dos tienen problemas entre ellos como pareja pues su evolución
personal la están llevando por diversos derroteros.
Ambos
tienen en común, desde luego, que están ansiosos de nuevas experiencias. Y que
esas experiencias les resultan más agradables cuando hay jóvenes por medio. La
juventud les obliga a emplearse más a fondo para seguirles el ritmo y, desde
luego, ellas y ellos les aportan nuevos estímulos de mejora personal (el deseo
de continuar siendo jóvenes). Tampoco podía faltar el sexo en ese encuentro.
Sexo que ambos consiguen pero que les defrauda (o eso se diría) porque en
realidad no es eso lo que buscaban. Al final, los muchos años pasados juntos
contienen réditos suficientes como para superar la tendencia a despreciarlos y
buscar lo nuevo. Entre lo conservador y lo realista, diría yo.
Pero,
entre medias, el guión va introduciendo cuestiones muy interesantes que,
seguramente, a muchos nos ha tocado vivir (o estamos en ello).
Un
aspecto básico del “vivir los sesenta” es, desde luego, esa dialéctica entre el
pasado y el futuro, entre lo que has hecho y lo que quieres y/o puedes hacer en
el futuro. No es fácil hacer una transición adecuada. Por lo general te sientes
con fuerzas suficientes aunque con muchas más dudas. No es fácil buscar acomodo
en el nuevo escenario. Y si te jubilas, como le pasa a la Rosselini en la
película, la cosa se pone aún más chunga. Pero tampoco el arquitecto lo tiene
claro. El sabía hacer muy bien aeropuertos pero le piden que se pase a las
residencias de ancianos, algo que ni por el forro le apetece y se va por la vía
de en medio, la que le plantean los jóvenes: el diseño de museos. Es algo que
no ha hecho nunca pero que le desafía.
Pero
lo más interesante de la película es, sin duda, la evolución de la relación
entre ambos. En el fondo ése es el tema. Si algo traen los 60 años, en
circunstancias normales, es que te encuentras al final de muchas cosas en una
especie de proceso de cierre que, a veces, llega a oprimir: va finalizando la
vida profesional, se han independizado los hijos y las cosas de la vida
cotidiana resultan poco atractivas. La vida en pareja necesita de nuevos
reajustes porque la dinámica anterior ya no resulta satisfactoria (se abren muchos
huecos que hay que rellenar con gimnasia, bailes, coqueteos, vestimentas,
bebidas, cabios de imagen, etc.). La vida en pareja es siempre un juego de
equilibrios y compensaciones, pero los que sirvieron en unas épocas anteriores
son menos funcionales en estas posteriores.
Ellos
lo llevan mal. La esposa reconoce que ambos tienen una personalidad fuerte y
son tercos. Les cuesta ceder. Supongo que ambos han pretendido que el otro
cambie o, cuando menos, que no le obligue a cambiar a él. La esposa lleva mal
ese fracaso en cambiarlo. Hasta ese momento, ella trataba de mantenerlo próximo
al círculo familiar y él le dejaba hacer. Pero llega un momento en que la
familia se va abriendo a caminos paralelos, cada uno con su propio sendero, con
su propio crecimiento. Ella no lleva bien lo que vive como indiferencia y, al
final, acaban estando demasiado distantes, en mundos tangenciales. Y esa
rigidez les hace separarse. Los hijos se desesperan y ellos, simplemente, van
experimentando otras formas de compensación. Pero ya es tarde.
Ese
intento de cambio mutuo, que en mayor o menor medida se vive en todas las
parejas, es algo muy bien recogido en la película. Cada una de las partes
(todos: padres e hijos) va trampeando mientras puede, haciendo como si entraran
en el juego, cediendo en momentos coyunturales, adaptándose y limando aristas
para que los propios caminos no hieran a los otros. Pero no hay cesión.
Afortunadamente. En las parejas en que la cesión se da siempre aparece una de
las partes demasiado sometida a la otra, sin personalidad propia, sin vida.
Claro que cuando la búsqueda de la diferenciación y autonomía se lleva a
rajatabla y sin cesiones, aunque sean parciales, la pareja tiene pocas
posibilidades de sobrevivir como tal. Van perdiendo los espacios comunes y
acaban convirtiéndose en extraños.
Algo
de eso pasa en la película. Cada uno de ellos va buscando llenar sus propios
huecos al margen de la pareja. No es exactamente que huyan de ella. En realidad
huyen de sí mismos, de su pasado, de lo que ya han sido, de esa sensación de
que se van cerrando etapas. Es como si se necesitara abrir nuevos frentes,
buscar nuevas relaciones, empezar cosas. Y en esa nueva búsqueda cada uno de ellos
comienza a buscar otros espacios, otros desafíos. Es como si el pasado y la
edad les estuviera ahogando y comienzan a dar manotazos, a hacer movimientos
enloquecidos por librarse del agua. Dicen que es el peor camino para salvarse y
que se corre serios riesgos de ahogarse cuando uno reacciona así. Pero así son
los 60. Edad de movimientos raros, apresurados, con una exageración que a veces
recuerda la adolescencia pero sin la energía que uno tenía entonces.
Lo
interesante de la historia es que tras los devaneos exploratorios de cada uno
de ellos acaban encontrando un resquicio para el retorno. Aceptan el pasado y
el presenten, renuncian a cambiar al otro (es decir, aceptan al otro tal como
es en ese momento; como ha sido siempre, en realidad) y ahí es donde de nuevo
se encuentran. Y no con resignación, sino con una carga de ironía e ilusión
acorde con sus condiciones. Compran un terreno donde ubicar su futura
tumba pero son capaces de revolcarse sobre ella para besarse y meterse mano
como en los buenos tiempos
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