
El viaje se hace pesado, de todas
maneras. Tantas escalas intermedias (Santiago-Madrid; Madrid-Bogotá;
Bogotá-Medellín) con sus tiempos muertos se hacen interminables. 25 horas exactamente
me costó esta vez. Además, las cosas nunca suelen salir del todo derechas. Esta
vez, aunque nosotros apenas nos enteramos de nada, resultó que pudimos
aterrizar en Bogotá de milagro. El aeropuerto había estado cerrado las dos
horas antes de nuestra llegada por una lluvia torrencial. Lluvia ecuatorial, como
dios manda, con toda su parafernalia de truenos y relámpagos. De hecho cayó un rayo
en una de las pistas y la destrozó. Así que tuvieron que cerrarla y comenzar a
funcionar sólo con una. Lo cual provocó todo un desastre en los horarios
posteriores. Muchos vuelos cancelados (entre ellos el mío), todos retrasados y
con problemas. Aquello era un caos. Había mucha gente en aquel momento
(coincidió con la reunión de líderes americanos en Cartagena de Indias). Pero
así y todo no vi ni una protesta. Las azafatas de tierra iban llamando a los
afectados y allí nos poníamos en fila silenciosa para que nos reubicaran en
otros vuelos. Debe ser que están acostumbrados. O que son gente pacífica
realmente.
Con tanta incidencia llegué a
Medellín con tres horas de retraso pero pese a ello, allí estaba el taxista
encargado de recogerme con una sonrisa y una bienvenida cariñosa. Otra hora más
para llegar a Medellín porque el aeropuerto está en la ciudad de Rionegro. Un
camino lleno de curvas entre montañas para llegar a una explanada que ves
allá abajo como una gran llanura llena de luces y a la que vas bajando como si
fueras en un tobogán. Parece que Medellín está asentada en lo que fuera una inmensa
ciénaga que tuvieron que desecar para ahuyentar los mosquitos que los
masacraban vivos. Ahora es un conjunto de casas, torres y vegetación precioso.
Como el espacio se les va quedando pequeño (3 millones de habitantes me han
dicho que tiene Medellín) las casas se van elevando en las laderas de las
montañas que le rodean. Pero así como en Brasil serían favelas, aquí son
barrios normales y, en algún caso, áreas residenciales de alto standing.
Se ve que corre mucho dinero. Hay
edificaciones llamativas y, salvo algunas zonas degradadas (sobre todo en el
centro de la ciudad y a la orilla del río que la cruza), la ciudad mantiene
unos estándares de calidad de vida elevados. Es la única ciudad colombiana que
tiene metro, lo que facilita mucho la movilidad y casi evita los atascos. Está
llena de funiculares (que conectan con el metro) para facilitar la llegada a
las casas que están elevadas en la montaña. Mantiene una gran actividad
cultural (con muchísimas bibliotecas públicas, por ejemplo; una de ellas que me
he quedado con ganas de visitar, regalada por España) y un tipo de actividades
muy amigables para la gente: los domingos, fue mi primer día aquí, cierran al
tránsito la calle central y la dedican a pasear en bicicletas, a correr y
pasear la gente. Había miles de personas disfrutando de la mañana del domingo.

Pero lo que siempre me impacta
más de Colombia es el cariño a flor de piel de la gente. Eso de que los
camareros, la gente de la recepción del hotel te pregunte qué tal estás, si has
descansado bien, si necesitas algo. Es como si te conocieran de toda la vida.
Generan una relación de distancias cortas que me llama mucho la atención.
Quizás a algunas personas no les guste demasiado esta afectuosidad pero a mí me
encanta. Ayuda mucho a neutralizar la soledad que se siente estando en un hotel
y teniendo que sobrevivir por tu cuenta.

Bueno, y esta tarde cara a
Argentina. Mal momento para ir allí con todo el rollo de la nacionalización de
YPF y el intercambio de acusaciones que se hacen los dos gobiernos. Tendré que
ir de incógnito y hablar de cualquier cosa menos de política, cosa casi
imposible en Argentina donde con toda seguridad ya el taxista que me recoja en
el aeropuerto disertará sobre la situación económica actual y el futuro del
mundo. Que dios me coja confesado.
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