Ayer mañana llegué a Zaragoza. Tuve una conferencia por la tarde y tendré hoy un curso. Así que estos días tienen sabor mañico. Y me siento bien aquí. No solamente porque tengo buenos amigos (acabo de encontrarme con uno de ellos) sino porque esta ciudad está llena de recuerdos y nostalgias.
Aquí comenzó mi vida universitaria. Yo estaba destinado a oficios más sacros (en realidad yo iba para obispo en Perú, era como un destino que ya había asumido). En aquellos finales de los años sesenta la posibilidad de estudiar estaba ligada a vincularte a alguna congregación religiosa e ir a sus colegios. Y eso fue lo que hice, tenía dos tios pasionistas y con ellos me fui a los 11 años. Cursé primero en el colegio de Gabiria (Guipúzcoa) y hasta sexto en Euba (Vizcaya). Después el noviciado en Angosto (Álava) y el PREU en Zumárraga (Guipúzcoa). Duré hasta los 17 años cuando ya había cursado y aprobado el PREU. Cuento todo esto para introducir mi llegada a Zaragoza. Dejados los frailes (algun día contaré cómo se truncó mi carrera episcopal) yo bien creí que había acabado mi vida estudiantil y que me pondría a trabajar y a ayudar económicamente a mi familia. Pero no fue así. Comencé a trabajar en un bar en Tafalla donde vivían mis padres y a preparar contabilidad con un profe particular. Pero tuve suerte. Él me vió con muchos recursos y convenció a mis padres (y a mí) de que debía seguir estudiando. Lo intenté con periodismo en Pamplona pero no superé el examen (preguntaban cosas que de la vida cotidiana y de política internacionalque a mí ni me sonaban; y, sobre todo, yo tenía poco que ver con el Opus). Pero, a todas estas, ya era noviembre o diciembre y con el curso iniciado me vine a Zaragoza. Yo iba para médico, lo juro. Pero creí, estúpido de mí, que para hacer medicina era preciso haber hecho el bachillerato de ciencias. Como lo mío eran las letras, me fui a hablar con el decano de la la Facultad de Filosofía y Letras. Para mi sorpresa, no fue difícil. Me dijo que podía comenzar como alumno libre. Y eso hice con una beca de la Diputación de Navarra. Ahí comenzó mi etapa mañica.
Fueron dos años preciosos. Para un chaval ingenuo y estudioso como yo todo era un descubrimiento. Aprendí mis primeras habilidades sociales (yo estaba acostumbrado a vivir en un internado y cometía errores constantes en mi vestimenta, en mi forma de relacionarme con la gente), aprendí a ganarme la vida (la beca sólo llegaba a cubrir necesidades básicas pero el resto debía ganármelo yo, así que daba clases particulares y hacía trabajos esporádicos en vacaciones) y aprendí, sobre todo, a disfrutar de la vida sin corsés (incluidos mis primeros acercamientos titubeantes a las chicas). Ya digo, muy interesantes los dos años en Zaragoza.
Por otra parte era una ciudad muy amigable. Teníamos el tranvía que recorría el camino desde el campus a la plaza de España. Yo vivía en una residencia en la plaza de San Francisco, junto al campus y a menos de 5 minutos de mi Facultad. Eso hacía fácil la vida diaria. Te daba tiempo a pasear, a estudiar, a relacionarte con mucha gente, a continuar mi estilo de vida con otras acciones solidarias, etc. Sin falsa modestia he de reconocer que era muy bueno en los estudios (6 años de seminario sirvieron, al menos para eso) y sobresaliente en latín (gracias a las clases particulares de latín pude sobrevivir con holgura). La verdad es que tuvimos muy buenos profesores. Extraordinarios. Yo me veo ahora como catedrático de universidad y creo que no llego ni a la altura de los zapatos de lo que ellos eran y sabían. O al menos, nosotros los veíamos como gente de otro planeta, que lo sabían todo de Arte, de Literatura, de Lenguas Clásicas, de Historia. Ahora que ando metido en temas de calidad de la docencia, no podría decir que sus clases fueran modélicas pero, contradicciones de la pedagogía, creo que aprendimos mucho con ellos. Quizás porque nos gustaba estudiar. O porque viniendo de situaciones precarias, veíamos en la universidad una forma de mejorar nuestra vida. La cosa es que disfruté mucho de aquellos años de comunes. Fui delegado de curso y me sabía los cumpleaños de todos los compañeros (no éramos muchos entonces, unos 40 ó 50) y los ponía en la pizarra cuando llegaban para que toda la clase lo festejara.
En fin, Zaragoza fue mi primer bautizo en muchas cosas. Tuve grandes amigos y amigas. Creo que me enamoré de varias de ellas. Una era mayor que yo y me hacía poco caso y acabó casándose con un militar de la Academia. Había otra que me gustaba mucho. Era hija de un profesor de la Facultad que después se hizo famoso pues llegó a ser académico de la Lengua. Pero no me atreví a confesarle mis sentimientos. O sí, lo hice pero atribuyéndoselos a otro (la típica historia de “hay un chico al que le gustas mucho y cuenta de ti maravillas…”). Debí hacerlo muy bien pues se creyó que, efectivamente, era otro al que me refería. Aquí comencé a trabajar en el Reformatorio que dirigían los terciarios capuchinos (ellos me daban comida y alojamiento y yo hacía de cuidador de los internos). Aquí se forjó mi vocación por la Psicología (no pudiendo, o eso creía yo, medinica pensé que lo mío era la psicopedagogía) y de aquí salió, creo yo, mi gusto por lo social. En todo caso, recuerdo aquellos años, como un tiempo precioso en el que yo iba poniendo, sin saberlo, los cimientos delo que sería mi futuro.
Así que Zaragoza está llena de recuerdos y nostalgias. Y eso que ya se ha hecho una ciudad enorme, industrial, amenazante. No es la Zaragoza que recuerdo, salvo las calles del centro (pero ni siquiera el Tubo es ya lo que era). Pero sigue manteniendo ese encanto particular de sus gentes, su acento, sus chicas bonitas (no espectaculares, pero sí bonitas), el gesto amable de la gente y esa cordialidad mañica que te atrapa. Se echa de menos el travía. Pero, sobre todo, se echan de menos los 18 años que yo tenía entonces. Y la mirada abierta y sorprendida con que leía todo lo que pasaba. Y la mucha ilusión que ponía en todo lo que hacía.
Aquí comenzó mi vida universitaria. Yo estaba destinado a oficios más sacros (en realidad yo iba para obispo en Perú, era como un destino que ya había asumido). En aquellos finales de los años sesenta la posibilidad de estudiar estaba ligada a vincularte a alguna congregación religiosa e ir a sus colegios. Y eso fue lo que hice, tenía dos tios pasionistas y con ellos me fui a los 11 años. Cursé primero en el colegio de Gabiria (Guipúzcoa) y hasta sexto en Euba (Vizcaya). Después el noviciado en Angosto (Álava) y el PREU en Zumárraga (Guipúzcoa). Duré hasta los 17 años cuando ya había cursado y aprobado el PREU. Cuento todo esto para introducir mi llegada a Zaragoza. Dejados los frailes (algun día contaré cómo se truncó mi carrera episcopal) yo bien creí que había acabado mi vida estudiantil y que me pondría a trabajar y a ayudar económicamente a mi familia. Pero no fue así. Comencé a trabajar en un bar en Tafalla donde vivían mis padres y a preparar contabilidad con un profe particular. Pero tuve suerte. Él me vió con muchos recursos y convenció a mis padres (y a mí) de que debía seguir estudiando. Lo intenté con periodismo en Pamplona pero no superé el examen (preguntaban cosas que de la vida cotidiana y de política internacionalque a mí ni me sonaban; y, sobre todo, yo tenía poco que ver con el Opus). Pero, a todas estas, ya era noviembre o diciembre y con el curso iniciado me vine a Zaragoza. Yo iba para médico, lo juro. Pero creí, estúpido de mí, que para hacer medicina era preciso haber hecho el bachillerato de ciencias. Como lo mío eran las letras, me fui a hablar con el decano de la la Facultad de Filosofía y Letras. Para mi sorpresa, no fue difícil. Me dijo que podía comenzar como alumno libre. Y eso hice con una beca de la Diputación de Navarra. Ahí comenzó mi etapa mañica.
Fueron dos años preciosos. Para un chaval ingenuo y estudioso como yo todo era un descubrimiento. Aprendí mis primeras habilidades sociales (yo estaba acostumbrado a vivir en un internado y cometía errores constantes en mi vestimenta, en mi forma de relacionarme con la gente), aprendí a ganarme la vida (la beca sólo llegaba a cubrir necesidades básicas pero el resto debía ganármelo yo, así que daba clases particulares y hacía trabajos esporádicos en vacaciones) y aprendí, sobre todo, a disfrutar de la vida sin corsés (incluidos mis primeros acercamientos titubeantes a las chicas). Ya digo, muy interesantes los dos años en Zaragoza.
Por otra parte era una ciudad muy amigable. Teníamos el tranvía que recorría el camino desde el campus a la plaza de España. Yo vivía en una residencia en la plaza de San Francisco, junto al campus y a menos de 5 minutos de mi Facultad. Eso hacía fácil la vida diaria. Te daba tiempo a pasear, a estudiar, a relacionarte con mucha gente, a continuar mi estilo de vida con otras acciones solidarias, etc. Sin falsa modestia he de reconocer que era muy bueno en los estudios (6 años de seminario sirvieron, al menos para eso) y sobresaliente en latín (gracias a las clases particulares de latín pude sobrevivir con holgura). La verdad es que tuvimos muy buenos profesores. Extraordinarios. Yo me veo ahora como catedrático de universidad y creo que no llego ni a la altura de los zapatos de lo que ellos eran y sabían. O al menos, nosotros los veíamos como gente de otro planeta, que lo sabían todo de Arte, de Literatura, de Lenguas Clásicas, de Historia. Ahora que ando metido en temas de calidad de la docencia, no podría decir que sus clases fueran modélicas pero, contradicciones de la pedagogía, creo que aprendimos mucho con ellos. Quizás porque nos gustaba estudiar. O porque viniendo de situaciones precarias, veíamos en la universidad una forma de mejorar nuestra vida. La cosa es que disfruté mucho de aquellos años de comunes. Fui delegado de curso y me sabía los cumpleaños de todos los compañeros (no éramos muchos entonces, unos 40 ó 50) y los ponía en la pizarra cuando llegaban para que toda la clase lo festejara.
En fin, Zaragoza fue mi primer bautizo en muchas cosas. Tuve grandes amigos y amigas. Creo que me enamoré de varias de ellas. Una era mayor que yo y me hacía poco caso y acabó casándose con un militar de la Academia. Había otra que me gustaba mucho. Era hija de un profesor de la Facultad que después se hizo famoso pues llegó a ser académico de la Lengua. Pero no me atreví a confesarle mis sentimientos. O sí, lo hice pero atribuyéndoselos a otro (la típica historia de “hay un chico al que le gustas mucho y cuenta de ti maravillas…”). Debí hacerlo muy bien pues se creyó que, efectivamente, era otro al que me refería. Aquí comencé a trabajar en el Reformatorio que dirigían los terciarios capuchinos (ellos me daban comida y alojamiento y yo hacía de cuidador de los internos). Aquí se forjó mi vocación por la Psicología (no pudiendo, o eso creía yo, medinica pensé que lo mío era la psicopedagogía) y de aquí salió, creo yo, mi gusto por lo social. En todo caso, recuerdo aquellos años, como un tiempo precioso en el que yo iba poniendo, sin saberlo, los cimientos delo que sería mi futuro.
Así que Zaragoza está llena de recuerdos y nostalgias. Y eso que ya se ha hecho una ciudad enorme, industrial, amenazante. No es la Zaragoza que recuerdo, salvo las calles del centro (pero ni siquiera el Tubo es ya lo que era). Pero sigue manteniendo ese encanto particular de sus gentes, su acento, sus chicas bonitas (no espectaculares, pero sí bonitas), el gesto amable de la gente y esa cordialidad mañica que te atrapa. Se echa de menos el travía. Pero, sobre todo, se echan de menos los 18 años que yo tenía entonces. Y la mirada abierta y sorprendida con que leía todo lo que pasaba. Y la mucha ilusión que ponía en todo lo que hacía.
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