Estos dos últimos días han estado llenos de comentarios y análisis del debate televisado entre Zapatero y Rajoy. Se ha analizado el debate desde todos los puntos posibles. Cada quien, obviamente, desde su propia óptica y sus particulares filias y fobias. Me quedo con una sensación bien simple. Lo importante es que han hablado.
Hablar es la esencia de cualquier relación. Resulta básico para crearla, para mantenerla e, incluso, para concluirla. Es probable, o eso creo, que en este ámbito de las relaciones sea más importante el hecho mismo de hablar que el tema del que se hable. O que el tono (aunque, a veces, sea el tono el que se convierte en el mensaje: ¡me ha gritado!). O que la modalidad (el conversar, el discutir, el debatir…). Escuché una vez a José A. Marina, el filósofo conferenciante, que los hombres dábamos más importancia a ganar o perder en una posible discusión, mientras que las mujeres lo que más valoraban era el hecho mismo de hablar. No estoy muy de acuerdo en atribución de género. Por lo menos no ha sido ésa mi experiencia. Pero sí estoy de acuerdo en el argumento. Al final, lo realmente importante es hablar.
Aunque a veces necesito el silencio y la soledad, me gusta mucho hablar. Sobre todo con ciertas personas, con las que tienes más en común. Esa complicidad personal te permite hablar de cosas y pasar a hablar de ti mismo o del otro, o de la relación entre ambos. Debe ser cosa de la edad. Ya me lo han dicho. Pero me resulta difícil entender una conversación puramente funcional, para hablar de cosas. Ni siquiera Zapatero y Rajoy lo consiguieron. Al final, el debate fue sobre ellos mismos, sobre cómo se ven, sobre lo mal que se llevan.
Hace poco tiempo, paseaba yo junto al mar en Coruña. Y recibí una llamada telefónica que dió lugar a una charla tensa. El mar estaba movido ese día. Y, mientras hablaba, sentí que las conversaciones son como el discurrir de las olas. Los momentos de la conversación se van sucediendo con una cadencia y una intensidad similar al oleaje. Hay momentos suaves y agradables como esas olas que te acarician cuando llegan. Hay otros bruscos, que te estallan delante y que te dejan tambaleando. Tienes que reponerte y hacer pie antes de responder. Hay argumentos que tienen resaca. Te das cuenta que te van arrastrando y arrastrando hacia asuntos o tonos difíciles de controlar y que presagian problemas. Hay olas de jugar y olas de defenderse, olas que te mecen y en las que puedes dejarte llevar y olas que te asustan. Hay olas transparentes en las que te puedes zambullir sin reservas y otras sucias y grasientas que te irritan y te gustaría evitar porque ensucian. Aquel día la conversación estaba movida como el mar, con un fuerte oleaje. Pero viendo el mar, teniéndolo allí a tu lado hasta podías ir advirtiendo cuando las curvaturas del agua y de la conversación advertían de la aproximación de una ola dura.
No sé si conversar es un arte. Supongo que sí. Algunas personas son, desde luego, muy buenos conversadores. Yo siempre he preferido escuchar a hablar, pero últimamente me gusta hacerlo y me siento mal cuando no puedo hablar con la gente que aprecio. Aunque las conversaciones consuman tiempo, aunque no se llegue a conclusiones, aunque no se saque nada en límpio, aunque aparezcan algunas olas fuertes de esas que te desestabilizan un poco. Al final, ¿qué te queda si no hablas?.
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