miércoles, febrero 13, 2008

Todos delincuentes


Me han llamado de la Radio Gallega. Querían hacerme una entrevista para hablar de la propuesta del PP de rebajar la edad penal a los 12 años. Alguien les había dicho que yo sabía de eso.
¿Y qué le parece esa propuesta?, es lo primero que me ha preguntado. Una parvada, le he contestado siendo consciente de que no era un epíteto demasiado académico. ¡Qué manía con penalizar, con categorizar como delincuente a todo quisque que se salga de la línea!
No duró mucho la entrevista. Supongo que me desmadré un poco con análisis que iban más allá de lo habitual en las charlas radiofónicas de media tarde. El periodista quería hacer de malo. Sí eso que dice está bien, pero resulta muy largo y mientras tanto tenemos ahí a chavales que van haciendo de las suyas. Es verdad, le dije. No se puede negar que algunos jóvenes cometen delitos (no son muchos, el 0,18% de los jóvenes según las estadísticas) y sobre esos casos tendrá que intervenir la sociedad, no solo la policía y los jueces. Pero dígame, contraataqué yo, qué ganamos con convertirlos en delincuentes, con enviarlos a la cárcel. Eso no resuelve el problema que han causado y crea un nuevo problema con ellos. No mejorarán en la cárcel, seguro. Crecerán como delincuentes y eso es lo que serán toda su vida.
Es tremendo, le decía al periodista, lo que nos está pasando. Son niños y niñas de 12 años. Ellas quizás no hayan tenido su primera regla y ellos aún andan a vueltas con su cuerpo desgarbado y lleno de granos. Y ya queremos que sean responsables de lo que hacen y que tengan que penar si se equivocan.
De todas formas, es cierto que algunos de ellos son crueles y hacen daño. No consigo explicarme cómo han llegado hasta ahí, cómo han podido deteriorarse tanto, pero desde luego nadie en su sano juicio podría decir que ha sido por su culpa. Hay muchas formas de analizar los problemas de la delincuencia infantil. Una de ellas es, ciertamente, la legal y policial. La gente siente una fuerte predilección por ella, porque le da seguridad. Pero es una perspectiva errónea tanto desde el punto de vista social como psicológico. Se basa en la idea del “libre albedrío”, es decir que cada uno es dueño y responsable de sus actos, que si actúa mal lo hace porque quiere y, por tanto, debe pagar por ello. Ya es dudoso que ese principio se pueda aplicar a todos los adultos, pero resulta fuera de lugar cuando hablamos de niños y niñas pequeños. Los problemas, esos problemas, también pueden verse desde una perspectiva social, es decir, entendiendo que cuando un chaval acaba delinquiendo lo que eso supone es un fracaso en su proceso de socialización. Y en ese fracaso tanta culpa tiene la sociedad como el propio sujeto. También puede hacerse una lectura educativa o psicológica del problema porque siempre son chavales con problemas en su educación, con una sensibilidad obturada, con pocas habilidades sociales, con mucha frustración acumulada. Estas miradas sobre los problemas de la delincuencia juvenil son más amables (lo que a algunos les repugna) pero también mucho más constructivas. No significa no actuar, pero sí hacerlo de forma que las medidas que adoptemos aporten algo a la resolución del problema (que es también el problema del agresor).

Todo eso me ha ido saliendo a borbotones en la entrevista. También pude recordar nuestra experiencia con los Hogares Promesa (quizás por eso me han llamado de la emisora) allá en los años 70-80. Nosotros sacábamos a los chavales delincuentes de los reformatorios para llevarlos a vivir con nosotros, a nuestra casa. Por lo general eran de los más difíciles de cada centro. Algunos de ellos tenían un currículo delictivo bien fuerte. Pero el vivir con nosotros les abría a otro futuro. Del reformatorio hubieran pasado directamente a la cárcel. Era su destino. Pero, en muchos casos logramos torcer ese destino. Hicieron carreras universitarias. Se casaron y tuvieron hijos a los que trataron de educar con más cariño del que ellos mismos habían recibido. Es verdad que la delincuencia infantil y juvenil de entonces era distinta a la de ahora. Casi no había drogas. No se presentaban conductas tan perversas como esas de maltratar para grabarlo. Pero en sustancia, casi siempre es lo mismo: unos pobres chavales muy rotos interiormente e incapaces de controlar sus actos. Son merecedores de castigo, pero, sobre todo, necesitan de apoyo y ayuda para ir recuperándose.
En todo este montaje me preocupa, sobre todo, esa tendencia cada vez más fuerte a llevarlo todo al derecho penal y al castigo. Y se nos va llenando el alma de deseo de venganza. Siempre está ese sustrato de venganza en la penalización de los agresores (tú la has hecho pero la vas a pagar). Y todo se tiñe de ese tono púrpura de la venganza. Todos queremos vengarnos: quien se siente abandonado por su pareja; quien se ve ultrajado o insultado; quien sufre un robo o un atropello; quien tiene a alguien querido vejado o muerto por culpa de alguien. Todos pedimos enseguida venganza. Algunos hasta se la toman por su mano. Y es eso, se nos olvidan las otras alternativas: medidas preventivas, atención a los agresores desde el inicio, búsqueda de causas más allá del sujeto trasgresor, perdón, incluso. Sólo queremos que el juez condene a quien nos ha hecho daño. Y cuanto más fuerte sea la pena, más satisfechos nos quedamos. Ya sé que suena raro, pero no tiene futuro una sociedad así. Me parece a mí.
Me impresionó mucho hace unos años, en aquella película de “La pelota vasca, la piel contra la pared”, de Julio Medem, el testimonio de un joven a quien ETA le había hecho perder un pié completo. Decía que no odiaba a los terrorista, no les deseaba mal. Sólo quería que aquello no se repitiera y estaba dispuesto a trabajar porque así fuera. Pero sin violencia.
No es fácil no odiar a chavales que cometen esos delitos tan horrorosos que de vez en cuando saltan a las primeras páginas de la prensa. El cuerpo nos pide hacerles a ellos todo el mal que ellos han hecho a otros. Pero no es la solución. Por eso tenemos la ley y los jueces, para que actúen con racionalidad y no emocionalmente. Pero ahora parece que todo el mundo quiere ser expeditivo. Aunque perdamos al bebé al querer tirar el agua sucia del baño. Me siento aturdido por tanto ruido de togas y sentencias en temas de niños y jóvenes. Seguro que iremos a peor. Allá en los años 70 nos atrevimos a decir a la Administración que deberían optar entre llenar las calles de educadores o llenarlas de policías. Parece que la opción está hecha. La gente ha preferido a los policías y a los jueces. La cosa no pinta bien.

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