Nuestra vida está llena de esos recuerdos cálidos asociados a personas, cosas o lugares a los que gusta mucho volver y darse un chute de melancolía. Supongo que cuanto más sentimental, más vulnerable es uno a esas situaciones. A él le debía pasar eso. Me había hablado de un árbol especial en el Parque de Bonaval. Quería volver a verlo antes de regresar y como aún nos quedaba un tiempo, lo llevé donde su árbol.
Allí estaba, justo a la entrada al parque. El primero a la izquierda. Un árbol hermoso, he de reconocerlo. De esos que transmiten seguridad y cobijo. Un árbol apto para confidencias, me confesó. También me lo pareció a mí.
Me contó que hace algunos años había conocido a una chica. Ya la conocía de antes pero fue en aquel verano cuando se confesaron su mutua atracción. Era el 25 de Julio, recordó, y fui a buscarla a su Hotel por la mañana. Había manifestación nacionalista por el día da Patria Galega. Fuimos sorteándola y acabamos paseando por la parte vieja en dirección a Santo Domingos de Bonaval. Visitamos el Museo de Arte Contemporáneo y tomamos allí un piscolabis a medio día. Después nos fuimos al parque de Bonaval. Fue una tarde maravillosa, me confesó con el gesto arrebolado y la mirada llena de nostalgia. Era una mujer muy especial, muy ardiente, me decía. De esas a las que las caricias, incluso las leves, las van encendiendo como a una hoguera y acaban estallando en una policromía infitina de suspiros y movimientos como un arsenal de fuegos artificiales. Y te arrastran en su propio estallido. Nunca había sentido algo así, decía emocionado. Al principio tenía miedo de que alguien me reconociera pero luego hasta eso se me olvidó. Nos tumbamos en el prado, nos sentamos confidentes sobre las tumbas del cementerio, paseamos buscando sosiego a los sentidos, en fin, fue una tarde espléndida.
Habíamos empezado nuestros primeros escarceos bajo este árbol y aquí fue también donde acabamos. A esas alturas de la tarde mis caricias eran bastante atrevidas (aunque ella seguía controlando muy bien mis manos y se mostraba intransigente en la defensa de ciertas fronteras) y sus besos me devoraban literalmente. Para que nada faltara en la coreografía, hasta podía vislumbrarse por entre las torres de la catedral y los tejados de las casas, una puesta de sol absolutamente deslumbrante. No sabíamos cómo concluir aquella tarde mágica. Yo me hubiera quedado eternamente allí, pero ella tenía comprometida una cena. Así que empezó a anegarnos una especie de desconsuelo que se fundía bien con la caída del sol. Entonces fuimos conscientes de la belleza del árbol que nos cobijaba. Y lo hicimos cómplice de nuestros anhelos.
Hubiéramos marcado nuestros nombres en su corteza pero ya no teníamos edad para eso. Demasiado cursi y poco ecológico. Volando como estábamos en el nirvana de las satisfacciones concentradas, nos pusimos a hablar con el árbol y a hacerlo testigo de nuestras promesas. Supusimos que no éramos los primeros en hacerle nuestras confidencias y que, con su porte sereno y profesional, sabría guardárnoslas. Prometimos que, aunque no nos viéramos mucho, nos querríamos siempre. Que cada uno guardaría en su interior un pequeño rinconcito, como si fuera un altar, al que podría acudir de vez en cuando para avivar los recuerdos y alimentar la nostalgia. 5 minutos al día, fue nuestra promesa. 5 minutos diarios durante los próximos meses. Y en esos minutos habríamos de pensar fijamente en el otro, con intensidad, tanta que hiciera posible que le llegaran nuestras vibraciones hasta dondequiera estuviera. Prometimos pensar en el árbol y pensarnos bajo su ramas protectoras cuando precisáramos de su ayuda. Y eso es lo que he venido a hacer, dijo con los ojos tristes, mientras miraba fijamente hacia el árbol como si estuviera haciéndole una petición.
¿Qué ha pasado con la chica?, le pregunté, pareces triste. Ya no sé nada de ella, contestó. Volvimos a vernos varias veces, durante bastante tiempo nos hablábamos… Fue para mí una fuente constante de alegría. Era especialista en hacerte sentir intensamente. Era una chica muy especial. Pero se acabó. No sé por qué, pero ya no sé nada de ella. Y me ha quedado como un vacío enorme. Me apetecía contárselo al árbol, nuestro árbol. Quizás él supiera algo.
Vaya, le dije, sí que es una buena historia. Tú siempre tan sentimental… Y a todas estas, le miré sonriendo, qué te ha dicho el árbol? Que ella está bien. ¿Y eso te consuela? No mucho, la verdad, pero ya no conseguí sacarle más. Ella siempre fue muy celosa de su intimidad.
Allí estaba, justo a la entrada al parque. El primero a la izquierda. Un árbol hermoso, he de reconocerlo. De esos que transmiten seguridad y cobijo. Un árbol apto para confidencias, me confesó. También me lo pareció a mí.
Me contó que hace algunos años había conocido a una chica. Ya la conocía de antes pero fue en aquel verano cuando se confesaron su mutua atracción. Era el 25 de Julio, recordó, y fui a buscarla a su Hotel por la mañana. Había manifestación nacionalista por el día da Patria Galega. Fuimos sorteándola y acabamos paseando por la parte vieja en dirección a Santo Domingos de Bonaval. Visitamos el Museo de Arte Contemporáneo y tomamos allí un piscolabis a medio día. Después nos fuimos al parque de Bonaval. Fue una tarde maravillosa, me confesó con el gesto arrebolado y la mirada llena de nostalgia. Era una mujer muy especial, muy ardiente, me decía. De esas a las que las caricias, incluso las leves, las van encendiendo como a una hoguera y acaban estallando en una policromía infitina de suspiros y movimientos como un arsenal de fuegos artificiales. Y te arrastran en su propio estallido. Nunca había sentido algo así, decía emocionado. Al principio tenía miedo de que alguien me reconociera pero luego hasta eso se me olvidó. Nos tumbamos en el prado, nos sentamos confidentes sobre las tumbas del cementerio, paseamos buscando sosiego a los sentidos, en fin, fue una tarde espléndida.
Habíamos empezado nuestros primeros escarceos bajo este árbol y aquí fue también donde acabamos. A esas alturas de la tarde mis caricias eran bastante atrevidas (aunque ella seguía controlando muy bien mis manos y se mostraba intransigente en la defensa de ciertas fronteras) y sus besos me devoraban literalmente. Para que nada faltara en la coreografía, hasta podía vislumbrarse por entre las torres de la catedral y los tejados de las casas, una puesta de sol absolutamente deslumbrante. No sabíamos cómo concluir aquella tarde mágica. Yo me hubiera quedado eternamente allí, pero ella tenía comprometida una cena. Así que empezó a anegarnos una especie de desconsuelo que se fundía bien con la caída del sol. Entonces fuimos conscientes de la belleza del árbol que nos cobijaba. Y lo hicimos cómplice de nuestros anhelos.
Hubiéramos marcado nuestros nombres en su corteza pero ya no teníamos edad para eso. Demasiado cursi y poco ecológico. Volando como estábamos en el nirvana de las satisfacciones concentradas, nos pusimos a hablar con el árbol y a hacerlo testigo de nuestras promesas. Supusimos que no éramos los primeros en hacerle nuestras confidencias y que, con su porte sereno y profesional, sabría guardárnoslas. Prometimos que, aunque no nos viéramos mucho, nos querríamos siempre. Que cada uno guardaría en su interior un pequeño rinconcito, como si fuera un altar, al que podría acudir de vez en cuando para avivar los recuerdos y alimentar la nostalgia. 5 minutos al día, fue nuestra promesa. 5 minutos diarios durante los próximos meses. Y en esos minutos habríamos de pensar fijamente en el otro, con intensidad, tanta que hiciera posible que le llegaran nuestras vibraciones hasta dondequiera estuviera. Prometimos pensar en el árbol y pensarnos bajo su ramas protectoras cuando precisáramos de su ayuda. Y eso es lo que he venido a hacer, dijo con los ojos tristes, mientras miraba fijamente hacia el árbol como si estuviera haciéndole una petición.
¿Qué ha pasado con la chica?, le pregunté, pareces triste. Ya no sé nada de ella, contestó. Volvimos a vernos varias veces, durante bastante tiempo nos hablábamos… Fue para mí una fuente constante de alegría. Era especialista en hacerte sentir intensamente. Era una chica muy especial. Pero se acabó. No sé por qué, pero ya no sé nada de ella. Y me ha quedado como un vacío enorme. Me apetecía contárselo al árbol, nuestro árbol. Quizás él supiera algo.
Vaya, le dije, sí que es una buena historia. Tú siempre tan sentimental… Y a todas estas, le miré sonriendo, qué te ha dicho el árbol? Que ella está bien. ¿Y eso te consuela? No mucho, la verdad, pero ya no conseguí sacarle más. Ella siempre fue muy celosa de su intimidad.
No supe qué decirle. Además qué podría decir.Le pasé mi brazo por el hombro y melo llevé a tomar un ribeiro antes de salir para el aeropuerto.
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