Fin de semana tranquilo a la fuerza (las migrañas son impacables y las puñeteras llegan últimamente en fin de semana). Así que mucho tiempo para sofá y somnolencias varias, lecturas y otros divertimentos menores. Aproveché para alquilar una peli y adelantar la habitual sesión de los domingos (hoy nos tocaba teatro con la Concha Velasco en Filomena Marturano). El chico del videoclub me aconsejó Man to Man. Le hice caso.
No está mal, la verdad, aunque se hace larga. No me suena de haberla visto anunciada en los cines y eso que es un film reciente, de 2005. En todo caso no creo que tuviera mucho éxito. Está dirigida por Régis Wargnier y trata la historia de un médico escocés (Joseph Fiennes) que en nombre de un grupo de científicos se desplaza a la selva africana en compañía de una aventurera (Kristin Scott-Thomas) que se dedica a la importación de animales para los zoos. Él va en busca de pigmeos en los que creen encontrar el eslabón más antiguo de la evolución del mono al hombre. Está catalogada como película de aventuras pero ni es tan trepidante como una de aventuras, ni tan seria como una histórica o documental. Pero la idea está bien. Los actores hacen su trabajo con dignidad, aunque los personajes que les han adscrito resultan demasiado rígidos y tópicos. Los pigmeos están estupendos, transmitiendo siempre esa sensación de angustia que sin duda debían sentir al ser tratados como objetos o, pero aún, como material de observación.
Lo que más molesta, con todo, es la forma en que representan a los científicos. Como gente dura, insensible. Gente que se alimenta de narcisismo y es capaz de sacrificarlo todo a la confirmación de sus hipótesis y al éxito académico. Convertir a los sujetos en objetos, eso es lo que pretenden hacer en nombre de la ciencia. O convertirlos en espectáculo, en nombre de la economía. Ya sabemos que ése es un dilema moral que está presente en cuantos trabajan con seres humanos y cuya resolución va variando a medida que va mejorando el nivel cultural de la sociedad. Lo chocante en la película es que esa ceguera moral esté instalada en las sociedades científicas que, se diría, deberían representar el máximo nivel de cultura de su época. Es cierto que la película está ambientada en el siglo XIX y eso puede explicar la facilidad con que se transgreden las normas más básicas de la ética en aras de la ciencia, de los estereotipos o los meros temores. De todas formas, para hacer más patente el dilema de los científicos, el guión contrapone al médico bueno, que descubre que se trata de personas y no de eslabones perdidos, con los científicos fríos e interesados que anteponen sus ideas a cualquier consideración humanista. Eso hace más evidentes las contradicciones.
Y en medio de todo el fregado, la pareja de pigmeos, sintiéndose el centro de todas las miradas, de todos los temores, de todas las fantasías de los otros. El hombre (para ellos el macho) resulta agresivo (supongo que como simple proyección de su instinto de conservación) y la mujer (la hembra) simplemente huidiza y asustada, por eso es ella la que te lleva a identificarte más y a ponerte en su lugar.
En fin, una historia interesante aunque poco creíble. Le hace a uno suponer la cantidad de barbaridades que se habrán cometido a lo largo de la historia en nombre de la ciencia. ¡Cuántos pobres sujetos habrán sido sacrificados para que sus estudiosos mejoraran su ranking de reconocimiento!
El otro día leí de alguien que criticaba las actuales políticas de inmigración de los países europeos. Decía que los políticos se sorprendían porque lo que pedían era “trabajadores” y lo que estaba llegando eran “seres humanos”. Algo así les pasó a los científicos y empresarios que aparecen en este film: ellos fueron a buscar objetos de estudio científico, eslabones perdidos, especímenes de circo; pero lo que trajeron, sin darse cuenta, fue “seres humanos”. Y se negaban a reconocer la diferencia. Salvo el bueno, claro.
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