Llegó tarde al curso por alguna razón. Así que, cuando ella llegó, ya llevábamos un par de meses metidos en faena y con grupos incipientes de amigos. El mío era un grupo de murcianos, no sé muy bien por qué, quizás porque coincidí en el Colegio Mayor con alguien que venía de aquella universidad. Y ella, que venía de Galicia, debió conocer en su Colegio Mayor a gente de Murcia. La cosa es que, al final, coincidimos en el mismo grupo de compañeros de clase. Tardamos un tiempo en hacernos amigos y congeniar. Teníamos trayectorias distintas y otros amores incipientes. Pero ella siempre estuvo allí como uno de los miembros más simpáticos y cautivadores del grupo. Nos encandilaba su simpatía, su falta de convencionalismo, sus risas exageradas pero contagiosas, su soltura. Los chicos del grupo, ingenuos a tope, estábamos fascinados con ella porque creíamos que tenía mucha vida a sus espaldas (a saber qué cantidad de cosas englobaba eso en nuestra imaginación), que estaba a años luz de nosotros. Yo creo que ella hasta nos provocaba en ese sentido. Hablaba de sus amigos (mayores que nosotros, por supuesto). Contaba que se iba a ir a un país americano, que se iba a enrolar en no sé qué historias medio revolucionarias medio misioneras. Una pasada.
Tardó en meterse en la carrera y siempre la vivió con más desprendimiento y relativismo que el resto del grupo, que éramos unos empollones empedernidos. Eso nos asustaba, pero tenía también su punto de atracción, por la imagen de libertad que representaba. Pasó el tiempo y fue aumentando mi afición. La veía fuera de mi alcance, pero nos hicimos muy amigos. Mi 4º año de Psicología estuvo plenamente marcado por aquella nueva y más estrecha relación. Se fue configurando un grupo más pequeño con 4 personas: nosotros dos del Pío XII y ellas del Isabel de España. Hilario y yo nos pasamos medio año soñando en acostarnos con ellas, planificándolo, disfrutándolo como si fuera algo maravilloso e inevitable. Y ellas nos seguían el juego. ¡Qué inocentes éramos los tíos de aquella generación! Y así, a los pocos, la relación de amistad (sólo eso, pero todo eso) se fue extrechando. Fue mi confesora y confidente. Por esas cosas que tiene la vida, aquel final de curso, mi marcha a milicias a Canarias coincidió con una carta en que me anunciaban que una relación afectiva que parecía iniciarse no podía seguir. Ella nos conocía a los dos y yo le confesé mi angustia. Aún recuerdo con qué intensidad le escribía cartas personales y con qué ilusión esperaba sus respuestas. Aquellas cartas suyas desde Orazo fueron mi flotador espiritual durante aquel verano. Creo que nadie ha esperado nunca con más entusiasmo que el que yo tenía, que acabara el verano y comenzara el curso.
Y el curso comenzó. 5º de Psicología en la Complutense. Y lo que parecía imposible dejó poco a poco de serlo. Las tareas y agobios del último curso de la carrera nos fueron uniendo cada vez más. Y, aunque yo seguía formando parte de “los chicos del Pío” (tres o cuatro tipos estudiosos e ingenuos que nos habíamos alojado antes en el Colegio Mayor Pío XII) empezaba a construirse una cadena de complicidades más pesonales e interesantes. Y comenzamos a salir y a formar una pareja, titubeante al principio pero que enseguida se consolidó. Nos unió definitivamente la Pedriza, un hermoso lugar de la sierra madrileña a donde íbamos toda la pandilla. Aquellas tiendas de campaña superpobladas y mixtas constituían un ecosistema muy propicio a los encuentros, algunos fortuitos, otros fruto de una estrategia muy elaborada. Preciosos tiempos aquellos de descubrimientos mutuos y mutuos encantamientos. Estar con ella era como cuando se pone a cargar el teléfono movil, solo que al revés: yo comenzaba de color verde y acabada de rojo morado. Pero siempre lleno de energía, aunque fuera a base de discutir. Los paseos por el campus, los ratos tumbados en la hierba, los maratones de cine, las charlas infinitas… De vez en cuando volvemos a recorrer aquellos escenarios: aquí fue el primer achuchón, ¿te acuerdas?; en este pub tuvimos una bronca fenomenal y casi lo dejamos; aquí veníamos muchas veces a desayunar nuestro cruasán a la plancha; tumbados ahí en la hierba y viendo pasar los aviones del día del ejército formalizamos nuestra relación; en ese bar, sentados en la barra, decidimos que nos casaríamos, de vaqueros y sólo con la familia, la Semana Santa siguiente.
Y así fue. Nos bastaron 7 meses de novios pues llevábamos tres metidos en afanes comunes. Cedimos en lo de los vaqueros pero no en la fiesta. Orazo nos cedió su intimidad para aquel momento tan sustancial. Era la Pascua de 1974. Allí se inició nuestra aventura. Y aquí seguimos, en amor y compañía, con treinta y cuatro años de convivencia a nuestras espaldas. Hemos vivido más tiempo juntos que separados. Y, desde luego, con muchas ganas de que nuestra historia común se prolongue muchos más.
Ayer fue Santa Elvira, una monja alemana del S. XII. Y es gracioso cuántas coincidencias existen entre ambas y, a la vez, qué diferencias tan significativas. Empezando por el nombre. Elvira, que es nombre alemán, significa etimológicamente “prudente consejera”. Quien haya leído los párrafos anteriores entenderá lo bien que le va el nombre a la Elviriña. Y cuentan que la santa, que amaba mucho la vida, solía repetir "Me alegro de cada instante que vivo". Ése es también el tono vital de Elvira. Su frase preferida es aquello de que está en "la mejor edad y en el peso justo". En cambio, se parecen en lo que se refiere a las tres virtudes que, según el catholic.net, orlaron a la santa: virginidad, pobreza y obediencia. Lo tiene difícil que quiera hacerla obediente, le gusta vivir bien y, afortunadamente, la virginidad no forma parte de su jerarquía de valores. En fin, un que estamos de santo y añoranzas.
Y menos mal. Porque fue un día agobiante para mí en lo que se refiere al trabajo. Mi agenda estaba a punto de estallar como una granada de mano y me pasé todo el día tratando de desactivarla, con la misma angustia con suelen hacer ese trabajo los artificieros. Pues eso, menos mal, que el santo de Elvira me permitió huir del presente y refugiarme en estos recuerdos dulces y energizantes de nuestro pasado. A medio día lo celebramos con nuestros hijos. Por la noche, cena con los amigos. Ella se lo merece. Cada día más. Felicidades, corazón.
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