“Lo hemos dejado”, nos dijo. No estaba claro qué era lo que habían dejado pero pensé que debía ser el tabaco. Ya era hora, le contesté, os estaba matando. ¿Pero qué dices? Lo hemos dejado, hemos roto nuestra relación. ¿Cuándo? Ya llevábamos un tiempo mal, pero ha sido hace unos días. Y se produjo ese silencio apenado de quien no sabe qué debe hacer, si dar el pésame, felicitar, compadecer o montar un cristo porque también tú querías a la persona dejada. Finalmente, la amistad te va llevando por el camino adecuado y lo que te preocupa es saber qué tal está y cómo lo está llevando.
¿Qué cosa esto de las rupturas? Se te cuelan en las sobremesas como si fuera un tema más de la vida cotidiana. Y vienen en oleadas (de tres ó cuatro supimos durante el fin de semana), sin distinguir edades ni años de duración. Antes eran cosas de los otros (más jóvenes, más progres, más calaveras), pero ahora las tienes ahí, entre tus amigos, en tu sala de estar. Y habrá que tocar madera…
Se rompen las parejas, las amistades (las largas y otras más cortas, las intensas y, también, las light), los aprecios, los grupos, las familias… Todo resulta demasiado fluido y cambiante como en un juego de caleidoscopios. Te lo explican y lo entiendes. Las cosas ahora son así, dicen. Pero uno no puede dejar de pensar en los residuos de dolor y frustración personal que cada uno de esos cambios debe dejar como rastro.
¿Y cómo se rompe?, le pregunté a mi amiga. ¿Qué te ha pasado para tomaras la decisión? No son cosas, me dijo, son fases. Comienzas discutiendo con frecuencia y eso te va haciendo como pequeños rasguños que al principio no tienen importancia pero luego se convierten en heridas. Y poco a poco sientes como que le deseas menos, que te cuesta estar con él. Su compañía y sus mimos que antes eran un placer que añorabas te dejan fría e incluso se hacen desagradables. Evitas los contactos. Acabas soportando la relación más que disfrutando de ella. Y supongo que, al final, dejas de quererlo, sin más. Pero lo más difícil es cómo decírselo. Quisieras que fuera él mismo quien se diera cuenta, que ni siquiera fuera necesario hablarlo. Pero parecen ciegos. Al final, has de pasar por el mal trago de tener que hablarlo. Sientes que le haces daño, que tambalea, pues ni siquiera se lo esperaba (hay que ver cómo somos ciegos en estos temas de la relación). Y, en mi caso, se quedó en silencio, hundido, como si se le hubiera venido el mundo abajo. Supongo que le llevará un tiempo recuperarse pero acabará resignándose y saliendo adelante. “¿Duro, no?”, le comenté. Siempre es duro, aunque a veces lo hacemos más duro de lo que debiera.
Estas historias de las rupturas me fascinan. Puro morbo profesional, supongo. Y no es tanto por hurgar en los por qué (al final, las razones pueden ser infinitas y no siempre lógicas; además da lo mismo, para que la relación se rompa basta con que uno no quiera seguir, no importa por qué lo haga ni si el motivo es aceptable o no) sino en el cómo. Como hacen la pareja o los amigos para comunicárselo al otro. Y qué pasa cuando se habla de esa cuestión.
Así que seguí explorando y eso fue lo que le pregunté a otro amigo recién separado. ¿Cómo se lo dijiste? También él hubiera preferido no tenerlo que hablar. Estaba claro que las cosas no iban bien, me dijo. Debimos dejarlo hace tiempo. ¿Porque ya salías con otra?, le fustigué. No salía (o al menos ése no es el término adecuado) pero sí sabía que podría tener otras relaciones más satisfactorias. Y esa posibilidad fue más fuerte que la realidad, inquirí. Cierto, me contestó. Esta vida compleja que llevamos te hace tropezar con gente diversa con la que, en algunos casos, vas congeniando. Y cada persona nueva que conoces abre nuevas expectativas en ti, te hace disfrutar de experiencias distintas. Claro, intenté comprender, y se te abren ante ti un montón de opciones interesantes entre las que supuestamente habrías de elegir. Pero eliges no elegir porque eso siempre supone reducir los grados de libertad, ¿no? Lo dices como si uno fuera un promiscuo, me recriminó, y sabes que no es así. Pero yo creo que hay que vivir la vida intensamente, que no vamos a durar mucho y que nos arrepentiremos de todo el tiempo que hayamos perdido en convivencias anodinas.
Un misterio esto de las relaciones y las rupturas. Tan acercan al máximo placer y te hunden en el mayor sufrimiento. Y, a veces, ambas cosas a la vez. Ya sé que es ley de vida, que las cosas empiezan y acaban, pero no es justo tanto sufrimiento como provocan las rupturas. Esta semana me ha tocado estar con quienes dejan, pero habría que saber qué pasaba por la cabeza y el corazón de las otras partes, las dejadas. Aunque quizás no pase nada y sólo se trate de que yo soy un antiguo que se ha adaptado poco a este mundo moderno de los fractales y las variaciones. Pero no puedo dejar de pensar que es triste romper. No se rompe sólo la relación o la amistad o la colaboración. Algo muy dentro de cada uno queda roto, necrosado. Te llenas de vacio y desesperanza. Ya dice la copla sevillana aquello de que “algo se muere en el alma cuando un amigo se va…”, o cuando alguien que te apreciaba deja de hacerlo,o cuando lo que creías seguro se vuelve incierto. Quien lo haya vivido sabe como duele. Quizás por eso he sido incapaz de romper nunca con relaciones, amigos o compañeros. Me identifico más con aquello de Sabina: lo peor del amor es cuando pasa, cuando al punto final de los finales no le quedan unos puntos suspensivos…
¿Qué cosa esto de las rupturas? Se te cuelan en las sobremesas como si fuera un tema más de la vida cotidiana. Y vienen en oleadas (de tres ó cuatro supimos durante el fin de semana), sin distinguir edades ni años de duración. Antes eran cosas de los otros (más jóvenes, más progres, más calaveras), pero ahora las tienes ahí, entre tus amigos, en tu sala de estar. Y habrá que tocar madera…
Se rompen las parejas, las amistades (las largas y otras más cortas, las intensas y, también, las light), los aprecios, los grupos, las familias… Todo resulta demasiado fluido y cambiante como en un juego de caleidoscopios. Te lo explican y lo entiendes. Las cosas ahora son así, dicen. Pero uno no puede dejar de pensar en los residuos de dolor y frustración personal que cada uno de esos cambios debe dejar como rastro.
¿Y cómo se rompe?, le pregunté a mi amiga. ¿Qué te ha pasado para tomaras la decisión? No son cosas, me dijo, son fases. Comienzas discutiendo con frecuencia y eso te va haciendo como pequeños rasguños que al principio no tienen importancia pero luego se convierten en heridas. Y poco a poco sientes como que le deseas menos, que te cuesta estar con él. Su compañía y sus mimos que antes eran un placer que añorabas te dejan fría e incluso se hacen desagradables. Evitas los contactos. Acabas soportando la relación más que disfrutando de ella. Y supongo que, al final, dejas de quererlo, sin más. Pero lo más difícil es cómo decírselo. Quisieras que fuera él mismo quien se diera cuenta, que ni siquiera fuera necesario hablarlo. Pero parecen ciegos. Al final, has de pasar por el mal trago de tener que hablarlo. Sientes que le haces daño, que tambalea, pues ni siquiera se lo esperaba (hay que ver cómo somos ciegos en estos temas de la relación). Y, en mi caso, se quedó en silencio, hundido, como si se le hubiera venido el mundo abajo. Supongo que le llevará un tiempo recuperarse pero acabará resignándose y saliendo adelante. “¿Duro, no?”, le comenté. Siempre es duro, aunque a veces lo hacemos más duro de lo que debiera.
Estas historias de las rupturas me fascinan. Puro morbo profesional, supongo. Y no es tanto por hurgar en los por qué (al final, las razones pueden ser infinitas y no siempre lógicas; además da lo mismo, para que la relación se rompa basta con que uno no quiera seguir, no importa por qué lo haga ni si el motivo es aceptable o no) sino en el cómo. Como hacen la pareja o los amigos para comunicárselo al otro. Y qué pasa cuando se habla de esa cuestión.
Así que seguí explorando y eso fue lo que le pregunté a otro amigo recién separado. ¿Cómo se lo dijiste? También él hubiera preferido no tenerlo que hablar. Estaba claro que las cosas no iban bien, me dijo. Debimos dejarlo hace tiempo. ¿Porque ya salías con otra?, le fustigué. No salía (o al menos ése no es el término adecuado) pero sí sabía que podría tener otras relaciones más satisfactorias. Y esa posibilidad fue más fuerte que la realidad, inquirí. Cierto, me contestó. Esta vida compleja que llevamos te hace tropezar con gente diversa con la que, en algunos casos, vas congeniando. Y cada persona nueva que conoces abre nuevas expectativas en ti, te hace disfrutar de experiencias distintas. Claro, intenté comprender, y se te abren ante ti un montón de opciones interesantes entre las que supuestamente habrías de elegir. Pero eliges no elegir porque eso siempre supone reducir los grados de libertad, ¿no? Lo dices como si uno fuera un promiscuo, me recriminó, y sabes que no es así. Pero yo creo que hay que vivir la vida intensamente, que no vamos a durar mucho y que nos arrepentiremos de todo el tiempo que hayamos perdido en convivencias anodinas.
Un misterio esto de las relaciones y las rupturas. Tan acercan al máximo placer y te hunden en el mayor sufrimiento. Y, a veces, ambas cosas a la vez. Ya sé que es ley de vida, que las cosas empiezan y acaban, pero no es justo tanto sufrimiento como provocan las rupturas. Esta semana me ha tocado estar con quienes dejan, pero habría que saber qué pasaba por la cabeza y el corazón de las otras partes, las dejadas. Aunque quizás no pase nada y sólo se trate de que yo soy un antiguo que se ha adaptado poco a este mundo moderno de los fractales y las variaciones. Pero no puedo dejar de pensar que es triste romper. No se rompe sólo la relación o la amistad o la colaboración. Algo muy dentro de cada uno queda roto, necrosado. Te llenas de vacio y desesperanza. Ya dice la copla sevillana aquello de que “algo se muere en el alma cuando un amigo se va…”, o cuando alguien que te apreciaba deja de hacerlo,o cuando lo que creías seguro se vuelve incierto. Quien lo haya vivido sabe como duele. Quizás por eso he sido incapaz de romper nunca con relaciones, amigos o compañeros. Me identifico más con aquello de Sabina: lo peor del amor es cuando pasa, cuando al punto final de los finales no le quedan unos puntos suspensivos…
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