lunes, agosto 08, 2011

Tranquilo, David. Relájate!

Ser el cronista de esta historia un poco loca de hermanos y sobrinos deambulando por el mundo adelante tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La ventaja es que puedo contar las cosas desde mi perspectiva. El inconveniente es que es sólo una parte de la historia. Seguro que los otros protagonistas la contarían de otra manera. Y en nuestro caso, eso es más cierto todavía. Parece mentira que tengamos el mismo ADN y seamos, a la vez, tan diferentes (salvo en las barrigas generosas, claro). El caso es que los tengo un poco preocupados por lo que pueda contar y me temo que en cualquier momento me van a hacer una moción de cesura como cronista pidiendo la censura previa. Afortunadamente creo que bastará con el contrato de confidencialidad que hemos firmado con sangre: lo que sucede en el grupo se queda en el grupo. Eso era lo que hacíamos, en mis tiempos jóvenes, en las dinámicas de grupo. Es la única manera de superar las defensas y represiones de cada uno. Y en esa terapia estamos.

Pero dejando temas profundos, es curioso que no sé cómo debo escribir Habana, si con b o con v. En los mismos lugares podemos verlo de la doble forma Club Habana y Havana Club. Yo estoy acostumbrado a la b, así que en esas seguiré.

Una vez adaptados al nuevo espacio (lo que peor llevamos es el calor; la cosa ya estaba chunga en Las Vegas pero es que aquí, como el ambiente es mucho más húmedo, aún se hace más difícil de llevar: nos pasamos sudando el día entero para desesperación de Ramón).

La cosa ha empezado bien con un desayuno en el Hotel Nacional a base de los típicos sándwiches cubanos (bocadillos de mezcla abigarrada y sabrosa de jamón, queso, carne, pepinillos y alguna cosa más). Como nuestros desayunos se suelen alargar perdemos la cuenta de si estamos en el desayuno, el almuerzo o la comida. Y eso altera, también, la noción de cuál será el próximo encuentro con la comida. Así que hemos empezado todos a seguir la máxima de Iñaki: hacerlo todo como si fuera la última vez. Principio que hemos seguido aplicando en nuestra inmediata visita al Floridita. Pues si va a ser la última vez, lo mejor es no dejar nada sin probar: mojitos y daiquiris a tutiplé.

De allí al morro y esa fue una equivocación que estuvo a punto de acabar con los 4 valientes que nos animamos a bajar de la furgoneta para entrar en el castillo que defiende La Habana desde el otro lado de la ría. Los listos se quedaron echando una siesta en la furgoneta con el aire acondicionado. El morro es interesante, lo que sucede es que está chungo el visitarlo a 40 grados. Buscábamos las sombras pero era inútil. Pero la construcción resulta interesante. Pudimos ver a presos trabajando (nos lo contaron luego pero ya vimos que el espíritu con que trabajaba aquel pobre negro picando el recebo de las paredes externas de una torre). También fue curioso e imaginativo el hecho de poner sobre uno de los muros del castillo una serie de imágenes de la ciudad (hasta 23) y luego en el espacio interior de la torre han puesto unos numeritos para que situados en ellos y orientando nuestra vista a través de un pequeño punzón de referencia podamos ver sobre la ciudad real cada una de las imágenes señaladas en el cuadro.

Tan agotados estábamos de aquella canícula que nos volvimos a los apartamentos y al relax de nuestra piscina que aquel día estaba extrañamente llena de chiquillos. Santi preparó un piscolabis y allí estuvimos cautivos de una sombra benefactora. Tanto las cervezas que volaban como los combinados más requeridos por la tropa (gin-tonic, vozka-tonic, whiski y ron) en los que fuimos generosos fueron caldeando el ambiente y las emociones del día fueron liberándose poco a poco. Difícil estar en Cuba sin sentir ese calor dulzón que te altera las reacciones y estimula la imaginación. Teníamos, además a nuestra vera, a un par de muchachas húngaras (atletas según pudimos averiguar de sus conversaciones) que se habían instalado en los mismos apartamentos con dos negrazos y no se cortaban un pelo, ni siquiera delante de los otros convecinos llenos de niños aquella tarde. Así que, enseguida, fueron surgiendo planes fantasiosos (probablemente producto de una sana envidia) de nuevas experiencias más picantes. Fantasías masculinas, al fin y al cabo. Fue entonces cuando alguien nos contó un chiste. El de un masajista a cuya camilla llegó un tipo para darse un masaje. Le hizo desnudarse, lo tumbó en la camilla y se puso a la tarea del masaje. De vez en cuando se le oía decir al masajista: “tranquilo David, relájate”. Y al rato, mientras le pasaba las manos por la espalda y avanzaba hacia las nalgas, de nuevo, la misma cantinela: “Respira hondo, David; relájate, David, tranquilo”. Y cada poco la misma historia: “tranquilo David, relájate”. El tipo que recibía el masaje se volvió hacia él y le dijo: “oiga, lo está haciendo muy bien y de verdad me estoy relajando, pero sabe, yo no me llamo David”. No, ya, le contestó el masajista, David soy yo.

Tras las risas, entendimos la moraleja y seguimos con los combinados.

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