sábado, agosto 21, 2010

Un mar de recuerdos.

Hola papi, ya ves, tras tantos viajes relámpago (“de médico”) como se decía antes, esta vez me he tomado unos cuantos días de vacaciones para volver a Pamplona un poco más tranquilamente y poder, así, acompañar a mamá y disfrutar de la familia. Como ha sido una semana intensa y llena de emociones, en lugar de contarlo como quien cuenta cualquier otro viaje, prefiero contártelo a ti como si fuera una carta que tú puedas leer sosegadamente en algún atardecer de tu nuevo mundo.
Lo primero que tengo que decir es que era un viaje de prueba para mí mismo. No es fácil, ¿sabes? Se siente mucho tu falta. Da lo mismo lo que hagas, para donde mires, la cosa que toques o el tema del que se hable, tú estás siempre por allí cerca. Enseguida aparecen los recuerdos, las imágenes (dónde te ponías, qué te gustaba, qué solías decir, cómo hacías las cosas, cómo reaccionabas) y, a veces, esa emoción que te sube por dentro desde el estómago como si fuera una nieva espesa y te nubla los ojos. En eso cada uno de nosotros va llevando su propia batalla interior. Algunos parecen llevarlo mejor. Otros vamos más a trancas y barrancas. Pero supongo que buena parte de lo que nos pasa no se ve. O que buscamos apartarnos un poco de los demás cuando llegan los momentos bajos para no contagiárselo. Ha pasado poco tiempo aún y estamos en una especie de periodo de prueba, tratando de apoyarnos mutuamente, sin decirlo.
Pero son sentimientos raros. Duelen mucho cuando se presentan, pero sin embargo los buscamos porque si no los tuviéramos aún dolería más. Dicen que una de las cosas que produce más angustia cuando se pierde a un padre es el temor a perderlo del todo. No sólo porque se muere sino porque, poco a poco, es como si se fuera debilitando su recuerdo. Aquello de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”, aquí no sirve. Te convertiste en una parte tan importante en nuestras vidas que ahora tenemos que reestructurar buena parte del edificio que habíamos ido construyendo juntos.
Bueno, papi, pero no tienes que preocuparte porque vayamos a perder tu recuerdo. Ni modo. Entras en casa y allí estás tú en una fotografía enorme en medio del salón. Lo primero que ves desde la puerta. Igual que sucedía antes cuando era entrar y verte sentadico en tu sofá, ahora estás encaramado en la primera balda del expositor. Con los mismos ojillos achinados y la sonrisa pícara. Y como cuando no estabas en el sofá, estabas sentado en la mesa, si uno mira para allá también te encuentra en otra hermosa fotografía con Javier. Los dos allá para que los recuerdos se unan y se hagan más fuertes. En fin, es cuestión de acostumbrarse a esa otra forma de presencia y mirada paternal.
Fuera de eso, ya habrás visto por el rábico del ojo la cantidad de novedades que tienes en casa. Han cambiado la cocina de arriba abajo. Ahora con colores combinados, con electrodomésticos de última generación, con cajones inmensos (aunque según la mamá, le caben menos cosas), con otro estilo. De todas formas, lo que hacíamos tú y yo, que solía ser fregar y secar los cubiertos, eso ha quedado igual que siempre. Así que te hubieras adaptado bien.
Te decía que te quería contar esta semana que hemos pasado ahí. Ha sido muy interesante. Llegamos el lunes a medio día. Ahora se hace fácil llegar. Además como viajábamos desde Coruña es menos recorrido. Estaba la mamá sola (tus hijos y nietos habían estado en fiestas en Tafalla el día anterior, así que andaban resacosos esa mañana). Comimos con ella y nos fuimos a descansar un poco al hotel. Por la tarde larga sesión de chinchón y conversación con la Salo. El martes, llevamos a la mamá al mercadillo. Es al único sitio al que conseguimos sacarla. Nos vas a tener que echar una mano,¡ eh!, porque cada vez se nos vuelve más Beraza y no hay quien la mueva de casa. Pero en el mercadillo, la goza escogiendo sus melocotones de viña y sus lechugas de cogollo. Al menos eso tenemos que mantenerlo.
La dejamos en casa y seguimos Elvira y yo hasta Tafalla. Te hicimos una visitica en el cementerio. Sin mucho ruido pero con toda la emoción contenida de todo este tiempo sintiendo tu falta. Se siente algo especial estando allí, junto a tus restos. Contigo podemos estar en cualquier parte, es la ventaja de vivir transformado en recuerdo, pero allí estamos con lo que queda de ti en este mundo material, en contacto con el lugar que escogiste como morada eterna. Es como ir a la casa de alguien. Allí vamos a visitarte. Y a emocionarnos. Y a seguir cuidándote a través de los mimos que podemos volcar sobre el lugar donde reposas. Recuerdo el cariño que tú ponías cuidando la tumba de tus padres en Salinas de Ibargoiti. Mientras pudiste hacerlo tú, la pintabas cada año, la limpiabas, le ponías flores. Luego te acompañábamos, sobre todo Santi, para hacerlo contigo. Pero siempre siguió siendo “el lugar” donde te citabas con tus padres. Era como llevarles un regalo el día de su cumpleaños. Bueno, pues verás, que hemos aprendido bien eso de ti. No te falta de nada. Tu bisnietos te llevan recuerdos constantemente, y todos mis hermanos tienen aquello limpio como una patena y hermoso como un jardín. Estoy seguro de que te encanta. También visitamos a Javier y volvimos a emocionarnos con él, como cada vez. Además tenía que felicitarle por su nietico. Ahora debe estar mucho más contento sabiéndose abuelo y teniéndote tan cerquita.
Y de allí, tragando saliva y tratando de cambiar la cara, nos fuimos al bar de Santi para saborear un vermut tafallica en plenas fiestas. Y, sobre todo, para conocer a tu nuevo bisnieto, Iker. Es precioso, papá. ¡Qué pena que no llegaras a conocerlo por tan poquico tiempo! Está riquísimo. Una cara redondita y feliz que unos dicen que se parece mucho a su abuelo Javier y otros a la parte de la abuela Mila. En todo caso, contaron que dormido y con los bracicos sobre el pecho es la viva imagen de Javier. Si roncara sería difícil distinguirlos. Es una felicidad, papi, ver cómo va creciendo la familia y vamos teniendo retoños nuevos. Además de eso, también nos dieron otra buenísima noticia en el vermut: la Sara se ha echado novio. Yo no conozco al chico, pero tú probablemente sí. Y la Blanqui ha trabajado muchos años con su padre en Luzuriaga, o eso entendí. Por lo visto, él tiene el bar de la Valdorba. En todo caso, eso es lo de menos. Lo importante es que Sara estaba feliz, radiante y con muchas ganas de que todos lo supiéramos.
Así que volvimos a Pamplona felices. Por la tarde, dejamos que mamá echara la siesta (y nosotros hicimos otros tanto, por supuesto) para que luego no tuviera escusas de que estaba cansada para seguir con nuestra sesión intensiva de chinchón.
El miércoles nos fuimos de excursión. Por tu tierra. Tenía muchas ganas de conocer Ochagavía. Así que nos hicimos un tour fantástico, comenzando por tu pueblo. Entramos en Salinas, pero solo dimos una vueltica con el coche recordando la casa de tus padres. El pueblo está cuidadísimo, precioso. Seguimos hasta Lumbier y allí nos fuimos a visitar la Foz. No lo conocíamos. Nos pareció espectacular la forma en que el río ha horadado las piedras hasta configurar aquel desfiladero desafiante. Recorrimos los 3 ó 4 kilómetros del paseo y seguimos viaje hasta Navascues. Allí un cafecito y después hasta Ochagavía. Nos pareció interesante, aunque quizás me había hecho demasiadas expectativas. Pero mereció la pena. El regreso por Roncal y nos paramos en Burgui. Habíamos estado allí con la mamá y contigo visitando a la Ilu y a Rufino hace muchos años. Compramos una tonelada de queso del Roncal y pan artesano y ya nos volvimos a casa a comer con mamá. Una excursión preciosa. Por la tarde, siestica y concierto de Jazz en la Ciudadela con la Blanqui. Aunque a ti no te iban esas cosas lo hubieras disfrutado, sobre todo por el acordeón. Era un trío de músicos muy internacional: un argentino, un italiano y un pamplonica. El pamplonica tocaba el acordeón y era todo un mago de la música. Le daba tonos imposibles y creaba melodías muy originales. Un genio el tío. Después nos fuimos de pinchos y enseguida regresamos a casa. Enseguida significa a las 11 y pico de la noche, pero allí estaba la Salo esperándonos para cenar. Ya le habíamos dicho que no vendríamos a cenar, pero ella “deseaba” que cenáramos en casa y no le importó que se fuera al carajo todo su horario. Allí estaba, la pobre, esperándonos. En fin, ¡qué te voy a decir a ti, que no sepas! No faltó, el chinchón, claro.
Habíamos previsto regresar el jueves, pero alargamos un día más nuestra estancia en Pamplona. Me alegro mucho de haberlo hecho así. En lugar de volver para Galicia, a donde fuimos es a Los Arcos, el pueblo de mamá. También estaban de fiestas, pero eso no tenía nada que ver con el motivo de visitarlo. Yo quería recuperar viejos recuerdos de mi infancia allí. Y de paso, tampoco dejaba de tener morbo el encontrarse con alguno de los tíos o primos y ver cómo reaccionábamos ambos. Recorrimos el pueblo de cabo a rabo: la casa de la abuela ya tirada y con un edificio nuevo en el lugar, la calle Mayor (yo buscaba mi colegio, pero estaba equivocado porque no estaba allí sino en la calle del Medio: luego lo recordé muy bien), la plaza de la Iglesia, la propia Iglesia donde fui tanto tiempo monaguillo, el coso donde me pilló y casi me mata la Vaquilla de las fiestas, el corral a donde llevaba cada mañana las cabras de la abuela para que las incorporara el pastor a su rebaño, el gallinero de la abuela… Fue interesante recordar cosas. Ha sido un viaje para alimentar nostalgias. Tomamos el vermut en casa de la prima Pili y regresamos a Pamplona para comer con la mamá y ponerle al día. Por la tarde, ratico de descanso y paseo por el centro de la ciudad que estaba, por cierto, atestado de gente. Nuevo chinchón a vida o muerte por la noche (esta vez fue de muerte, pues pese a que llevaba una ventaja considerable, mi madre me dio sopa con ondas y me ganó).
Papi, ya ves. Una semana intensa en Pamplona. Hacía mucho tiempo que no pasábamos tantos días juntos. A la mamá le rompimos todos sus ritmos y horarios pero estaba contenta. También para ella debe ser muy difícil llenar tantos vacíos a todas las horas del día. Aunque parece una roca, y se comporta como tal, debe estar pasando lo suyo, la pobre. Y eso que entre unos y otros, casi no le dejamos tiempo ni para pensar. Lo peor de estas cosas son las despedidas. Ya recordarás que yo casi ni me despedía de ti cada vez que iba a casa. A los dos nos sentaban fatal las despedidas, hacíamos pucheros y teníamos los ojos royos y las lágrimas a flor de piel. Así fue también esta vez. Un beso y un abrazo mirando para otra parte. Y una rápida huida.
El regreso estuvo bien. Nos encontramos en la Playa de las Catedrales, en Ribadeo (Lugo) con nuestros amigos Pepe y Dora y pasamos un día delicioso en la playa. Por la noche nos llegamos hasta Mondoñedo (recuerda que había estado allí el tío Tomás o Lino, no me acuerdo, de Superior de los Pasionistas; ahora ya no deben tener ningún convento pues le pregunté a una señora mayor y ni siquiera le sonaba nada de los Pasionistas) donde habíamos reservado hotel. Cenamos juntos y ya esta mañana de sábado nos hemos vuelto a casa.
Y aquí estamos. Necesitaba mucho de unos días diferentes. Salir de las rutinas de casa, dejar el ordenador. Así que me han venido muy bien estos días en Pamplona. Tenía miedo a cómo reaccionaría, a si sabría llevarlo bien sin emocionarme demasiado. El primer día lo pasé mal. Demasiados recuerdos y emociones. Pero después todo ha ido muy bien. Ahora estoy encantado. Coruña está fresca y no parece día de playa, pero aquí ya se sabe, como aparezca un rayo de sol, uno sol, ya estamos en la playa.
Así que todos bien. Todos muy pendientes de todos. Con la familia que cada vez va ampliando más sus redes (¿habrás visto mi relato de la boda de María, verdad?) y sus vástagos. La vida sigue, papá. La seguimos viviendo contigo. Así será siempre.
Un beso muy fuerte.

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