Tras un día raro con madrugón incluido para viajar de Mondoñedo a Coruña y sin playa por una de esas nieblas opacas que, de vez en cuando, llegan desde el mar y se instalan en plena playa aunque 100 metros más allá luzca un sol capaz de confundir, tuvimos sesión de cine. Cine de sofá, naturalmente, que no es lo mismo (soy de los que piensan que el cine hay que verlo en el cine, pero sin palomitas, ¡por dios!) pero el sofá también tiene su encanto (te acurrucas en una esquina, te abrazas, te distraes; vamos, es otra filosofía). Y eso que la cosa ésta de bajar al cineclub, que lo tenemos en la puerta de al lado, se está convirtiendo en un problema pues ya hemos visto prácticamente todas las películas que tienen en stock. Y las que no hemos visto (terror, vampiros, violencia gratuita, trangalladas, etc.) es porque no entran en nuestros gustos.
Y escogí El Solista (“The Soloist”) de Joe Wright que se estrenó en España a finales del año pasado. Las referencias del film señalan que está basado en una historia real ocurrida en Los Ángeles. Está protagonizada por dos grandes artistas, Robert Downey Jr. que hace de periodista y Jamie Foxx que hace de vagabundo y enfermo mental. Ambos bordan sus papeles, aunque eso era de esperar pues tienen un currículo extraordinario a sus espaldas.
La historia es emocionante. Un periodista al que le faltan temas interesantes que incluir en su columna de éxito se encuentra, por casualidad, con un mendigo vagabundo que toca un desecho de violín bajo la estatua de Beethoven. Su olfato periodístico le lleva enseguida a ver el filón que aquel encuentro representaba: era un tema humanitario, sensible y con morbo, duro, vinculado al arte. Tenía buenas condiciones para sacarle partido. Y entabla conversación con el vagabundo. Éste no es una persona de muchas palabras y pronto se da cuenta de que sus problemas desbordan la pobreza y entran en el mundo de lo personal. Se interesa por él y comienza a indagar a partir de los indicios que el propio violinista le ofrece.
Había sido un buen alumno de una escuela pública, apasionado desde pequeño por la música. Se obsesionó por Beetoven y quería llegar a ser como él. Sus profesores detectaron sus cualidades y aconsejaron a los padres que le dieran formación musical. Eso hicieron ellos llevándolo a una de las mejores escuelas de música de N.Y. Pero allí duró poco porque al segundo año comenzaron sus problemas mentales, sus angustias y fobias. Acabó escapándose de casa y malviviendo en la calle. Cuando todo este itinerario de penurias aparece en la prensa algunos lectores se compadecen y le hacen regalos: un violonchelo; el alquiler de un apartamento para que salga de la calle; la posibilidad de integrase en una especie de comunidad de marginados donde le ofrecen mayor seguridad y apoyo, etc.
Pero las enfermedades mentales son complejas y convierten en complejas las relaciones con quienes las padecen. Y ése es el auténtico nudo de la historia, los avances y retrocesos de la relación entre ambos, el periodista y el violinista esquizofrénico. Para ambos es una auténtica aventura. Ambos se manejan siempre al borde del abismo, jugando en torno a sus respectivos límites. Todo lo que tenía de noticia, de material para el voyerismo y la compasión social deja paso al problema personal de alguien que quiere ayudar a otro y no sabe cómo y alguien que desearía recuperar su pasión por la música pero tampoco sabe cómo. Las batallas personales de los protagonistas, las que cada uno de ellos vive en su interior y las que viven en su relación mutua se convierten en el texto de la historia. Lo demás es contexto, anécdota, material para enriquecer la estética visual de la historia. Y en eso el director Wright es un experto consumado. Los desplazamientos de cámara (con esos planos cenitales que te permiten captar las situaciones y los personajes), los traveling, los flashback a la vida anterior de ambos, etc. son guiños cinematográficos que suavizan la dureza de la historia. Y una forma de demostrar que uno conoce el oficio.
Me ha llamado mucho la atención la dureza de las críticas cinematográficas. "El pomposo Joe Wright parece más preocupado por visualizar una sinfonía de Beethoven con una especie de salvapantallas caleidoscópico que por indagar en uno de los grandes temas de su drama" (Javier Ocaña: Diario El País); "Confusión por dentro y por fuera. (...) Donde había material para tirar de un ovillo dramático (...) se ha quedado en una contemplación apresurada y demasiado confusa de una relación donde se aprecian demasiados agujeros. (...) Puntuación: ** (sobre 5)." (José Manuel Cuéllar: Diario ABC). Es cierto que cada uno ve en una película lo que sus propios filtros le permiten ver. A los críticos no les ha quedado más remedio que reconocer que la película tiene una hechura impecable. Así que se meten con la historia y la forma de contarla: que no mete al espectador en la historia, que no transmite sentimientos, que no emociona, que se queda en elementos demasiado superficiales, que le resta realismo y, al final, que lo que cuenta no parece verdad. No puedo estar más en desacuerdo con ellos. Es cierto que la eventualidad de un músico brillante convertido en vagabundo que va tirando de un carrito lleno de cachivaches, suena a raro. También lo es que un periodista quiera llegar más allá de su papel de narrador. Pero esos son, justamente, los mimbres que hacen de esta historia una historia especial, digna de ser contada. Es cierto, también, que la línea narrativa es oscilante, genera incertidumbre y no sabes qué va a pasar en el momento siguiente, pero eso es el reflejo magistral de cómo avanza la esquizofrenia. Es como meterte en un laberinto complejo y cerrado, donde sólo a veces se ve la luz. Y esos momentos transitorios de lucidez hacen crecer nuevas esperanzas pero son efímeras y, al poco, estás de nuevo en el mundo intemporal y confuso de tus miedos, tus voces interiores, tus cortocircuitos. Y eso está muy bien representado en la película. No deja indiferente y hay momentos en que resulta cargante. Como la vida de los personajes.
La historia es emocionante. Un periodista al que le faltan temas interesantes que incluir en su columna de éxito se encuentra, por casualidad, con un mendigo vagabundo que toca un desecho de violín bajo la estatua de Beethoven. Su olfato periodístico le lleva enseguida a ver el filón que aquel encuentro representaba: era un tema humanitario, sensible y con morbo, duro, vinculado al arte. Tenía buenas condiciones para sacarle partido. Y entabla conversación con el vagabundo. Éste no es una persona de muchas palabras y pronto se da cuenta de que sus problemas desbordan la pobreza y entran en el mundo de lo personal. Se interesa por él y comienza a indagar a partir de los indicios que el propio violinista le ofrece.
Había sido un buen alumno de una escuela pública, apasionado desde pequeño por la música. Se obsesionó por Beetoven y quería llegar a ser como él. Sus profesores detectaron sus cualidades y aconsejaron a los padres que le dieran formación musical. Eso hicieron ellos llevándolo a una de las mejores escuelas de música de N.Y. Pero allí duró poco porque al segundo año comenzaron sus problemas mentales, sus angustias y fobias. Acabó escapándose de casa y malviviendo en la calle. Cuando todo este itinerario de penurias aparece en la prensa algunos lectores se compadecen y le hacen regalos: un violonchelo; el alquiler de un apartamento para que salga de la calle; la posibilidad de integrase en una especie de comunidad de marginados donde le ofrecen mayor seguridad y apoyo, etc.
Pero las enfermedades mentales son complejas y convierten en complejas las relaciones con quienes las padecen. Y ése es el auténtico nudo de la historia, los avances y retrocesos de la relación entre ambos, el periodista y el violinista esquizofrénico. Para ambos es una auténtica aventura. Ambos se manejan siempre al borde del abismo, jugando en torno a sus respectivos límites. Todo lo que tenía de noticia, de material para el voyerismo y la compasión social deja paso al problema personal de alguien que quiere ayudar a otro y no sabe cómo y alguien que desearía recuperar su pasión por la música pero tampoco sabe cómo. Las batallas personales de los protagonistas, las que cada uno de ellos vive en su interior y las que viven en su relación mutua se convierten en el texto de la historia. Lo demás es contexto, anécdota, material para enriquecer la estética visual de la historia. Y en eso el director Wright es un experto consumado. Los desplazamientos de cámara (con esos planos cenitales que te permiten captar las situaciones y los personajes), los traveling, los flashback a la vida anterior de ambos, etc. son guiños cinematográficos que suavizan la dureza de la historia. Y una forma de demostrar que uno conoce el oficio.
Me ha llamado mucho la atención la dureza de las críticas cinematográficas. "El pomposo Joe Wright parece más preocupado por visualizar una sinfonía de Beethoven con una especie de salvapantallas caleidoscópico que por indagar en uno de los grandes temas de su drama" (Javier Ocaña: Diario El País); "Confusión por dentro y por fuera. (...) Donde había material para tirar de un ovillo dramático (...) se ha quedado en una contemplación apresurada y demasiado confusa de una relación donde se aprecian demasiados agujeros. (...) Puntuación: ** (sobre 5)." (José Manuel Cuéllar: Diario ABC). Es cierto que cada uno ve en una película lo que sus propios filtros le permiten ver. A los críticos no les ha quedado más remedio que reconocer que la película tiene una hechura impecable. Así que se meten con la historia y la forma de contarla: que no mete al espectador en la historia, que no transmite sentimientos, que no emociona, que se queda en elementos demasiado superficiales, que le resta realismo y, al final, que lo que cuenta no parece verdad. No puedo estar más en desacuerdo con ellos. Es cierto que la eventualidad de un músico brillante convertido en vagabundo que va tirando de un carrito lleno de cachivaches, suena a raro. También lo es que un periodista quiera llegar más allá de su papel de narrador. Pero esos son, justamente, los mimbres que hacen de esta historia una historia especial, digna de ser contada. Es cierto, también, que la línea narrativa es oscilante, genera incertidumbre y no sabes qué va a pasar en el momento siguiente, pero eso es el reflejo magistral de cómo avanza la esquizofrenia. Es como meterte en un laberinto complejo y cerrado, donde sólo a veces se ve la luz. Y esos momentos transitorios de lucidez hacen crecer nuevas esperanzas pero son efímeras y, al poco, estás de nuevo en el mundo intemporal y confuso de tus miedos, tus voces interiores, tus cortocircuitos. Y eso está muy bien representado en la película. No deja indiferente y hay momentos en que resulta cargante. Como la vida de los personajes.
Dejando al margen la parte técnica del film en la que Wright demuestra que es un maestro, varias cosas destacaría yo esta película:
• Los dilemas de la ayuda a las personas. No es fácil saber ayudar, aunque uno quiera hacerlo y hacerlo bien. A veces, la persona que ayuda tiende a ocupar en exceso el espacio del otro. Ni siquiera en casos como éste queda claro qué es mejor: si intervenir o simplemente ponerse a disposición del otro, hacerle saber que estás allí pero dejando que sea él quien asuma sus propias responsabilidades. Personalmente no estoy de acuerdo con el responsable de la Comunidad que defiende la idea de la no intervención, aunque probablemente resulte, a la larga y en la práctica, la única posible. ¿Hubiera mejorado la situación de Nathaniel el recibir alguna medicación o algún tipo de terapia? Yo creo que sí. ¿Esa mejora sería tal que justificara una cierta violentación de la voluntad del enfermo? Eso es lo que nadie puede asegurar. Aunque las pocas cosas que se hicieron (ingresarlo en la comunidad y ofrecerle un apartamento) mejoraron mucho su calidad de vida. Y por eso surge el dilema de cuál es, en cada caso el bien superior, si la salud del enfermo o su libertad. Si algo me ha parecido poco realista en el film es, justamente, que las cosas hayan ido evolucionando tan positivamente sin más apoyo profesional. No es fácil saber ayudar.
• La dureza de la enfermedad mental. Sea como sea que uno ha llegado a esa situación, todo se hace muy complicado, con idas y venidas, con una tensión in crescendo, con una incertidumbre terrible sobre qué va a pasar, qué será lo siguiente. Convivir con enfermos mentales es bien duro. Bien lo saben quienes se encuentran en esa situación. Y los más doloroso es ver que no avanzas, o que lo que parecían avances se esfuman de forma repentida para volver de nuevo a la situación de partida: las mismas palabras, las mismas voces, los mismos miedos.
• La importancia de la música. Siempre se dijo que la música calma a las fieras, pero hace mucho más que eso. Mantiene vivas las partes del cerebro que tienen que ver con las destrezas adquiridas. Permite tener un punto de apoyo para sobrevivir al que uno se agarra de forma obsesiva (Nathaniel repite una y otra vez la melodía, obsesivamente, como si fuera ese clavo ardiente que le permite no precipitarse en el vacío).
• La pobreza y sus submundos. Aunque no es ése el tema de la película, el director se recrea en ella y quiere hacer su pequeña aportación de sociología crítica. Es verdad que la pobreza es un mundo que debería conmocionarnos. Igual que suele decirse que el dinero atrae el dinero, las desgracias atraen más desgracias. Y así, los que viven en situación de pobreza extrema van acumulando todo el abanico de miserias disponibles: enfermedades, violencia, malas relaciones, marginación, desesperanza, locura. La pobreza es como un imán que atrae hacia sí todo lo peor. Incluida la parte más cínica e inhumana de la sociedad que no desea verse molestada por esa escoria social. Y allí va la policía a detenerlos por estupideces. En vez de ayudarlos, se les criminaliza.
• Pero, quizás, lo más sorprendente es lo bien representado que está el sufrimiento de quien intenta prestar ayuda. Y más todavía si la persona a quien se ayuda es un enfermo mental. En este caso es un periodista que se mete a redentor, pero suele pasarles lo mismo a los profesionales. No hay forma de quedarse al margen, salvo que te conviertas en un funcionario y ritualices tus acciones como si fuera una coraza. En esos casos, es el personaje quien aparece para que la persona no se implique emocionalmente. Les pasa mucho al personal médico, a los psicólogos y terapeutas e, incluso, a los educadores. Uno puede ocultarse detrás del personaje (del profesional, del ayudador) pero si dejas un resquicio abierto acabas implicándote personalmente. Y entonces entran en juego muchas más variables. Te haces vulnerable tú mismo, tus propios problemas entran a formar parte del problema general que pretendes resolver. Por eso el periodista de la película acaba replanteándose no sólo su forma de aproximación al violinista vagabundo (transitar del papel de salvador al de amigo) sino, incluso su propia vida y su relación matrimonial. Es lo que suele suceder, que acaban confundiéndose los papeles y, al final, ya no sabes quién ayuda a quién.
Eso es lo que mi filtro me ha dejado ver de la película. Me ha parecido muy interesante. Creo que la incluiré entre las películas que trabajo en clase con mis estudiantes de Educación Social, los futuros ayudadores de gente como Nathaniel.
• Los dilemas de la ayuda a las personas. No es fácil saber ayudar, aunque uno quiera hacerlo y hacerlo bien. A veces, la persona que ayuda tiende a ocupar en exceso el espacio del otro. Ni siquiera en casos como éste queda claro qué es mejor: si intervenir o simplemente ponerse a disposición del otro, hacerle saber que estás allí pero dejando que sea él quien asuma sus propias responsabilidades. Personalmente no estoy de acuerdo con el responsable de la Comunidad que defiende la idea de la no intervención, aunque probablemente resulte, a la larga y en la práctica, la única posible. ¿Hubiera mejorado la situación de Nathaniel el recibir alguna medicación o algún tipo de terapia? Yo creo que sí. ¿Esa mejora sería tal que justificara una cierta violentación de la voluntad del enfermo? Eso es lo que nadie puede asegurar. Aunque las pocas cosas que se hicieron (ingresarlo en la comunidad y ofrecerle un apartamento) mejoraron mucho su calidad de vida. Y por eso surge el dilema de cuál es, en cada caso el bien superior, si la salud del enfermo o su libertad. Si algo me ha parecido poco realista en el film es, justamente, que las cosas hayan ido evolucionando tan positivamente sin más apoyo profesional. No es fácil saber ayudar.
• La dureza de la enfermedad mental. Sea como sea que uno ha llegado a esa situación, todo se hace muy complicado, con idas y venidas, con una tensión in crescendo, con una incertidumbre terrible sobre qué va a pasar, qué será lo siguiente. Convivir con enfermos mentales es bien duro. Bien lo saben quienes se encuentran en esa situación. Y los más doloroso es ver que no avanzas, o que lo que parecían avances se esfuman de forma repentida para volver de nuevo a la situación de partida: las mismas palabras, las mismas voces, los mismos miedos.
• La importancia de la música. Siempre se dijo que la música calma a las fieras, pero hace mucho más que eso. Mantiene vivas las partes del cerebro que tienen que ver con las destrezas adquiridas. Permite tener un punto de apoyo para sobrevivir al que uno se agarra de forma obsesiva (Nathaniel repite una y otra vez la melodía, obsesivamente, como si fuera ese clavo ardiente que le permite no precipitarse en el vacío).
• La pobreza y sus submundos. Aunque no es ése el tema de la película, el director se recrea en ella y quiere hacer su pequeña aportación de sociología crítica. Es verdad que la pobreza es un mundo que debería conmocionarnos. Igual que suele decirse que el dinero atrae el dinero, las desgracias atraen más desgracias. Y así, los que viven en situación de pobreza extrema van acumulando todo el abanico de miserias disponibles: enfermedades, violencia, malas relaciones, marginación, desesperanza, locura. La pobreza es como un imán que atrae hacia sí todo lo peor. Incluida la parte más cínica e inhumana de la sociedad que no desea verse molestada por esa escoria social. Y allí va la policía a detenerlos por estupideces. En vez de ayudarlos, se les criminaliza.
• Pero, quizás, lo más sorprendente es lo bien representado que está el sufrimiento de quien intenta prestar ayuda. Y más todavía si la persona a quien se ayuda es un enfermo mental. En este caso es un periodista que se mete a redentor, pero suele pasarles lo mismo a los profesionales. No hay forma de quedarse al margen, salvo que te conviertas en un funcionario y ritualices tus acciones como si fuera una coraza. En esos casos, es el personaje quien aparece para que la persona no se implique emocionalmente. Les pasa mucho al personal médico, a los psicólogos y terapeutas e, incluso, a los educadores. Uno puede ocultarse detrás del personaje (del profesional, del ayudador) pero si dejas un resquicio abierto acabas implicándote personalmente. Y entonces entran en juego muchas más variables. Te haces vulnerable tú mismo, tus propios problemas entran a formar parte del problema general que pretendes resolver. Por eso el periodista de la película acaba replanteándose no sólo su forma de aproximación al violinista vagabundo (transitar del papel de salvador al de amigo) sino, incluso su propia vida y su relación matrimonial. Es lo que suele suceder, que acaban confundiéndose los papeles y, al final, ya no sabes quién ayuda a quién.
Eso es lo que mi filtro me ha dejado ver de la película. Me ha parecido muy interesante. Creo que la incluiré entre las películas que trabajo en clase con mis estudiantes de Educación Social, los futuros ayudadores de gente como Nathaniel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario