domingo, agosto 15, 2010

Las familias.


Mañana de domingo veraniego. Buen momento, antes de prepararse para el paseo y la playa, para echar un vistazo a las revistas que se van acumulando en el revistero. Aunque suelo huir de ese tipo de publicaciones, hoy empecé por el YO DONA que acompañaba al periódico EL MUNDO de ayer. Trae en portada una sonriente fotografía de Trinidad Jiménez, iniciando su campaña política a la Comunidad de Madrid.

Pero no ha sido la entrevista con Trinidad lo que me ha interesado, sino la editorial que escribe la directora y el posterior debate que matienen cuatro mujeres sobre "LA FAMILIA como campo de batalla". Ahora que estamos toda la familia metidos de lleno en tema de bodas, resulta un asunto importante y oportuno.
Plantear la familia como un campo de batalla, ya predispone a una cierta mirada turbia sobre ella. Quizás lo hayan hecho sólo como una forma de darle interés periodístico al asunto porque, efectivamente, los datos que manejan después tienen poco que ver con ello. Para el 90% de los españoles la familia ocupa el lugar preferente en sus vidas, por encima del trabajo y el bienestar (encuesta del CIS de diciembre de 2009). Incluso entre los jóvenes se mantiene ese lugar preferente: el 81% consideran que la familia es el asunto más importante de sus vidas (estudio del Instituto de la Juventud sobre los valores de los jóvenes, 2008). Que sigamos manteniendo esos índices en un contexto en el que dos de cada tres matrimonios se separan (196.613 enlaces en 2008 frente a 118.939 separaciones), es todo un ejercicio de optimismo. Y no es sólo en nuestro contexto, o eso creo. Siempre me ha emocionado ver cómo hablan de sus familias los hombres y mujeres mejicanos y, en general todos los sudamericanos. Lo nuestro, a su lado, se queda en algo tibio. Quizás luego tengan sus amantes fuera del matrimonio, pero que nadie diga algo negativo de la familia, que se lo comen. En el fondo, debe ser que valoramos más las relaciones familiares que las relaciones de pareja. Al final, a tu pareja la escoges tú y de la misma manera que la escoges porque te gusta, la dejas cuando ya no te gusta. Pero uno no escoge a su familia, a sus padres, a sus hijos. Y, curiosamente, ese sentido azaroso del vínculo familiar acaba teniendo más fuerza que aquellos lazos que nosotros mismos hemos establecido libremente.
La revista hace alusión a los trabajos del Framingham Heart Study, una especie de instituto de investigación vinculado a la Universidad de Boston que, desde 1948, va haciendo el seguimiento de más de 12.000 personas (www.framinghamheartstudy.org/about/index.html). Ellos entregan muestras de sangre que son analizadas y sirven para ir relacionándolos con los diversos avatares de salud, especialmente cardíaca, de los donantes. Lo curioso es que también han estudiado la cuestión de las separaciones. Y llegaron a una conclusión llamativa: el riesgo de separación aumenta en función de la cercanía de otras parejas que se hayan separado anteriormente. Y dan porcentajes: aumenta hasta un 22% cuando ha sido un hermano/a el que se ha separado; hasta un 55% si ha sido un colega de despacho; y hasta un 75% cuando el que se ha separado es un amigo/a íntimo. La razón que aportan parece plausible: cuando alguien se divorcia y habla de ello suele poner más énfasis en resaltar las ventajas de hacerlo que los inconvenientes. Y ésa es la música que le queda a quien lo escucha. El efecto dominó, que se dice. Lo gracioso es que los investigadores han considerado más cercano, al menos en estos temas, a un amigo/a e incluso a algún colega de la oficina que a nuestros hermanos.


En cualquier caso, plantear la familia como un campo de batalla, parece exagerado. Es bien cierto que aquellos entornos en los que los vínculos afectivos son más fuertes, es donde se producen las emociones más intensas y donde se pueden dar, por ese mismo motivo, las mayores aflicciones. Grandes amores y grandes problemas. Corruptio optima, pésima, decían los latinos. Cuando se pervierte lo mejor, es cuando se dan los males mayores. Y la familia se presta mucho a que sucedan ese tipo de cosas: por eso los maltratos, las presiones, los abusos.


El Diccionario español se ha quedado antiguo cuando define familia como un grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas. El parentesco va mucho más allá de la convivencia. Sólo algunos viven juntos, otros son los abuelos, los tíos, los primos. Los propios hijos cuando se hacen mayores dejan de convivir. Y luego está la familia política con los que los lazos, aún siendo más débiles, también resultan importantes.


En el fondo, lo que importa es saber gestionar la convivencia. Es en eso en lo que estamos más flojos porque se han reducido mucho los márgenes de maniobra. Cada vez nos exigimos más y, como en otros espacios de nuestra vida, priorizamos los derechos sobre los deberes. Eso y que, como decía mi suegra, “es que ahora, hijas, no aguantáis nada”. No es fácil, efectivamente, convivir. Precisamos de mecanismos de resolución de conflictos que hayamos consensuado previamente (en momentos de bonanza) porque cuando llega la crisis es difícil encontrar soluciones con tanta emocionalidad empañándolo todo.


Y, sin embargo, incluso cuando la convivencia deja de ser un problema bien porque te adaptas o porque te resignas, o porque dejas de dar importancia a ciertas cosas, justamente para evitar conflictos, aparecen otros focos de tensión familiar. Lo dice muy bien una de las participantes en el debate de YO DONA: muchos problemas comienzan cuando los padres se hacen mayores y dependientes. Organizar su cuidado genera no pocos conflictos entre los hermanos. Y, bueno, está también el eterno problema de las herencias. ¡Hay que ver, hasta dónde pueden llevarnos las herencias, hasta qué punto pueden destrozar esa prevalencia de lo afectivo que debe caracterizar a una familia. Incluso entre gentes que hasta ese momento se han llevado muy bien.


O sea que las familias son eso. A veces, un remanso de paz. Otras veces una olla a presión. Muchas un refugio y un colchón contra la adversidad. No faltan, efectivamente, las que tienen algo de campo de batalla. Eso debía sentir la abuela de aquella casa que cuando se reunían todos sus hijos y nietos en casa para celebrar la Navidad y le preguntaban qué quería de regalo, ella contestaba: “Que tengamos la fiesta en paz”.


Sea como sea, yo me marcho mañana a ver a la mía que los tengo lejos y ya los estoy echando de menos.

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