martes, septiembre 16, 2008

La santidad y esas cosas.


Al caer la tarde y buscando una farmacia de guardia (sigo con el pico de alergia que no da respiro) me he acercado hasta la iglesia de San Felicísimo, en Deusto. Enfrente de san felicísimo, decía el cartelito de las farmacias de guardia. Y hasta allí me he ido dando un paseo. Con gusto. Es un lugar que me trae grandes recuerdos de mis años de estudio con los Pasionistas. Ya estaban cerrando pero he podido entrar en la iglesia. Todo sigue como hace cuarenta años. Y entonces me he dado de bruces con un rincón dedicado al Venerable Aita Patxi, un padre pasionista en proceso de canonización y con el que conviví durante un año en Angosto (Alava). Su habitación estaba cerquita de la mía. Y es raro sentir que uno ha convivido durante tanto tiempo con una persona a la que la gente venera como santo, que hace milagros y que acabará en los altares con una imagen. Pero te extraña, sobre todo lo que dicen de él sus panegiristas (hasta tiene una página WEB dedicada a contar sus milagros). Cosas un poco idiotas e irreales, como si todo hubiera sido muy celestial en sus vidas desde niños, como si estuvieran predestinados a ser santos. Más interesante (y clarificador) un artículo que le dedicó el país.com el 6 de Junio del 2006
De regreso al hotel he tratado de recordar aquellos días y aquella persona un poco rara con la que me cruzaba por el pasillo y con la que compartía comedor, iglesia, actos colectivos y patios (de patios poco, porque él no salía mucho). Y al final, lo que uno saca en limpio es que sus recuerdos no concuerdan con lo que estos escritos, un poco panolis, dicen. Según los hagiógrafos, hasta sus padres eran ya santos: “acudían a la iglesia con todos sus hijos, tanto a la mañana a la Misa como por la tarde al rosario y a la bendición con el Santísimo sin faltar nunca lloviera, granizara o nevara. Toda la familia rezaba el rosario cada tarde en casa. Con los pobres que acudían a la puerta de su casa eran muy atentos y caritativos” y lindezas por el estilo. Y luego todo sigue así, fue un muchacho devoto (por supuesto, monaguillo), tuvo vocación religiosa irrevocable, fue un seminarista ejemplar (“En este tiempo, dicen los textos, se distinguió por su exactitud y puntualidad en todos los actos comunes, por su recogimiento y fervor extraordinario, por su espíritu de austeridad y penitencia. Siempre estaba dispuesto a ayudar a cualquiera a terminar el oficio manual, porque él ya lo había terminado con antelación”).
En fin, un dechado de virtudes identificadas a posteriori como si eso fuera necesario para ser candidato a santo. Y es bastante probable que nada de eso fuera así, que todo fuera mucho más sencillo. Sexto hijo, entre 9, de una familia pobre de una pequeña aldea rural vizcaína no le quedaron muchas opciones si quería estudiar. Y se fue al seminario aprovechando la visita de alguno de aquellos religiosos “vocacioneros” (así se definían ellos mismos) que recorrían aldeas y escuelas intentando convencer a chicos y familias de que ir al seminario era algo apetecible. Eso fue lo que hicimos muchos de los chavales del País Vasco y Navarra (supongo que también en otras regiones) hasta bien entrados los 60. Eso le debió pasar a Patxi Gondra y sin tanta épica como intentan aportar sus panegirista (“En el pequeño santuario de Mañuas, el día 31 de julio de 1922, festividad de San Ignacio de Loyola, de regreso de San Juan de Gaztelugatxe, formando parte con los peregrinos de Arrieta, había entrado en la iglesia santuario de la Virgen a cantar la Salve; ante la mirada materna de la Virgen del Carmen, siente la llamada a la vida religiosa y promete a la Santísima Virgen hacerse religioso”). ¿Quién puede creerse ese rollo místico?. Las cosas son siempre mucho más sencillas.
De todas formas, ahí inició el ahora candidato a santo el mismo camino que yo recorrería 40 años después: ingreso en Gabiria (Guipúzcoa, un lugar precioso en un antiguo molino a la orilla del río, pero tan húmedo que resultaba insano) para los estudios primarios (en mi tiempo pasamos sólo un año en Gabiria, y luego nos llevaron a Euba, en Amorebieta, Vizcaya, para cursar hasta 6º de Bachillerato, del de antes). Después el noviciado en Angosto (Álava) donde yo coincidí con él, pues ya mayor lo destinaron allí en el año 66, el mismo en que llegaba yo tras acabar el bachillerato y con 17 años. Solo estuve un año allí pues al siguiente ya marchamos a Legazpi para hacer el PREU antes de iniciar los estudios de Filosofía. Luego yo dejé los frailes y le perdí la pista. Pero aquel año de convivencia me permite entender cuánta fantasía se echa en las biografías que se escriben a posteriori con el explícito deseo de enaltecer a alguien. Como sean así todas las biografías de santos, vamos buenos.
Él era un hombre taciturno y melancólico, al menos a los ojos de un chaval joven que llegaba lleno de energía y con ganas de comerse al mundo. Afortunadamente la idea de santidad de nuestros prefectos y directores espirituales había dado un giro de 180º. Aita Patxi (ya lo llamábamos nosotros así) iba siempre cabizbajo, no hablaba nunca (bueno no hablábamos nadie salvo en los momentos de recreo), rezaba mucho y, según decían, era muy sufridor. Iba siempre de sandalias aunque hacía un frío terrible (tenía los pies llenos de callos agrietados que daban grima). Sabíamos que, con frecuencia, llevaba cilicio en sus muslos y que por las noches se flagelaba con unos látigos. En aquella época eso ya estaba un poco pasado pero no era mal visto (algunos de mis compañeros también lo hacían) pero pertenecía a una ascética excesiva incluso para los pasionistas jóvenes. Iba siempre con su rosario y se le veía con mucha frecuencia sentado y meditando en un banco de la capilla.
Hoy, al repasar su biografía, me he encontrado con datos que no conocía y que me ayudan mucho a entender el por qué del proceso de canonización en el que está. Aita Patxi había sido capellán castrense de los gudaris vascos en la guerra civil. Y, me temo, ese mérito ha pesado en todo esto mucho más que todas sus oraciones y sacrificios de fraile. Para el clero nacionalista vasco (entre el que los pasionistas fueron una pieza clave: buena parte de los primeros polimilis de ETA nacieron entre mis compañeros de colegio) es todo un referente por su entrega a la causa de los gudaris. “Desertar es pecado” les gritaba en la misa. Luego estuvo preso de los nacionales y, por lo que cuentan sus biógrafos se ofreció en varias ocasiones a morir en lugar de algunos condenados a muerte que eran padres de familia. Al acabar la guerra quedó libre y volvió al convento. Curiosamente esto no nos lo decían a nosotros. Nunca supe yo esa parte de su vida, ni se lo oí comentar a nadie durante aquel año. Y eso que yo coordinaba una especie de revistilla religiosa que se publicaba en Angosto y se repartía por todo el País Vasco. Hubiera sido una buena noticia que comentar.
En fin, ha sido una sorpresa. Y me ha hecho pensar en lo relativas que son todas las cosas, incluida la santidad. Y la verdad es que era una persona buena. Un poco rara (supongo que todos los santos lo fueron de una u otra manera y eso es lo que les hace distintos) y cerrada sobre sí misma, pero buena persona. Y sin más méritos que otras muchas personas con las que me he ido tropezando. No sé por qué se busca tanto ese modelo de santidad tan reconcentrado, tan centrado en uno mismo (aunque es verdad que él iba mucho a visitar enfermos y llevarles la comunión) y en la oración. Yo creo que ya entonces la gente joven valorábamos más otro tipo de cosas: la alegría, el compañerismo, la generosidad, el hacer cosas por los demás, etc.
Era buena persona Aita Patxi, ¡Dios me libre de decir lo contrario!, pero lo que cuentan en su biografía huele mucho a un meapilismo que, además, es innecesario. Ser buena persona ya es bastante duro y meritorio. Y eso es lo que le hace atractivo. En fin, no sé si se acordará de mí. Aunque si lo hace, probablemente pensará que me he desviado demasiado de su ejemplo y que no me vendría mal un poco de cilicio para compensar.

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