miércoles, febrero 07, 2007

Hermosa profesión

Cuando alguien suele decirme que es psicólogo o psicóloga, suelo animarle diciendo que no se preocupe, que nadie es perfecto, que lo sé por experiencia. Pero hay veces en que uno puede enorgullecerse de serlo. O de que lo sean tus próximos (de los 4 que formamos nuestra familia, tres somos psicólogos, así que mayoría absoluta) .
Ayer fue uno de esos días. Mi hija apareció tarde y triste a la cena. Ella, psicóloga de la Asociación Española contra el Cáncer, trabaja en el Hospital atendiendo a niños con cáncer y a sus familias. Por lo visto, uno de los niños (2 añitos) que parecía que lograba superar la enfermedad, ha tenido una severa recaida y apenas van a poder hacer nada por salvarlo. Ella estaba muy identificada con él y con sus padres. El niño pasó más de un año en el hospital y estableció una relación muy cordial con ella. Estaba destrozada, por supuesto y sus emociones fluían a raudales con los ojos llenos de lágrimas. Tiene que ser terrible tener que asistir impotente a la acción destructiva de esos agentes invisibles y, ello, pese a la terapeútica tan agresiva a la que someten a los crios. Con lo cual es un doble dolor: verlos sufrir tan intensamente y tan inutilmente.
Pero pese a todo el dolor que ella sentía, se veía forzada a luchar, a la vez, contra sus sentimientos. Sabe que tiene que ser fuerte, controlarse para poder seguir prestando apoyo tanto al peque como a su familia. Y a los otros niños del servicio que igualmente necesitan de su atención. Es lo hermoso de una profesión en la tienes que buscar fortaleza en tu propia debilidad porque, probablemente, el mejor recurso que puedes ofrecer eres tú mismo. No se trata de aplicar técnicas o de acorazarte detrás del "personaje", del profesional. Allí estás tú con tus debilidades y fortalezas.
Fue una cena intensa. Como un temporal de emociones cruzadas. Una lucha entre posiciones racionales y emociones. Unas veces eran críticas a los padres y madres que se angustian y angustian a los que tienen a su lado por problemas menores (la pérdida del pelo, alguna cirujía menor, etc.). No son capaces, decía ella, de ver que hay niños en mucha peor situación a su lado. Uno no puede dejarse llevar por sentimientos destructivos, decía. Es inmoral en esas circunstancias. Hay que ver lo positivo de la situación para poder salir de la tendencia a dejarse llevar a la desesperación. Pero junto a ello, en el otro lado de las vivencias contradictorias, el deseo de dejarlo todo y pasarse a un ámbito profesional más relajado y menos implicativo. O la negación a convertirse en un profesional distante e impasible que no se mezcla con los problemas de la gente para no salir él mismo dañado.
Quizás porque yo, en este momento, lo veo desde fuera, pero uno se siente orgulloso de que ser psicólogo signifique también eso. Vivir intensamente lo que estás haciendo porque tiene que ver con las vidas de otras personas. Es lo hermoso de esta profesión, que no te deja indiferente. Menos aún, claro, si lo estás viviendo en una hija que lucha con sus propias emociones encontradas. Es probable que también ella necesite ayuda para poder afrontar estos periodos especialmente intensos. Pero pese a todo ello, de lo que estoy convencido es que está haciendo un trabajo magnífico. Y que, si yo fuera el padre del chavalín enfermo me encantaría tener a alguien como ella dispuesta a empatizar con mi dolor y, pese a su propia confusión interior, capaz de superarse para tratar de aliviar mi desesperación.

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