domingo, julio 05, 2009

Sesenta años, cincuenta amigos…y una cabra.





Fue una gran fiesta. Hermosa. Original. “La fecha se lo merecía”, me dice Ángel. “Y el personaje”, le matiza mi otro ángel. No creo que sea eso. Es que mis amigos son así. Exagerados en las cosas que hacen.
Cumplir sesenta años no es cosa de gusto. O, dados los tiempos que corren, quizás sí. He ido dejando a tanta gente querida en el camino que, aunque el cuerpo me pide hacer una contabilidad negativa (¡uno menos, tío!), la gratitud con la vida me obliga a considerarlo como un gran regalo (¡otro más!) de los que se me van concediendo. El hecho mismo de que quisiera celebrarlos (y por segunda vez) ya indica que tampoco me lo he tomado tan mal. Y que, pese al acojono coyuntural, los años no me asustan.
Ya los celebré con mi familia navarra. Y fue hermoso, como son las cosas de la familia: cuantos más años va teniendo uno más cuenta se va dando de hasta qué punto la familia, las familias a las que uno pertenece son importantes. Ahora lo quería celebrar con la familia gallega y con los amigos. 60 años dan para tener muchos amigos. 60 años, sesenta amigos, me había planteado. Al final no pudieron ser tantos, se quedaron en 50. También porque los amigos que quedan con esa condición son aquellos que comenzaron a aparecer en nuestra existencia en la universidad. Y desde ahí hasta ahora.
Y así fue. Vinieron los amigos de la carrera, ese grupo hermoso y fiel que se ha ido manteniendo unido durante treinta y ocho años. Todos nosotros vivimos intensamente nuestros estudios de Psicología en la Complutense. Eran años hermosos aquellos (del 68 al 73), de lucha e incertidumbre política en el exterior y de fuerte motivación e intensas emociones en el interior. Después la vida nos llevó por caminos diferentes, pero seguimos igual de unidos. Y lo gracioso es que es ahora cuando quizás uno valora más esa relación. Cuando puede verla en perspectiva y hacerse consciente de la importancia que cada una de esas personas, por una razón u otra, han tenido para ti.
También vinieron los amigos actuales. Los de la pandilla. Los de la cabra. Ese grupo de locos y locas cariñosas, tan distintos entre sí, pero capaces de sentir necesidad de los otros cada pocos días. Necesidad de verse, se salir a cenar, de compartir platos, de charlar, de despotricar contra medio mundo, incluyendo nosotros mismos. Capaces de mantener conversaciones absolutamente serias y profundas junto a otras desmadradas del todo. En fin, los amigos de los días de diario y también los de las grandes fiestas. También ellos fueron. Por supuesto, con la enciclopedia rotativa que como los malos regalos de antes nos vamos pasando de uno a otro como castigo inmisericorde. Pero esta vez, además (¡cabrones!), me regalaron una cabra. Yo les había pedido un cortacésped. Y según ellos, eso fue lo que hicieron, regalarme un cortacésped ecológico, que para eso las cabras se comen todo lo que pillan. “Te va a dejar la era como los chorros de oro”, me decían mientras se descojonaban. A ver qué demonios hago yo con la cabra ahora. Suelta no la puedo dejar porque allá se van las flores y todo el copetín. Y dejarla atada parece un castigo inmerecido. Animalillo. El caso es que ahora tengo sesenta años y una cabra atada a un poste. Ya veremos.
Y junto a estos, todo un puñado de gentes que uno ha ido queriendo a lo largo de estos muchos años. Amigos de la Facultad. De esos muy pocos. Pasar de colega a amigo en el trabajo es un salto cualitativo difícil, y cuando acontece resulta excesivamente coyuntural. Enseguida aparecen situaciones que someten a crisis la relación y todo se va al carajo o, simplemente, se queda en situación de stand by. Pero con algunas personas el aprecio se convierte en cariño sincero, en complicidad, en complementación. Te sientes más fuerte con ellos y ellas, pero no porque te debas fidelidad (con frecuencia defendemos posiciones contrarias) sino porque por alguna especial razón, que ni siquiera suele estar clara, siente fe en esa persona, sabes que nunca te hará daño sino, al contrario, te apoyará y ayudará a resolver los problemas en que te metas.
Y también vinieron amigos que nada tienen que ver con el trabajo. Gentes con los que te vas cruzando por muy diversas circunstancias y que se quedan en tu vida. Son como las drogas. Una vez que las toman generan dependencia. Tu organismo, tu vida necesita de ellas para funcionar. Quizás “necesitar” no sea la palabra correcta. Podrías sobrevivir sin ellos pero sientes una alegría enorme cada vez que los vez, cada vez que sabes algo de ellos. Te preocupan. Te hacen feliz. Hubo muchos de estos amigos y amigas. También es difícil pasar del “conocimiento”, casual o repetido, a la verdadera amistad, pero cuando ese salto se da, es gente que se instala en ti que llena tu espacio. Aquí llenar no es ocupar, sino lo contrario, lo expande, lo crea. Los amigos van creando esas redes que amplían nuestro tan cortito espacio personal. Eso es justamente, lo que nos da la vida.
Bueno, demasiado rollo pera decir, simplemente, que allí estuvieron mis amigos. Los de verdad. Cada uno de ellos por una o varias razones particulares. No soy una persona excesivamente expresiva en mis afectos, pero sé querer a la gente, y, a veces, como ésta, te sorprende ver que el afecto, el cariño y la consideración son mutuos. Tampoco me gusta mucho ser protagonista (o quizás sí, no sé). En todo caso, prefiero que sean otros los que reciban los homenajes, y participar yo en dárselos. Pero esta vez me tocaba a mi y tuve que hacer de tripas corazón para aguantar, a ratos, las ganas de llorar.
Decía Felipe González que “Dios nos libre del día de las alabanzas”, porque eso significa que estás mal o que te van a sustituir. O que estás de aniversario, se podría añadir. Entonces, los amigos escogen lo mejor de ti y crean una imagen maravillosa. Tú ya sabes que no eres así (bueno, ellos también lo saben) pero es lo que hay que hacer ese día. Así que dijeron cosas hermosas. Y entre las bromas propias del día (los sesenta dan mucho juego para meterse con uno) los mensajes fueron muy cariñosos. Nuestro vate oficial para estas ocasiones, el doctor Gestal se fue por los consejos terapéuticos (con especial insistencia en la próstata, por supuesto); y Luis Martín, echó mano de sus urdimbres psicoanalíticas para trenzar un discurso sobre la amistad tan llenó de emoción que acabamos los dos con lágrimas en los ojos. Y luego el vídeo donde Juan Manuel, Celia y Jesús, con el apoyo táctico de Elvira, trataron de reconstruir algunos hitos básicos de estos muchos años. Un vídeo precioso de las muchas cosas que hemos vivido juntos y lleno de emociones fuertes que tendré que volver a ver a solas para saborearlo como se merece.
Como decía al principio, fue una fiesta hermosa. Hermosa porque tuve a mi familia, la pequeña y la grande, a mi lado. Porque tuve a un montón de amigos de todos estos años acompañándome y disfrutando conmigo y con los míos. Hermosa porque el pulpo y la carne al caldeiro que nos preparó Urbano estaba deliciosa. Porque los amigos gaiteiros de Casa grande de Remesar hicieron un hueco para venir a amenizarnos la velada y forzarnos a bailar. Porque nos desgañitamos cantando esforzadamente aunque con escasa organización gracias a los libretos de Ángeles y Fernando. En fin, hermosa porque los amigos vinieron cargados de regalos (cosa que no debían hacer) que me dejaron abrumado y con muchas deudas pendientes con ellos. Pero buenos, eso es lo que gustan hacer los amigos.
En fin, que celebré por segunda vez mi sesenta aniversario. Ya soy un poco mayor. Y ahora, además, con una cabra atada a un poste. ¡Cabrones!.

No hay comentarios: