domingo, octubre 14, 2007

De celos y huellas.


Pasar de Nueva York a Orazo en solo 4 días es, a todas luces, un salto excesivo. Pero ha resultado muy tranquilizador. El puente del Pilar ha significado una transición amable entre el vértigo de sensaciones y la relajación higiénica de una casa rural gallega. Creo que las casas rurales de esta zona estaban casi llenas de gente que buscaban esa misma paz. Con la ventaja añadida de liberarnos del nefasto botellón (6.000 chavales desmadrándose debajo justo de casa, ¡imposible de soportar!).
Bueno, pues eso, un estupendo fin de semana, muy paseado, generoso en afectos y otros disfrutes. Y mañana a comenzar de nuevo. Un nuevo ciclo. Hasta que llegue el siguiente puente que se anuncia estupendo.
Claro, que con puente o sin él, las buenas tradiciones no deben decaer. Y hoy hemos ido al cine. Para ver La Huella de Kenneth Branagh, una réplica de la famosa película del mismo nombre dirigida por Joseph L. Mankiewicz en 1972. En realidad es un duelo entre dos actores, uno mayor y uno joven. En la versión de Mankiewicz actuaban Lawrence Oliver que hacía de mayor y Michael Caine que hacía de joven. En la versión actual, es Caine quien hace de mayor y Jude Law que hace de joven. El nuevo guión se lo han encomendado al premio nobel Harold Pinter, quien según parece ha introducido modificaciones importantes sobre la versión original (el juego final en torno a la homosexualidad).
En fin, la película es muy interesante en todos sus apartados. El movimiento de las cámaras sorprende mucho al principio pues se llena de picados y contrapicados, de planos imposibles. En realidad, es como si hubiera muchas cámaras (de hecho todo sucede en una casa con infinitas cámaras vigilándolo todo) y las imágenes fueran saltando de una a otra. Pero lo mejor de todo es el guión. Un guión perfecto, chocante, violento a veces y suave otras. No siempre resulta convincente (Law sobreactúa mucho) pero te atrapa. Se nota que proviene de una obra de teatro. Sólo aparecen los dos actores pero está todo tan bien trenzado que no decae la tensión nunca.
Y el tema, los celos. Los celos de una persona mayor que pierde a su mujer (no se dice, pero todo hace suponer que ella es joven). La pierde porque ella se lía con un chico joven. Y eso lo mata de celos. Ni siquiera su fama, su dinero, su status privilegiado o su inteligencia superior le libra de sentir esa pérdida como algo que lo destruye por dentro. Por eso cuando el nuevo lío de su esposa (todo lo contrario que él, pobre, sin trabajo fijo, sin futuro, pero joven) viene a pedirle que le conceda a ésta el divorcio se inicia una lucha interior en él por conquistarla. Para eso tiene que destruir al nuevo amante y cree que con su inteligencia no le será difícil. Y ahí está el duelo donde cada uno va ganando diversos sets.
La trama es tan compleja, tan basada en juegos de destrucción, que uno se queda pendiente de lo que se dice y de lo que sucede, del cruce de flechas entre los contendientes. Al final, pendiente de lo visible. Pero se pierde la parte interior, el drama personal que el esposo abandonado vive. Los celos son siempre un drama interior, algo que te consume por dentro y te va destruyendo y ahí es donde se produce la batalla intensa. Durante las peleas verbales las armas del joven van a atacar donde más duele: tu esposa me ha dicho que eres nulo en la cama; que eres absorbente, cruel, inmaduro; que prefiere estar conmigo… Pero, el escritor Caine maduro y abandonado, demasiado volcado en su oratoria simula no recibir los golpes. En la vida no sería así. Vamos, creo yo. Sólo los celosos saben lo puñeteros que son los celos. Que me lo digan a mi.

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