A veces el trabajo no es un
castigo divino. Tiene sus cosas buenas. El del fin de semana pasado fue así,
una mezcla equilibrada entre trabajo y ocio. Me habían invitado, hace ya
tiempo, a dar un curso en la UNED de La Palma. Yo acepté, en parte por la simpatía
con la que el proponente me planteó el asunto y, en parte, porque es una de las
pocas islas que no conozco y de las que cuentan maravillas. Mi recuerdo de La
Palma es el de un compañero de mili en Los Rodeos de Tenerife, que era de allí
y solía traernos aquellos paquetes de puros palmeños que no se los saltaba un
caballo (y menos yo que no había pasado de los farias de mi padre).
Cuando te comprometes ves la cosa
muy a largo plazo. Hacía casi un año que habíamos hablado de ello. Cuesta poco
comprometerse así, para un futuro lejano. Siempre piensas que algo pasará en el
intermedio que anulará el trabajo. Pero no suele suceder y, al final, la fecha
llega inexorable y, casi siempre, en momentos en que ya estás agobiado por
otros muchos compromisos. Pero, entonces, ya no tiene vuelta de hoja y tienes
que cumplir.
En este caso, además, los últimos
días fueron complejos. Habíamos decidido viajar en Viernes y con combinaciones
ajustadas (cosa que como buen viajero ya sé que no hay que hacer nunca). A ello
se añadió algo con lo que no habíamos contado allá en Enero cuando sacamos el
billete, la huelga de pilotos de Iberia. Buscamos un Plan B que consistía en
viajar el día anterior y hacer noche en Madrid, pero no hizo falta porque la
semana anterior el gobierno impuso otro mediador entre pilotos y compañía y la
huelga quedó desconvocada. Pero para que no le faltara emoción, justo cuando
íbamos en el taxi cara al aeropuerto, oímos por la radio que los tripulantes de
cabina de Iberia (azafatas y demás) habían convocado huelga. Ya la jodimos,
pensé. A ver dónde nos dejan tirados. Pero no pasó nada. Los vuelos salieron en
hora, cosa milagrosa, y llegamos a la isla on
time.
El curso, ¡va!, salió regular. Una
cosa estándar. El grupo era muy heterogéneo (desde una coordinadora de vuelos
del aeropuerto, a gente que estudiaba Derecho, otros de empresariales, varios
profesores y una persona que se dedicaba a hacer chapuzas en trabajos
distintos) y con intereses muy distintos. Por cierto, me llamó mucho la
atención, que había bastante gente (quizás la mitad del grupo) que estaba en
paro (pobres, pensé, van a cuanto curso se convoca a ver si les sirve para
algo, ¡qué responsabilidad para mí!) La temática de las competencias empieza a
cansarme por la cantidad de mensajes contradictorios que unos y otros estamos
lanzando. En este caso, la cosa era más grave aún, pues las instrucciones que
los profesores han recibido de la Consejería de Educación da Canarias (y sobre
cuyo cumplimiento les vigilan los inspectores) tiene poco que ver con mi idea
de las competencias y de cómo trabajarlas en la escuela. Así que no estoy seguro
de si les aporté alguna claridad o sólo serví para generar más ruido en sus
cabezas. Acabaron contentos, de todas formas.
Pero más allá del trabajo, este
viaje a la Palma ha significado disfrutar de dos sorpresas estupendas: la
propia isla y los anfitriones.Seguramente, fue más importante la segunda de ellas que la primera, que ya se daba por supuesta. Juan Antonio (secretario plenipotenciario del Centro Regional de la UNED) y Ana su esposa fueron unos anfitriones magníficos. De esos que uno ya no encuentra en sus desplazamientos. Ahora todos estamos suficientemente cargados de compromisos como para no poder atender a quienes nos visitan (porque les hemos llamado nosotros para que hagan algo) como se merecen. De unos años a esta parte han cambiado mucho las cosas en ese sentido. Sobre todo en los lugares grandes. Te tratan de oficio, que es una manera limpia de dejarte solo. Y uno lo entiende, aunque te deja un mal sabor de boca. Bueno, todo lo contrario de lo que sucedió en La Palma. Juan nos fue a buscar al aeropuerto, nos llevó a comer algo rápido a una playa cercana al hotel y me esperó para ir al lugar del curso. Allá nos esperaba Ana, su esposa. Ambos asistieron a todo el curso, fuimos a cenar juntos, volvimos al curso juntos al día siguiente, comimos juntos, nos llevaron de paseo por la isla y nos dejaron ya cansados y encantados por la noche en el hotel, finalizando con ello nuestra estancia en La Palma. Unos magníficos anfitriones, de los que te miman. De los que te aceptan como uno más de su entorno: conocimos a su hija adolescente, su casa en el hidrovolcán, su perrito, su coche. Disfrutamos de ellos y con ellos. Un auténtico mimo. Y eso es lo que necesita uno, que le mimen.
La Palma fue el otro
descubrimiento. No es una isla grande ni saturada de gente (quizás eso es lo
que la ha salvado). Es como una especie de suspiro geológico que surge del mar
y se eleva hacia el cielo hasta los dos mil y pico metros. Debido a la sequía
de este año, no estaba tan verde como suele ser, pero con eso y con todo,
estaba preciosa. Me contaron que las islas canarias es un archipiélago en el
que se puede observar el proceso de consolidación de las islas a medida que
pasa el tiempo. Las más antiguas, si entendí bien, son Fuerteventura y Gran
Canaria; en la etapa media están Tenerife y La Palma y las más jóvenes son
Hierro y Lanzarote. Eso significa que La Palma ha recorrido un camino
intermedio entre su origen volcánico y su futuro como espacio más asentado y
con sedimentos de tierra y humus. Y la verdad es que esa especie de juventud geológica
se nota en el río de lava (del año 1943) que llega hasta el mar y que aún asombra
con su negrura; en la cantidad de cráteres volcánicos abiertos y visibles en
toda su preocupante hermosura (nuestros anfitriones vivían en el hueco dejado
por un hidrovolcán en la propia Santa Cruz: 150 chalets que no se veían desde
fuera como si estuvieran tragados por la tierra); en los acantilados cortados a
pico; con las rocas negras y multiformes que surgen por doquier en las playas.
Pero lo mejor de todo fue la
excursión a la caldera de Taburiente. Por supuesto no nos dio tiempo a bajar al
fondo, eso hubiera requerido acampar allí. Recorrimos el tramo fácil para
turistas convencionales. Pero casi no había gente y pudimos disfrutarlo de
forma intensa, sobre todo en el último mirador, ya metidos en una de las laderas
de la caldera. El silencio. Sobrecogía sentir el aire revoloteando entre los
árboles y emitiendo un susurro profundo que era como si estuvieras escuchando
la cadencia de las olas en el mar, pero de forma inmaterial. Y eso te convertía
en un ser leve en todos los sentidos: leve porque te veías tan poca cosa frente
a la inmensidad de la naturaleza; leve porque aquella inmensa hermosura de
verdor, volúmenes, torrenteras y espacios inmensos te convertía en un puntito
perdido en la ladera; leve porque podías sentirlo todo, el sonido del aire, el
aleteo de algunos pájaros que nos vigilaban, el movimiento de objetos
indefinidos que se desplazaban o caían. Nos quedamos en silencio mucho rato
disfrutando de aquel regalo. Entre tanto avión, tanto curso, tanta
conversación, el silencio de la caldera me sedujo. No me extraña que haya gente
que acampe allí sólo por eso, por el silencio. Una cura antiestrés, dicen que
es. Estoy seguro.
Y así fue que acabó nuestro paso
por La Palma. Al día siguiente ya no dio tiempo a más. Un paseíto por la playa,
un bañito en la piscina del hotel y a las 12, como buenos y cumplidores
turistas, entregamos las llaves del hotel y esperamos pacientes la hora de ir
al aeropuerto. Estaba cerquita, tanto que jamás me había sucedido poder llegar
a un aeropuerto por el módico precio de 1,30€ que fue lo que me costó el
autobús. Y, a partir de ese momento, todo siguió las rutinas clásicas: esperar
el embarque, entrar los primeros, tomar tu asiento, dormirte al despegar,
despertar ya en ruta, aburrirte mientras hojeas la prensa o tratas de completar
los crucigramas, dormirte de nuevo si da tiempo, desesperarte por lo que tarda el
avión en llegar al finguer desde que ha aterrizado, salir rápido (si te dejan
los pasmones que tienes delante que tardan una eternidad en levantarse y tomar
sus cosas) y volar a la sala VIP para aburrirte de nuevo mientras esperas el
siguiente vuelo. Esta vez, además, la espera era de más de 4 horas y se hizo
eterna. Al final, rondando la medianoche del domingo, llegamos a casa.
Mucha cosa para sólo tres días.
¿Relax o más estrés? Eso es lo malo de este estilo de vida que acabas no
sabiendo distinguir lo que te gusta de lo que te cansa, el relax del estrés, el
ocio del trabajo. Muy confuso todo.
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