lunes, mayo 21, 2012

La envidia


Esta vez no hubo antipasti, pero habíamos comenzado bien, él con un buffet de verduras y yo con unos tagliatelle al cinghiale (jabalí). Estupendos, como sólo se pueden tomar en una trattoría de Módena, toda ella llena de recuerdos de Pavarotti que, según me contaron es modenese y la frecuentaba. Se ve que la conjunción entre su apetito y lo buena que estaba la comida acabaró dejando huella en su volumen.

Entonces fue cuando mi compañero de mesa me dijo. Non so come si dice in spagnolo, ma sento invidia. ¿Cómo?, me extrañe. Sí, eso, envidia, me dijo. ¿Alguien ha pedido algo que te apetecía mucho? ¡Ah, no, no tiene nada que ver con la comida! Es mucho más estético y espiritual. Desde que entramos me llamó la atención la pareja que está en esa otra mesa. Todo un manual de seducción. Yo no los veía pues me quedaban a trasmano, pero me levanté, hice como que iba al lavabo y disimulé que no los miraba mientras me recreaba en la escena. Un señor de mediana edad (60?) y una chica de unos treinta y pico. Podía ser su hija, pero a la vista estaba que no era esa su condición. Tampoco es que ella fuera muy llamativa ni que hiciera nada por serlo ni por cómo vestía, ni por maquillaje, ni por el tono de voz (de hecho yo ni había sentido su voz detrás de mí).

¿Qué has visto de especial?, le pregunté cuando volví a mi asiento tras el paripé del viaje al baño. L’o detto, un manuale di seduzione. Bueno es Italia, pensé, pero lo que le dije fue ¿y?, ansioso de que me explicara. Al principio parecía una comida normal, comenzó. Podrían ser dos compañeros de trabajo que han bajado juntos a comer antes de iniciar el trabajo de la tarde. Pero poco a poco, al señor comenzaron a brillarle más los ojos y comenzó a mover las manos y a acercarse a ella. Primero eran toques suaves, como si fueran pequeños tropiezos que hubieran ocurrido por casualidad. En zonas periféricas, por supuesto: las manos, los brazos, los hombros. Poco a poco las trincheras fueron avanzado y lo toques, suaves y cortos, fueron elevando la cota hasta llegar a la mejilla, luego la cara, la cabeza; con la mano abierta, con la mano cerrada. El momento clave fue cuando esos toques primero fortuitos (no lo creo) y luego bien intencionados iban acompañados de miradas. Ella como distraída pero él con un brillo que daba envidia. Ella al principio parecía neutra, no rechazaba los mimos pero tampoco reaccionaba de forma clara a ellos. Poco a poco, en paralelo con el color de sus mejillas (cada vez más coloradas) se fue metiendo en situación, pero sin exagerar. Poco a poco entró en el juego, o eso le pareció a mi amigo, pero sin enloquecer (aceptaba el toque de manos, le miraba cuando él la miraba, comenzaba a  haber esa complicidad necesaria para que la cosa llegara a buen término).

Vaya, tuve que confesar, quien a tener que sentir envidia soy yo. Envidia y un cierto cabreo porque ya he visto que hemos estado hablando pero tu cabeza estaba en otro lado. No de veras, me dijo, toda una lección de seducción.

Solo al rato me atrevía a mirar de nuevo hacia ellos. Para entonces, la cosa parecía bastante avanzada. Ella ya participaba activamente en el juego, se reía, le brillaban los ojos (o eso parecía). A él se le veía seguro, bromeaba con el camarero, se reía, se sentía bien. Detrás de ellos una fotografía de Pavarotti. Envidias aparte, nosotros seguimos a lo nuestro, un capretto al forno para compartir.

No hay comentarios: