viernes, mayo 25, 2012

Hemeroteca



Los viajes en los aviones, sobre todo los de regreso, acaban siendo agotadores. Debe ser por el propio estado psicológico en el que te encuentras: agotado de los días de trabajo, con esa melancolía típica del final de las cosas (agobia el tener que empezar algo nuevo pero también te desazona el concluirlas, un contrasentido muy típico de lo emocional), y con esa duda existencial que suelen imponer los ritmos impredecibles de los aviones. De todas formas, volver también tiene sus encantos: vuelves a tu casa, a tu familia, a tu seguridad, a lo cotidiano.  Y basta de rollo. La cosa es que, al menos esta vez, tengo algo que contar del regreso de Italia.
De Urbino a Bolonia fue fácil. Taxi a Pesaro (con un taxista comunicativo, habituado a hacer ese trayecto con profesores universitarios: agradable) y de allí tren a Bolonia. Un calor infernal, en Bolonia, pero como aún tenía unas horas me animé a dar un paseo por la ciudad. Sobre todo por llegarme hasta le due torri que me tienen abducido. Ellas y la librería Feltrinelli que está a sus pies. Es  un placer quedarse extasiado mirando las torres e imaginando su historia. Y otro placer inmenso perderse en la librería (lo que no deja de tener su mérito, que puedas perderte en una librería). Yo no solo me perdí en la librería, sino que desde que tomé la vía Zamboni, ya estuve perdido todo el tiempo. Eso me pasa por querer explorar nuevos itinerarios. Convencido estaba yo de que, Zamboni adelante, acabaría saliendo cerca de la Stazione Centrale. ¡Y un huevo! Más andaba, más me iba alejando de mi destino. No sé cómo hice, la verdad, pero se me hizo interminable el camino a la estación: dos horas y pico andando bajo un sol tórrido. Varias preguntas a gente que me mandaba ir en la dirección exactamente contraría a la que yo llevaba. Un agobio.
Luego, el avión salió bien y el viaje fue agradable. Me entretuve con un Pais semanal antiguo. De ahí lo de “hemeroteca”, como título de esta entrada, porque se trataba de un Suplemento de Diciembre del año pasado. Ya llovió, pero para los textos de ese número no importaba mucho. Dos artículos me dejaron especialmente tocado.
El primero, el que escribe Rosa Montero sobre la corrupción. Rosa escribe fantástico. Escribe como piensa, lo que para mí es un mérito especialmente relevante. También yo lo intento, pero claro, no compares… Fuimos compañeros en la Facultad de Psicología de la Complutense en los inicios de los años 70, pero ya de entonces ella debía estar vinculada a temas de periodismo. Lo mismo hubiera debido hacer yo, de haber seguido la tradición de los estudiantes del Colegio Mayor Pío XII que nos obligaba a hacer dos carreras, la que cada uno hubiera elegido y Periodismo o Sociología. Yo, que ya había intentado estudiar periodismo en Pamplona pero no logré superar el exagerado examen que entonces hacían con preguntas todas de actualidad (presidentes de países, deportistas, guerras y procesos de independencia y otras lindezas de las que entonces no tenía ni la más pajolera idea), preferí combinar mis estudios de Psicología con los de Pedagogía (para alcanzar por otra vía lo que siempre fue mi objetivo: la Psicopedagogía, que no existía en España y sólo se podía estudiar en el PAS de Roma). En fin, retornando al texto de Rosa Montero, me encantó lo que decía sobre la corrupción y los corruptos. También yo me he preguntado muchas veces y lo hemos hablado entre los amigos, por qué esa gente hace lo que hace. ¿Qué necesidad tiene de enmierdarse por unos miles de euros? ¿Cómo lo piensan, cómo lo cuentan en casa, cómo se autojustifican? Ella hipotetiza que es la sensación de impunidad la que lleva a la gente a ir abusando cada vez más de su posición. Y así, comenzando por pequeñas cosas, va poco a poco arriesgándose a lo mucho. Seguramente es eso lo que pasa, sí. Claro que nosotros nos escandalizamos con los que se llevan grandes cosas, los que cometen tropelías que llaman mucho la atención. Y uno se queda tranquilo porque siente que él no hace esas cosas. Uno mismo no roba miles de euros, no se queda con cantidades o regalos millonarios. La cuestión es si no estamos todos, cada uno en el nivel en que se mueve, metidos en el mismo lodazal que criticamos. Cada uno se hace con su propio discurso de justificación pero, al final, no hay tanta diferencia. Sólo en la cantidad. No es cuestión de apuntar a nadie, tampoco de hacer una confesión personal pública, pero es tan tenue la línea entre lo correcto y lo incorrecto (sobre todo si se analiza desde la perspectiva moral) que no pisarla o no cruzarla resulta casi heroico y, a veces, incomprensible. Últimamente me voy dando cuenta, además, de que aquellas personas que más critican ciertas cosas más tienden a caer ellas mismas en lo que critican. Es como si quisieran darse a sí mismas la sensación de que ellos o ellas no son así. Hace unos años me quedé de una pieza cuando supe que la persona que cada semana jugaba conmigo al squash y que había escrito varios artículos en la prensa contra la corrupción era justamente la persona del maletín, quien iba reclamando a los constructores un porcentaje de las obras que realizaban para entregarla (quien sabe si completa) al partido gobernante. Con frecuencia oigo que critican a ciertos colegas por sus relaciones extramatrimoniales (con palabras malsonantes, incluso) los mismos a los que he conocido con amantes desde hace años. Claro que pocos pueden robar millones y por eso los anatematizamos, pero probablemente, como dice Rosa Montero, eso empieza poco a poco, “no es que de la noche a la mañana vengan a intentar comprarte por un millón de euros; es que ya desde mucho antes has debido ir haciendo tu pequeña carrera de delincuente. Por ejemplo, recibiendo regalos de empresa demasiado costosos, favoreciendo en algún examen o concurso al hijo de un amigo”. En fin, esa corrupción venial a la que damos poca importancia cuando somos nosotros, pero nos lanzamos a degüello cuando es ajena. Es una cosa casi más estética que ética, pero por ahí comienza todo. Y a ver quién tira la primera piedra. (
(La imagen es de la Wikipedia y refleja las percepciones sobre la corrupción política en el mundo).
El otro texto magnífico de ese número del PAIS semanal, era el de Javier Marías criticando la imagen que una reciente encuesta daba de los adolescentes actuales. Marías se cura en salud señalando que no suele creer en las encuestas (“casi siempre están mal hechas o están sesgadas, por no decir que nacen amañadas”) pero que los resultados de esta le dejaron abatido. Y es verdad. Hicieron la encuesta entre mil y pico estudiantes de secundaria sobre las relaciones entre chicos y chicas. No dice de dónde eran esos estudiantes, pero es probable que eso tampoco importe mucho. Las respuestas, desde luego, alucinan. Reflejan una visión absolutamente inmadura y retro de las relaciones: las chicas deben complacer a sus novios (60% de respuestas) y los chicos proteger a sus chicas (90%); los celos son una prueba de amor (65%); las chicas necesitan, para realizarse, del amor de un hombre (el 44% de las chicas están de acuerdo) y, también ellas, piensan (un 52%) que los chicos son agresivos, mientras sólo un escaso 1,8% los ve como tiernos (claro que ni uno solo de los chicos, un 0%,se atribuye a sí mismo esa condición de tierno  y comprensivo). Quizás esas respuestas no respondan a la realidad y sólo sean una buena muestra de los estereotipos con los que funcionan los chicos y chicas cuando responden a una encuesta. Quizás hayan querido muchos de ellos jugar con sus respuestas, o puede que la propia encuesta, al permitir solamente una respuesta haya distorsionado los resultados. Pero la verdad es que no me figuro a mí mismo respondiendo eso en mis tiempos de adolescente. Y tampoco creo que las chicas con las que nosotros nos las tuvimos que ver, allá en los 60, dijeran esas cosas. Aunque solo fuera por vergüenza torera. Y a quien se le ocurriera decir algo parecido, bien podría recibir una leche por gilipollas. Pero es verdad que los modelos de relación tardan mucho en cambiar. O cambian aceleradamente en unas cosas y poco en otras. Cada vez que veo a una chica llevando la moto y al tío detrás de paquete me dan ganas de aplaudirles; o a ella conduciendo el coche y a él de copiloto. Pero no es fácil que el esquema clásico de ellos conduciendo y ellas dejándose llevar se altere.  Y supongo que así será también en otras cosas. De todas formas, yo no me creo los resultados de esa encuesta. O mucho se nos han torcido las cosas.
En fin, fue un viaje de regreso muy entretenido. Y provechoso. Salí de Urbino a las 9 y media de la mañana y llegué a casa a medianoche. Parece mentira que estemos en el siglo de las comunicaciones rápidas. Llegué agotado, pero bueno, me dio tiempo a leer cosas interesantes.

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