Ir a ver cine los lunes es como el polvo de los miércoles, algo inesperado
y agradable, pero estamos en vacaciones y esas cosas son las que marcan las
diferencias. El cine cuesta menos y las
salas están medio vacías.
Para ser sinceros, creíamos que íbamos a ver una comedia (el
traille que nos habían pasado unos días antes resultaba simpático y
prometedor). La cosa de los 60 años da para chanzas y bromas (como lo había
hecho Jack Lemon con “Cuando menos lo esperas”), pero bastaron unos pocos minutos
para constatar que el careto de la Rosellini no estaba para bromas. Además, los
guionistas no solo incorporan personajes mayores sino que los propios temas que
se tocan son cosas de mayores. Con la cantidad de cosas que puede hacer un
arquitecto famoso, van y le encargan residencias de ancianos. La cosa no
pintaba nada bien.
Y así fue una mezcla agridulce de alusiones a la sesentena. La
historia no es demasiado original. Un matrimonio que entra en los sesenta (él
arquitecto de fama al que le dan un permio como homenaje a lo que fue, es
decir, una forma de despedida; su esposa profesora jubilada muy preocupada por
su nueva imagen y por los pequeños fallos de memoria que va sufriendo). Los dos
tratan de afrontar su nueva situación con energía y con las armas que siempre
han utilizado. Las juega peor la señora que ha vivido más consciente de su
belleza y, ahora, tiene la sensación de que resulta invisible para los hombre.
Tampoco le sale bien su intento de seguirsiendo útil a través de su
colaboración en grupos de voluntarios. El arquitecto, por el contrario, se
siente con fuerzas (más de las que los demás le atribuyen), pero no está
dispuesto a renunciar a los proyectos que le gustan para meterse en cosas
anodinas como son las residencias de ancianos. Es decir, los dos tienen un
problema con respecto a ellos mismos y a la imagen que hasta ahora han tenido
de sí mismos, los dos tienen un problema con respecto al mundo que les rodea y,
al final, los dos tienen problemas entre ellos como pareja pues su evolución en
la edad la están llevando por diversos derroteros.
Ambos tienen en común, desde luego, que están ansiosos de nuevas
experiencias. Y que esas experiencias les resultan más agradables cuando hay
jóvenes por medio. La juventud les obliga a emplearse más a fondo para
seguirles el ritmo y, desde luego, ellas y ellos les aportan nuevos estímulos
de mejora personal (el deseo de continuar siendo jóvenes). Tampoco podía faltar
el sexo en ese encuentro. Sexo que ambos consiguen pero que les defrauda (o eso
se diría) porque en realidad no es eso lo que buscaban. Al final, los muchos
años pasados juntos contienen réditos suficientes como para superar la
tendencia a despreciarlos y buscar lo nuevo. Entre lo conservador y lo
realista, diría yo.
Pero, entre medias, el guión va introduciendo cuestiones muy
interesantes que, seguramente, a muchos nos ha tocado vivir (o estamos en
ello).
Un aspecto básico del “vivir los sesenta” es, desde luego, esa
dialéctica entre el pasado y el futuro, entre lo que has hecho y lo que quieres
y/o puedes hacer en el futuro. No es fácil hacer una transición adecuada. Por
lo general te sientes con fuerzas suficientes aunque, con muchas más dudas. No
es fácil buscar acomodo en el nuevo escenario. Y si te jubilas, como le pasa a
la Rosselini en la película, la cosa se pone aún más chunga. Pero tampoco el
arquitecto lo tiene claro. El sabía hacer muy bien aeropuertos pero le piden
que se pase a las residencias de ancianos, algo que ni por el forro le apetece
y se va por la vía de en medio que le plantean los jóvenes: el diseño de
museos.
Pero lo más interesante de la película es, sin duda, la evolución
de la relación entre ambos. En el fondo ése es el tema. Si algo traen los 60
años, en circunstancias normales, es que te encuentras al final de muchas cosas
en una especie de liberación que, a veces, llega a oprimir: va finalizando la
vida profesional, se han independizado los hijos y las cosas de la vida
cotidiana resultan poco atractivas. La vida en pareja necesita de nuevos
reajustes porque la dinámica anterior ya no resulta satisfactoria (se abren
muchos huecos que hay que rellenar con gimnasia, bailes, coqueteos,
vestimentas, bebidas, cabios de imagen, etc.). La vida en pareja es siempre un
juego de equilibrios y compensaciones, pero los que sirven en unas épocas son
menos funcionales en otras.
Ellos lo llevan mal. La esposa reconoce que ambos tienen una
personalidad fuerte y son tercos. Les cuesta ceder. Supongo que ambos han
pretendido que el otro cambie o, cuando menos, que no le obligue a cambiar a
él. La esposa lleva mal ese fracaso en cambiarlo. Y esa rigidez les hace separarse. Los hijos se
desesperan y ellos, simplemente, van experimentando otras formas de
compensación. Pero ya es tarde. Alguien ha dicho que con la edad (la elevada
edad, se supone) viene la libertad, pero eso no deja de ser un señuelo
equívoco. En el fondo no dejas de soñar con lo que ya fue y si nos fuera dado obtener
un deseo, probablemente eso es lo que pediríamos. Pero ya se sabe que soñar
solo sirve para despertarse. Y eso es lo que les pasó a Isabella
Rossellini y William Hurt.
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