lunes, septiembre 17, 2007

Marichu.



Creo que ya he escrito otras veces en este blog sobre y desde Donosti. No es de extrañar porque es una de esas ciudades que se te meten en el alma y se quedan ahí generando un espacio propio de nostalgias y sueños. Tienes que volver a ellas de vez en cuando para “matar a saudade” como dicen los basileiros. Pues aquí estoy, “donostiando” por tres días.

La llegada no fue demasiado feliz. Yo adoraba el NIZA, un hotel antiguo y decadente en plana playa de la Concha donde me solían alojar. Me daban una habitación preciosa mirando al mar, donde casi todas las penas desaparecían. Hace tiempo que no volvía por allí, pero esta vez les pedí a los organizadores de los cursos a los que vengo que intentaran hacer la reserva allí. En eso quedaron y parece que tuvieron éxito. De hecho, le recordé encantado a la recepcionista que me habían prometido una habitación con vistas al mar. “Pues le han informado a usted muy mal, me dijo ella, porque le han reservado una habitación interior y muy pequeña”. Empecé a temerme lo peor. Pues eso, debe ser que el Niza se ha subido a la parra y se halla fuera de los presupuestos oficiales…La cosa es que la amenaza de la recepcionista era mucho más que una metáfora, puro realismo. La habitación que me habían reservado era un “zulo”, pequeñísima, con un ventanuco a un hueco interior por donde bajaban las cañerías y armada de un catre y una silla. Lo único aceptable era el cuarto de baño. Mi frustración fue infinita. Cómo sería, que yo que nunca protesto, llamé inmediatamente a los organizadores para decirles que yo allí no me quedaba. Y como no conseguí contactarlos, yo mismo bajé a recepción para decirles que me cambiaran de habitación a una más grande o que me iba. “Pero cuesta más”, me dijeron. No se preocupen, o se lo paga la organización o se lo pagaré yo mismo, acepté resignado. El nuevo espacio no da al mar sino a la calle de coches, pero ya es grande, está iluminado y se puede aceptar. Pero mi idolatría por el Niza se acabó.

Cuando llego a Donosti ya sé cuál es mi primer compromiso. Y allí fui, al final de Ondarreta, a sentirme cerca de Marichu junto al peine de los vientos de Chillida. A veces es una oración, otras saborear recuerdos. Siempre mantenemos una especie de conversación sobre lo que fue de nosotros, de nuestros sueños, de los niños que cuidamos juntos, de aquellos años que pasamos juntos en Madrid con nuestro piso Promesa. Es curioso lo que nos pasa con Marichu. Pueden pasar los años y quedar lejos en el tiempo aquella experiencia de llevar a vivir a nuestra casa a niños inadaptados, primero Elvira y yo y luego con ella, pero fue una experiencia tan fuerte y nos marcó tanto, que resulta imborrable. Y Marichu estuvo casi todos esos años allí, viviendo su propia experiencia personal y envolviéndonos a todos en su carisma. Al final, ella fue la figura importante de nuestro proyecto, la que le dio más. Acabó conquistando personalmente a todo el grupo de niños y niñas y también a quienes estábamos a su alrededor. Han pasado diez años (uno de estos días de septiembre, precisamente) y ahí sigue su presencia tan viva como entonces. Los últimos años de su enfermedad fueron dolorosos y terribles para todos. Esos terribles azares de la vida hicieron que Elvira y ella coincidieran en estar luchando por su vida en las mismas fechas. Pero ella perdió. Luchó cuanto pudo pero, desgraciadamente, no le valió. Tardé casi un mes en poder dar la noticia en casa. Y de las muchas angustias con las que ya cargaba por entonces, ésa fue una de las más difíciles de soportar.

En fin, lo gracioso es que Marichu, diez años después sigue ahí. Aún sé de memoria su teléfono, aún tengo ganas de llamarla de vez en cuando simplemente para charlar o para discutir, que ella tampoco me pasaba una. Y, desde luego, si paso por Donosti, el peine de los vientos es una visita obligada. Ella quiso que se arrojaran allí sus cenizas y la verdad es que tanto el espacio, como los sonidos resultan una buena analogía de lo que ella misma era: alguien muy fuerte y rebelde como el agua que golpea el peine a quien ni los mayores muros podían encerrar; alguien tensa en su trabajo pero también relajada y relajante; una mujer de una belleza poco espectacular pero que te cautivaba; vasca por lo noble y entregada pero dulce y amigable como si fuera gallega. En fin, un encanto de mujer que hace conmigo como las sirenas con Ulises, que te atraen hacia el infinito, solo que en mi caso el infinito está en esa esquina preciosa y salvaje de Ondarreta.

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