martes, abril 20, 2010

Se nos fue.


¡Papá murió, ven!, fue lo único que supe decir entre lágrimas a mis hermanos. ¡Qué simple suena el decirlo pero qué tortuoso es el vivirlo! Con los ojos enrojecidos, hemos cantado tantas veces aquello de que “cuando un amigo se va, algo se muere en el alma…”. ¿Qué decir cuando quien se va es tu padre? Llevábamos meses luchando a tirones con la enfermedad y el desgate. Sabíamos que teníamos la partida perdida, pero no nos importó nada. Se trataba de no pensar en mañana y alegrarse de que cada día amaneciera aunque fuera tras una noche de perros. Era nuestro premio. Y el suyo. Algo que vivíamos como una victoria infinita. Y así, día a día durante meses. Como en esas batallas en las que el enemigo siempre ataca de noche y llegar vivo al amanecer ya es en sí una victoria. Y después disfrutas el día, más tranquilo y gratificante. El día era la luz, la compañía, las sonrisas, los mimos. Otra vez la vida. Seguíamos teniendo padre, marido, abuelo. Ya era mucho. Y ahora, en la medianoche (¡cómo no!) del sábado 17, todo se acabó para siempre. Cuesta creérselo. Han desaparecido las noches de infierno. Y eso lo agradeces. Pero también han desaparecido los días y su presencia llena de demandas pero también de cariño. Al final, acababa llenándolo todo, teniéndonos a todos encandilados, dispuestos a no perder su más mínimo gesto. Su debilidad lo convirtió en el gran protagonista de nuestras vidas. Y ahora, sin él, solo queda un gran vacío, un agujero negro inmenso y amenazante Mucha pena interior. Y una gran soledad.

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